Él pintaba como quien camina,
naturalmente. Y como un mago extraía sorprendentes maravillas de su pincel.
Ninguna te podía resultar indiferente.
Algunas te producían placer,
ternura, asombro, disgusto, ganas de matarlo. Pero indiferencia, no.
Y esa es la señal que llevan en
la frente los artistas genuinos, esos que reniegan de su don y lo confunden con
una maldición.
Firmaba con pseudónimo, o al menos
era lo que me sonaba a mí. Además, jamás lo había oído nombrar en el mundillo
de artistas plásticos. Él pintaba diferente a todo lo que yo conocía por estos
lares. Era atrevido, lanzado, desprejuiciado, transgresor, cruel, dulce,
ingenuo, sentimental (ya sé que me sobrepasé con los adjetivos y cualquier
corrector de estilo me fastidiaría con eso. Yo intentaría una tímida defensa
insinuando que se trataba de una enumeración caótica, a sabiendas de que no lo
era).
Él tenía estilo, cada lienzo
tenía su impronta reconocible y única. Y también era un caos.
Tal vez por todo eso me atraía y
empecé a coleccionar las fotos de sus cuadros en una carpeta de archivo que
llevaba su nombre de utilería: Alex Zevich.
No voy a decir que estaba
obsesionada con el susodicho –todavía no- pero me intrigaba y hasta debo
confesar que una esquirla de envidia me provocaban sus pinturas tan vitoreadas
en cada exposición a las que él nunca asistía, generando más misterio. Pero siempre ganaba la admiración por
goleada.
Un día descubrí que tenía página
en facebook y le mandé la solicitud de amistad que aceptó raudamente,
acompañando el sí con un mensaje privado en el que elogiaba mi generosidad por
ser la única artista que había hecho devoluciones a su obra.
Pero de pronto, sin transición
alguna, los diálogos formales devinieron eróticos y hasta lujuriosos.
Yo estaba hablando con un
desconocido total, con alguien escondido detrás de un nombre falso y sin
embargo, otra vez no pude ser indiferente. Confieso que me quedaba boludeando
en la PC para esperarlo, para beber sus palabras como durazno maduro que
chorreaba por mis comisuras, bajaba por mis senos y se aposentaba en mi
entrepierna.
Locura total, delirium tremens,
psicosis. Yo era una enferma mental sin retorno. Ese hombre me había cooptado.
Lo cierto es que una mañana los
titulares de los diarios anunciaron con letras catástrofe que Alex Zevich
colgaba los pinceles para siempre.
Y simultáneamente desaparecieron su
página web y sus mensajes privados.
Para mí ya era tarde, porque con un
pincel imborrable me había grabado su
gama de colores en el cuerpo y el alma.
Y ahora no sé qué será de mí: soy
una mujer marcada.
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