lunes, 23 de abril de 2012

Quiénes y cuándo¿Cómo volver a nuestra antigua vida en el Moderno? Sartre miraba igual, pero Onetti miró primero. Daniel Salzano.21/04/2012 00:01 , por Daniel Salzano1A esta nota sólo podría escribirla un periodista, porque el finado cine Moderno de la calle Colón era muchas cosas a la vez: a) la principal reserva de adrenalina de Alberdi, b) el colegio primario de John Wayne, y c) el lugar en el que se inspiró García Márquez para escribir el capítulo de oro de Cien años de soledad: cuando –enfrentados por primera vez a una vedette– los vecinos de Macondo manifestaban su emoción desabrochando la bragueta todos a la vez y orinando sobre el escenario.A esta nota sólo podría escribirla un memorioso. Fue en el Moderno que vimos al viejo Charles Laugh­ton, exhausto, reclamar ante el jurado un poco más de Justicia y un poco más de Belleza. Ese era el tipo de actor que yo admiraba por aquel entonces.A esta nota sólo podría escribirla un vecino de este municipio. Y es que al Moderno, la Piojera, lo levantabas por los talones, lo ponías boca abajo y caía un chorro de palabras fabulosas: “detectives”, “chantajistas”, “tragaperras”, “espías”, “camán”, “whisky”, “la pasma”, y en el intermedio –el intervalo– comíamos perritos con Savora.Las salchichas del Moderno perfumaban el aire desde el Carbó hasta el cementerio.Fue ahí donde aprendimos que en Rusia mandaba un hombre de pómulos muy altos que había suprimido el comercio y la industria. El hombre gobernaba con un gato sobre sus rodillas y una pistola en un cajón del escritorio. ¿Era un bolche o Fumanchú?Dick Tracy era el héroe mayor de la Piojera, oh Dios mío, Dick Tracy, que hablaba con la central de policía a través de un reloj que le envolvía la muñeca. A ver si me explico: cuando a la noche me acostaba y me apagaban la luz en lo primero que pensaba era en Dick Tracy. No, no podía pasarme nada. Tracy estaba ahí. Tracy era un amigo.El Moderno era el cine en su estado original. Quiero decir que si los chicos del matiné hubiesen estado en París, durante la primera representación de los Lumière, se habrían tirado cuerpo a tierra para evitar que el tren los llevara por delante.Me acuerdo de Chopin que se cortaba un rulo de la cabellera, lo envolvía en un estuche y lo depositaba a los pies de la mujer que pedía limosna en la puerta de la iglesia. Ese era el tipo de pianista que a mí me gustaba. Los negros movían la cabeza siguiendo el ritmo de la Polonesa.Aguafuerte. A esta nota sólo podría escribirla un asesino. En la puerta del Moderno y retorcidos a media luz como en un cuadro del Bosco, se paseaban soldados, heladeros, bomberos, maniseros, fabricantes de praliné, de cubanitos, y abulonado a la escalinata de acceso durante todo el año, un gringo patibulario de guardapolvo blanco y gorra de lana que ofrecía unos buñuelos pringados en almíbar a los que llamaba “fulminantes”.¡Fulminantes! Primero te lo comías y después te limpiabas la boca con la manga porque –a ver si nos entendemos–, en un cine con butacas de madera y pisos de mosaico cuyo acomodador era un enano que controlaba a la gente con un látigo, no era necesario lavarse los pies más de una vez a la semana.Creo que si una sola mujer se hubiera atrevido a franquear el ingreso a la función de matiné, el cine se habría convertido en uno de esos trenes cargados de escopetas que aparecen en los documentales de la revolución mejicana. Un ejemplo: bastaba que la inocente y frágil Delia Garcés sacara la lengua para mojar una estampilla para que los aullidos rugieran en la sala como motores de competición.Al acomodador del Moderno sólo podría describirlo Roberto Arlt porque era en sí mismo un aguafuerte. Nos odiaba a todos, sin distinciones, y si te pillaba con un faso encendido en el hueco de la mano, ahí nomás te soltaba un chicotazo en la cabeza. Te pegaba, te caías y, cuando te levantabas, el cine estaba ladeado. A causa del látigo era conocido como El Zorro y entre sus facultades estaba la de sacarte de una oreja y depositarte en la calle. Oh, mejor aún, en la puta calle.El Moderno era el galpón oscuro y profundo de la Córdoba más rabiosamente cordobesa.Una emoción dentro de otras emociones. Un centenar largo de pibes sentados a lo bestia, empujando el respaldar de las butacas con las rodillas, masticando chicles Adams, pastillas Volpi, caramelos Tofi, hablando, gritando, sudando y desencadenando cada tanto un tifón de pedos cortos que, muchas veces, eran previa y jacarandosamente dedicados al hombrecito del chicote.Al Moderno (Colón al 1500) no asistían mujeres. Ni pibes rubios.Puedo recordar el tufo del celuloide recalentado y la visión de la quemadura que, proyectada, se parecía a un melanoma. Cuando nos sentábamos en butacas separadas, nos comunicábamos gritando. Sobre todo para protestar si la película era de amor.En realidad, sin siquiera imaginarlo, estábamos exigiendo que el cine fuera más auténtico.Las de amor causaban el efecto de una bofetada. Menos