SÁBANA DE SEDA
Lucía borda, infatigable, la sábana de seda blanca. Sus ojos
crepusculares se esfuerzan, presurosos, junto al ventanal oscurecido de las 7
de la tarde. Pero el bordado crece, mágico, como un montículo de promesas o de
sueños incumplidos.
Se va a casar su nieta y ella quiere ofrendarle la sábana nupcial. Ya
sabe que los cuentos de hadas se esfumaron, que las noches de boda son una
noche más en la rutina de los tiempos que corren, que el zaguán se ahogó en un
tango y que virginidad es una palabra que las adolescentes dejaron de escribir.
Ella sabe todo eso. Pero también sabe que los sueños siguen latiéndole
en su costado y que ella es una mujer irremediable confinada en los socavones
oníricos desde la creación.
Tenía 26 años cuando conoció a Alberto: bello, impoluto, cándido, con
cabellera color miel y los mejores besos que supieron transitar su boca. Se
amaron a destajo, con un amor de tiempo completo, puro, diáfano. Se entregaron como
si hubieran sido Adán y Eva, fundando la pasión.
Lucía ya contaba en su haber con varios naufragios, pero Alberto la
bautizó de nuevo en el mar de su abrazo y ella nació de su costilla briosa y
joven para estrenar la vida con temblor inocente y primigenio.
Marianela se casa el viernes próximo y tiene que apurarse. Pero sus
dedos encallados en el tiempo se enredan y tropiezan. Deshace lo fallido y
renueva el ímpetu de las puntadas en sentido inverso a las agujas del reloj. No
quiere ser Penélope. Ella es Lucía. Una Lucía deslucida con vestigios de luz y
de cordura.
La habían sentenciado: usted no puede tener hijos. Y de repente,
Alberto, la juventud de Alberto, la primera vez de Alberto, el esperma de
Alberto, gritaron vida en sus entrañas.
¿Cómo contener la alegría incipiente de tierra germinada? ¿Cómo no
festejar el alboroto de descartar toda inutilidad?
Pero él no estaba preparado, le faltaba cursada en la Universidad de
hombre, no le daban los años para esa paternidad apabullante.
No sabe si la escasa luz o su miopía le humedecen los ojos, no sabe si
el magro té con galletitas le retuerce el estómago o el crepitar de leños en el
hogar cercano le hace transpirar las manos.
Se va a arruinar la sábana de seda, la sábana nupcial, la sábana
símbolo.
Las palabras de Alberto fueron la primera cuchillada. Y ella, que ya
era una mujer y que había descubierto su tesoro, no supo defenderse. Sucumbió
ante la súplica de sus ojos de niño. Y se entregó al ritual con el cuerpo
desvanecido sobre el altar del sacrificio.
Ahora llora sin tapujos, sus ojos son un cielo encapotado. Quiere
cruzar la calle sin ver a los costados y el aguijón se clava en los sarmientos
de sus manos. Recién entonces advierte la luz roja del semáforo que crece en la
llanura blanca de la sábana.
Le han cercenado la niñez y la ilusión, el testimonio del amor de
Alberto. Mientras él la esperaba, desvalido, en ese bar cercano. Se abrazaron
muy fuerte y trataron de cubrir con sus cuerpos el hueco insuperable de la
pérdida. Sólo la sinrazón podía explicar esa masacre en el oleaje hirviente de semejante
luna enamorada.
La mancha roja crece como la marea y mancilla la playa de seda con su
colérico rubor de fuego impío. Lucía sabe que es un viaje de ida, que ya perdió
los trenes de su vida y ahora ni siquiera es capaz de homenajear el embarazo de
su nieta.
Otra vez es su sangre como un río por donde huye la vida. Otra vez su
cuerpo exangüe se deja arrastrar por la corriente. Otra vez la impotencia del
proyecto inconcluso.
Alberto pretende abrazarla como hace treinta años pero solo puede asir
el vacío. Vacío más vacío no es igual a completo sino cero al cociente.
Marianela no tiene por qué enterarse, al fin y al cabo, éste era el
secreto regalo de Lucía. En la tienda de esperanzas tardías venden sábanas
blancas de hilo, de seda, de raso, de satén. Aún guarda en los arcones del
recuerdo viejos dólares que postergaron aquel viaje a Europa cuando supo que al
pasado no se vuelve nunca.
Pero el amor, a veces, es un anciano respetable y obcecado, fiel
rumiante de ardores indelebles, que regresa en otoño, puntualmente.
Alberto pide a gritos la ambulancia que succiona la trasnochada piel de
esta Lucía vulnerable, su Lucía que aún guarda aquel rubí o esa temblorosa
sensación de haber plantado su semilla en el huerto. Y él resguarda todo el
antiguo miedo en la mesa roída de ese cercano bar. Si ella no vuelve a
aparecer, pálida y frágil, por la puerta tallada, todo habrá terminado.
Porque es imposible que dos huérfanos se busquen durante el arduo
laberinto de los años, entrelacen sus sueños nuevamente, venzan un cáncer
juntos, las arrugas o los kilos de más y la muerte de un hijo.