LADRIDOS
Los ladridos de sus perras la
despertaron. Aurora, entredormida, rezongó:
-Estas bochincheras, apenas sienten que alguien camina por la vereda,
arman semejante alboroto.
Miró la hora. Las tres de la
mañana. Seguro que ahora se desvelaba y no se volvía a dormir.
Los ladridos continuaban cada vez
con más intensidad. Aguzó el oído y perezosamente decidió ir hasta el garaje
para tranquilizarlas. Mientras caminaba restregándose los ojos, notó que los
ladridos daban lugar a un gemido. Se apuró y cuando abrió la puerta lo primero
que vio fue a los dos animales quejándose en medio de un charco de sangre.
Antes de que pudiera reaccionar,
un tipo enmascarado estuvo frente a ella con una navaja en la mano.
-Dame la plata, vieja –y acercó
la hoja al pecho de la mujer.
Ella no se movió ni pronunció
palabra.
-La plata, vieja. ¿No entendés?
-¿Qué plata?
- Te vi. Esta tarde sacaste un
buen fajo del cajero. ¿Dónde la metiste? ¿En la lata de las galletitas? –y
le presionó el abdomen.
Aurora seguía paralizada. Conocía
esa voz que la máscara deformaba.
El tipo – un hombre joven- le
arrancó la camisa del pijama. Entre el miedo y el frío los pezones de Aurora se
habían endurecido.
-Vaya, ¿te calienta la navaja o
mi bulto? –acercó la navaja a sus pechos y los presionó.
-¿Querés coger, vieja puta?
Solamente pagando –y soltó una carcajada.
La tomó de los cabellos y la
arrastró hasta su habitación. La casa era chica, no había muchas opciones. De
un empujón la lanzó sobre la cama.
-Dame la plata, pelotuda. ¿No ves
que tenés todas las de perder? Te voy a coger, te voy a matar y voy a encontrar
la plata, así que no jodas y hablá.
La mujer había enmudecido, no le
salían las palabras. Además, no tenía el dinero. Lo había sacado de su caja de
ahorro para pagar una deuda.
El hombre se había bajado los
pantalones y le estaba metiendo el miembro erecto en la boca.
-Chupá, tarada. Nunca te
imaginaste que te ibas a morir con una pija en la boca. Qué tarro, ¿no?, morir
cogiendo.
No supo de dónde le salió el
gesto, pero sus dos manos volaron hacia la máscara y se la arrebataron. Sus
ojos crecieron como lunas llenas al reconocer ese rostro y sentir el navajazo
que se hundía en su pecho.
Su rostro fue lo último que vio.
©Olga Liliana Reinoso
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