domingo, 8 de agosto de 2010

REY DE CORAZONES


Gracia era de una elegancia vertical, con ojos avizores de mirada valiente. A pesar del cabello censurado, sus pechos jadeantes daban aspereza al terciopelo rojo de la sangre que se entreveía por el velo hendido de su deseo.
Sus manos estilizadas buscaban entre las sedas y los brillos dorados. El sol crepuscular era una lámpara de alabastro que estallaba en mil colores. Había llegado la hora del encuentro porque ya sonaban las precisas campanadas en la torre de la iglesia, eran certeras cuchilladas que no gemían adiós sino bienvenida. Etérea se deslizaba en los oscuros pasadizos y su femineidad despedía luz.
Él se parecía a Jesucristo; sin embargo, tenía el pecado en la mirada, y manos femeninas que evidenciaban su debilidad. Era temerario y reticente, astuto y tímido, pero había caído en la trampa del amor y no le servía ninguna de sus armas. La pasión, el deseo, las estrategias de esa indefensa muchacha habían sido más poderosas que los arcabuces. Él sabía que estaba perdido ante ese ejército de besos y secreciones dulces como la miel más pura.
- ¿Qué buscas? –preguntó el Sumo Sacerdote.
- El amor – respondió el rey, con firmeza.
- Dime su nombre.
- Ya lo sabes.
- ¿Estás dispuesto al sacrificio?
- Estoy dispuesto a todo.
- ¿Tanto la amas?
- Hasta la locura.
- ¿Darías tu vida por ella?
- Sí. Y hasta mataría.
Sobre el tapiz se expandían las huellas de una pasión creciente.
Malos años se anunciaban, años de llanto y muerte.
Cuando el cortinado se descorrió, los cuerpos de Gracia y el rey se anudaron con la noche incipiente y el techo brilló con estrellas propias.
Nada hubo más importante en este mundo que esa cópula inmensa sin rencores ni resabios de viejas maldiciones.
Vaya a saber qué filtro dejó pasar el primigenio rayo de la luna en esa alcoba, porque la reina pudo ver las sombras y reconoció cada suspiro. La humillación la abofeteó en pleno rostro y ni siquiera su culpa pudo apagar aquel incendio de odio que comenzó a quemarla como en la pira de los antiguos sacrificios.
La pitonisa buscó a Gracia por todo el palacio para advertirla del peligro y le dijo que su secreto era la caja de Pandora. Quien la abriera esparciría todos los males y urdiría un desenlace de cuentos de hadas negras y sarcásticas.
Pero ni las palabras agoreras ni los experimentos arriesgados de los alquimistas en los sótanos de la prisión, pudieron enfriar los ardores de ese pacto sacrílego de amor.
La reina comenzó a tomar decisiones arrebatadas sin consultar al rey y cuando éste le hizo reclamos intempestivos, lo traspasó con la hiel de su despecho: o la dejaba gobernar sin inmiscuirse en cuestiones de estado, o ella hablaría para hacerlo abdicar.
El rey enfermó, presionado por el miedo, la ambición de poder y esa pasión hereje que enturbiaba su mente. Permanecía postrado en su lecho sin permitir la entrada de Gracia ni de la reina.
Hasta que una mañana, la niña logró eludir la vigilancia y entró en la recámara; su rostro surcado de lágrimas mojó los labios resecos del monarca que, ahora, parecía un anciano.
En la duermevela de la fiebre intensa el rey alcanzó a oír su condena:
–Estoy embarazada, musitó Gracia.
Fue tal el sobresalto que casi por sortilegio su cuerpo se enfrió y desapareció la fiebre. A esta revelación le sucedió un relámpago desquiciado que se instaló en los ojos del rey. Besó a Gracia despiadadamente y sin escrúpulos. Luego, sus dedos se cerraron sobre el cuello de cisne y presionó con desesperación mientras un grito mudo le tajeaba la garganta.
Depositó a la joven sobre la seda helada de las sábanas y de un salto tomó la espada que yacía sobre un mueble. Recordó las palabras que en su delirio le había expresado al hechicero en la noche fatídica y, sin titubear, hundió la hoja de metal en su carne.
La agonía duró lo suficiente como para pedir perdón a Dios y, arrastrándose, logró llegar hasta el cuerpo agraciado y desgraciado.
Los descubrieron los sirvientes que salieron dando voces, buscando a la reina: ella selló sus bocas aterrándolos con amenazas innombrables.
Sólo cuando acabaron los funerales de su hija y su marido, la reina, anestesiada por los celos, confesó al sacerdote la verdad del adulterio cometido hacía quince años.

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