Yamila fue mi alumna en la Escuela 111. Nos queremos mucho y seguimos en contacto. Esta tarde me mandó un correo que dice: "estás muy linda y muy libre en las fotos de tu blog... Un abrazo virtual y atrasado por tu cumpleaños. Besos y ahí va un cuentito, que no tiene que ver con cumpleaños pero sí con una vocación que me ayudaste a encontrar. Yamila"
El Agujero
Resulta que sobre el mármol gastado de la mesada había un agujero ovalado. Al cual era mejor esquivar porque generalmente lo que pasaba sobre él era consumido. Sin haber expuesto su teoría, todos sostenían que el abuelo se había quedado ciego porque un jueves se había detenido a mirarlo por un rato.
Cuando hacían la comida caían las cosas y era bastante incómodo. Todos los juegos de cubiertos estaban incompletos, las cucharas de madera duraban menos de un mes, las agarraderas y los fósforos se esfumaban. Pero desde aquella vez que se cayó el cintillo labrado, empezaron a atar todas las cosas. La mayoría de las cosas. Aquellas más pequeñas y las que eran del tamaño del agujero, que en algún momento pudieran pasar por la cocina. Estaban todas prendidas de un hilo resistente y largo. Y todo eso que no estaba prendido del hilo era mirado con desconfianza. Así que estaban expectantes cuando alguno venía con monedas o con tapas, o con alguna otra chuchería que no tuviese ubicación.
Cuando conversaban, intentaban ignorar al indeseado espectador, algunos se convencían de haberlo logrado, mientras la silente órbita oscura deglutía en sus adentros las congojas y las secretas felicidades.
Misteriosamente no emanaba olores. Aunque ya varias cebollas, migas y hojas de laurel, nueces y ciruelas rodando se habían caído y diseminado al instante sobre esa boca de ausencia. Cuando alguien se arrimaba con la curiosidad insomne, queriendo percibir eso que delatara el recóndito fondo, no sentía sino un aire inasible de estrellas muertas.
Un día dejaron de hablar en la cocina, y al poco tiempo se dieron cuenta de que les convenía armar la mesa y comer en una de las habitaciones; para lo cual debieron alargar los hilos de cada utensilio, así estuviese gastado o sin estrenar. Desarmar el enredijo era más tolerable que perder algo todos los días y no imaginar su fin.
Aquello no fue suficiente. Tuvieron que cambiar sus formas de diálogo, a veces solo bastaba con una mirada, o recurrían a frases sin sentido con alguna palabra clave. Pero siempre flotaba el presentimiento de que ese oído turbio reconocería el truco.
A pesar de todas las maniobras para evitar el precipicio, las pequeñas cosas seguían siendo víctimas y los conflictos de la casa seguían teniendo un absurdo testigo.
Los de abajo nunca se preguntaron por qué emergían objetos tan dispares de la boca del desagüe.
Resulta que sobre el mármol gastado de la mesada había un agujero ovalado. Al cual era mejor esquivar porque generalmente lo que pasaba sobre él era consumido. Sin haber expuesto su teoría, todos sostenían que el abuelo se había quedado ciego porque un jueves se había detenido a mirarlo por un rato.
Cuando hacían la comida caían las cosas y era bastante incómodo. Todos los juegos de cubiertos estaban incompletos, las cucharas de madera duraban menos de un mes, las agarraderas y los fósforos se esfumaban. Pero desde aquella vez que se cayó el cintillo labrado, empezaron a atar todas las cosas. La mayoría de las cosas. Aquellas más pequeñas y las que eran del tamaño del agujero, que en algún momento pudieran pasar por la cocina. Estaban todas prendidas de un hilo resistente y largo. Y todo eso que no estaba prendido del hilo era mirado con desconfianza. Así que estaban expectantes cuando alguno venía con monedas o con tapas, o con alguna otra chuchería que no tuviese ubicación.
Cuando conversaban, intentaban ignorar al indeseado espectador, algunos se convencían de haberlo logrado, mientras la silente órbita oscura deglutía en sus adentros las congojas y las secretas felicidades.
Misteriosamente no emanaba olores. Aunque ya varias cebollas, migas y hojas de laurel, nueces y ciruelas rodando se habían caído y diseminado al instante sobre esa boca de ausencia. Cuando alguien se arrimaba con la curiosidad insomne, queriendo percibir eso que delatara el recóndito fondo, no sentía sino un aire inasible de estrellas muertas.
Un día dejaron de hablar en la cocina, y al poco tiempo se dieron cuenta de que les convenía armar la mesa y comer en una de las habitaciones; para lo cual debieron alargar los hilos de cada utensilio, así estuviese gastado o sin estrenar. Desarmar el enredijo era más tolerable que perder algo todos los días y no imaginar su fin.
Aquello no fue suficiente. Tuvieron que cambiar sus formas de diálogo, a veces solo bastaba con una mirada, o recurrían a frases sin sentido con alguna palabra clave. Pero siempre flotaba el presentimiento de que ese oído turbio reconocería el truco.
A pesar de todas las maniobras para evitar el precipicio, las pequeñas cosas seguían siendo víctimas y los conflictos de la casa seguían teniendo un absurdo testigo.
Los de abajo nunca se preguntaron por qué emergían objetos tan dispares de la boca del desagüe.
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