la película de King Kong. Y es que el amor del mono era un amor que valía la pena, un amor de no poder estarse quieto. Seguro que el mono debe haber envejecido. O peor. Lo más probable es que, como el Moderno, haya muerto.Puede que sea el olor a creolina, a pólvora, a fulminante y a colonia proletaria de la Piojera el verdadero perfume de esta ciudad.A esta nota sólo podría escribirla un poeta callejero, uno que trabaje a la altura de la mirada de la gente, que no retroceda ante el miedo, ante las trifulcas, los duelos, los raptos, las venganzas y la emoción. Así decía el maestro Samuel Fuller: “El cine es vida, es emoción”.Te la dejo picando, poeta: los baños del Moderno estaban en la parte delantera, al costado de la pantalla y cada vez que aparecía una actriz de la familia de las leonas, Rita Hayworth, Elizabeth Taylor,Lana Turner, María Félix, Virginia Mayo, nos le­vantábamos con el pretexto de ir al baño y nos quedábamos de pie, extasiados, junto a la pantalla con las chicas, enormes, al alcance de la mano. Las actrices del Moderno, como la luna, traían la luz puesta desde adentro.La vez en la que el caballo platinado de Roy Rogers ganó una carrera por el hocico, festejamos la victoria como posesos, parados sobre las butacas, abrazados, mareados, convulsos y disfónicos. Nunca volví a gritar de esa manera.Grité cuando Talleres volvió a primera división. Grité cuando Alfonsín vino en 1981 a dar un discurso callejero, grité en el hipódromo de barrio Jardín cuando El Cometa ganó el San Jerónimo y también grité cuando llegué primero tras disputar una carrera de embolsados alrededor del patio del Santiago de las Carreras. Pero nunca volví a gritar como cuando ganó el caballo de Roy Rogers.¡Esperen! Todavía me queda otra: cuando comencé a crecer me borré de la Piojera, salí con algunas chicas, les metí la lengua adentro de la oreja y por las noches soñaba con sus pantorrillas blancas y blandas como las de Virginia Mayo.En definitiva: esta es la típica nota, lectores, que no puede escribir nadie.Sartre miraba igual, pero Onetti miró primeroNo debe haber habido en la historia de la literatura sudamericana un escritor que tuviera la mirada del uruguayo Juan Carlos Onetti. No era tuerto, enteramente tuerto, pero con el ojo y medio que le quedaba, le alcanzaba para desentrañar toda la angustia existencial del Río de la Plata.Sartre miraba parecido, pero Onetti miró primero.Parece mentira, pero cuando murió en España en el año 1994, todas las necrológicas que recaudó llevaban –por la mitad– un costurón que dividía en dos partes la vida del maestro. La primera, dedicada en esencia a su literatura (densa/opaca/sesgada); la segunda, dedicada al personaje extraordinario en que lo fueron convirtiendo el whisky, el exilio y la melancolía.Y es que Onetti, que se desempeñó durante 30 años como secretario de Redacción del diario Marcha, abandonó de prepo Montevideo en 1975 y acabó exiliado en una pensión de la capital de España. Desde entonces y hasta la hora de su pálido final, permaneció encerrado en el dormitorio, tumbado sobre la cama, empinando el codo y fumando dormido.Cada tanto, el cartero le acercaba una invitación para dictar una conferencia o recibir una distinción de la Academia, pero Onetti no quería saber nada. “A ver si dejan de patear al muerto”, comentaba.El finado era él, claro, que se fue atrincherando bajo llave con la sola compañía de su mujer, el diario de todas las mañanas y los libros que pudo reclutar de Conrad, Faulkner y Celine, tres autores que nunca lo soltaron de la mano.Onetti escribía acostado y se negaba a recibir visitas.–Andá a ver vos, le pedía a su mujer cada vez que sonaba el timbre. Yo no distingo la cara de la gente.
Fue en Uruguay, antes del exilio, donde escribió sus mejores novelas: El pozo, El astillero, Juntacadáveres, La vida breve, Tierra de nadie y Dejemos hablar al viento.Ahora mismo, mientras escribo esta nota, abro Tierra de nadie y copio una frase cualquiera: “Ahí estaba él sentado en la piedra, con la última mancha de la gaviota en el aire y la mancha de aceite en el río sucio, endurecido”.Los milicos de ambas bandas tenían su nombre envuelto en un círculo de tinta colorada.Cuando en 1980 le concedieron el premio máximo –el Cervantes–, tuvo que reconsiderar su posición (horizontal), cepillarse el único diente que le quedaba y abandonar la baticueva para exponerse ante una concurrencia que lo ovacionó. Esas cosas lo ponían muy nervioso y, como era de sospechar, se portó como la mona. Con la prensa estuvo cáustico, insolente, criticó la grandilocuencia de los jóvenes narradores españoles y cuando le pidieron una definición de sí mismo, respondió de sobrepique:–Soy un sudaca. Tengo más vitae que currículum.No volvió nunca al paisito. Es muy probable que los fajos de pesetas que le entregaron en el acto aún permanezcan, planchados, debajo del colchón.Son su porción de pequeña eternidad.
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