miércoles, 3 de julio de 2013

LADRIDOS

LADRIDOS

Los ladridos de sus perras la despertaron. Aurora, entredormida, rezongó:
-Estas bochincheras, apenas  sienten que alguien camina por la vereda, arman semejante alboroto.
Miró la hora. Las tres de la mañana. Seguro que ahora se desvelaba y no se volvía a dormir.
Los ladridos continuaban cada vez con más intensidad. Aguzó el oído y perezosamente decidió ir hasta el garaje para tranquilizarlas. Mientras caminaba restregándose los ojos, notó que los ladridos daban lugar a un gemido. Se apuró y cuando abrió la puerta lo primero que vio fue a los dos animales quejándose en medio de un charco de sangre.
Antes de que pudiera reaccionar, un tipo enmascarado estuvo frente a ella con una navaja en la mano.
-Dame la plata, vieja –y acercó la hoja al pecho de la mujer.
Ella no se movió ni pronunció palabra.
-La plata, vieja. ¿No entendés?
-¿Qué plata?
- Te vi. Esta tarde sacaste un buen fajo del cajero. ¿Dónde la metiste? ¿En la lata de las galletitas? –y le  presionó el abdomen.
Aurora seguía paralizada. Conocía esa voz que la máscara deformaba.
El tipo – un hombre joven- le arrancó la camisa del pijama. Entre el miedo y el frío los pezones de Aurora se habían endurecido.
-Vaya, ¿te calienta la navaja o mi bulto? –acercó la navaja a sus pechos y los presionó.
-¿Querés coger, vieja puta? Solamente pagando –y soltó una carcajada.
La tomó de los cabellos y la arrastró hasta su habitación. La casa era chica, no había muchas opciones. De un empujón la lanzó sobre la cama.
-Dame la plata, pelotuda. ¿No ves que tenés todas las de perder? Te voy a coger, te voy a matar y voy a encontrar la plata, así que no jodas y hablá.
La mujer había enmudecido, no le salían las palabras. Además, no tenía el dinero. Lo había sacado de su caja de ahorro para pagar una deuda.
El hombre se había bajado los pantalones y le estaba metiendo el miembro erecto en la boca.
-Chupá, tarada. Nunca te imaginaste que te ibas a morir con una pija en la boca. Qué tarro, ¿no?, morir cogiendo.
No supo de dónde le salió el gesto, pero sus dos manos volaron hacia la máscara y se la arrebataron. Sus ojos crecieron como lunas llenas al reconocer ese rostro y sentir el navajazo que se hundía en su pecho.
Su rostro fue lo último que vio.
 Foto: LADRIDOS

Los ladridos de sus perras la despertaron. Aurora, entredormida, rezongó:
-Estas bochincheras, apenas  sienten que alguien camina por la vereda, arman semejante alboroto.
Miró la hora. Las tres de la mañana. Seguro que ahora se desvelaba y no se volvía a dormir.
Los ladridos continuaban cada vez con más intensidad. Aguzó el oído y perezosamente decidió ir hasta el garaje para tranquilizarlas. Mientras caminaba restregándose los ojos, notó que los ladridos daban lugar a un gemido. Se apuró y cuando abrió la puerta lo primero que vio fue a los dos animales quejándose en medio de un charco de sangre.
Antes de que pudiera reaccionar, un tipo enmascarado estuvo frente a ella con una navaja en la mano.
-Dame la plata, vieja –y acercó la hoja al pecho de la mujer.
Ella no se movió ni pronunció palabra.
-La plata, vieja. ¿No entendés?
-¿Qué plata?
- Te vi. Esta tarde sacaste un buen fajo del cajero. ¿Dónde la metiste? ¿En la lata de las galletitas? –y le  presionó el abdomen.
Aurora seguía paralizada. Conocía esa voz que la máscara deformaba.
El tipo – un hombre joven- le arrancó la camisa del pijama. Entre el miedo y el frío los pezones de Aurora se habían endurecido.
-Vaya, ¿te calienta la navaja o mi bulto? –acercó la navaja a sus pechos y los presionó.
-¿Querés coger, vieja puta? Solamente pagando –y soltó una carcajada.
La tomó de los cabellos y la arrastró hasta su habitación. La casa era chica, no había muchas opciones. De un empujón la lanzó sobre la cama.
-Dame la plata, pelotuda. ¿No ves que tenés todas las de perder? Te voy a coger, te voy a matar y voy a encontrar la plata, así que no jodas y hablá.
La mujer había enmudecido, no le salían las palabras. Además, no tenía el dinero. Lo había sacado de su caja de ahorro para pagar una deuda.
El hombre se había bajado los pantalones y le estaba metiendo el miembro erecto en la boca.
-Chupá, tarada. Nunca te imaginaste que te ibas a morir con una pija en la boca. Qué tarro, ¿no?, morir cogiendo.
No supo de dónde le salió el gesto, pero sus dos manos volaron hacia la máscara y se la arrebataron. Sus ojos crecieron como lunas llenas al reconocer ese rostro y sentir el navajazo que se hundía en su pecho.
Su rostro fue lo último que vio. 

©Olga Liliana Reinoso
©Olga Liliana Reinoso



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