viernes, 15 de mayo de 2009

CUENTO FINALISTA EN EL CERTAMEN "LA BARCA DE LA CULTURA"


SEGUNDA FUNDACIÓN


Para Azucena, entrar en la cocina era una tortura. Contrariamente a lo que todos suponían, ella odiaba cocinar.
Su obesidad era una pena capital que arrastraba desde hacía diez años como los grilletes de los presos conminados a trabajos forzosos.
En ese envoltorio de grasa y fealdad guardaba desamores, abandonos, humillaciones y maltratos.
Todo se lo había comido: la soledad, los gritos, las palizas.
Había construido un muro entre el mundo y su condición de mujer.
Ahora era solo un bulto grotesco al que el erotismo y la pasión le estaban vedados: ella era una mujer invisible.
Por eso descargaba su resentimiento entre las cuatro paredes de ese cubículo infernal en el que, obligadamente, debía penetrar dos veces al día –como mínimo- para urdir con despecho y con desgano, alguna tarta, ciertas milanesas, uno que otro bife reseco o un arroz franciscano.
La chatarra de la posmodernidad era su salvoconducto: poco tiempo, poca elaboración, cero creatividad.
Y con tal de no cocinar, picoteaba todo aquello que como un aceite endovenoso, engrosaba sus caderas y su tristeza.
La figura omnipotente de su madre era el fantasma que presidía sus orgías alimenticias.
Recordaba los cumpleaños de la infancia en los que la repostería casera comenzaba a funcionar con su precisión de relojería y con una semana de anticipación.
Las mesas se iban poblando de bombas con crema pastelera o cañoncitos hojaldrados rellenos de dulce de leche (Ahora comprendía los nombres bélicos de esas confituras: tiraban a matar).
La torta Mil hojas rebasaba su lujuria de calorías cubierta de glacé rosado para homenajear a la nena.
Pasta frolas esponjosas lucían su brillante embaldosado que expandía el olor a membrillo en las mañanas con escarcha de aquel pueblo pampeano.
Y por fin, el gran día: todos los chicos rodeaban la mesa generosa para iniciar el ritual frente a la taza de chocolate humeante. Y después, las manos ávidas se zambullían en ese mar de dulzura empalagosa, hasta diezmar bandejas y platos multiformes.
Hubo un tiempo en que recordar aquellos festejos le provocaba gran ternura. Era la única manera que tenía su madre de demostrarle amor. Pero hay amores que matan.
Y así fue sumando años, kilos, broncas, impotencia.
Su rebeldía era no cocinar o cocinar en disconformidad.
Pero la pena no menguaba y, en cambio, la autoestima se devaluaba al ritmo vertiginoso del peso argentino.
Los hijos comenzaron a irse. Como en todas las pequeñas ciudades de provincia, terminado el secundario comienza la emigración.
Y fue entonces cuando llegó al punto en que su camino se bifurcaba: hacia un lado, la ruina total; hacia el otro, la construcción de algo gratificante.
Ni siquiera tiró la moneda. La decisión fue unívoca: era el momento de la reconstrucción.
Primero, consultó a un famoso nutricionista por Internet. Pero como sabía que el compromiso era consigo misma, de manera disciplinada, inició un profundo cambio de hábitos.
Para tener la certeza absoluta de las bondades de los alimentos, tuvo que involucrarse en cuerpo y alma.
Seleccionarlos, abastecerse, descubrirlos, encariñarse.
Y casi por arte de magia, se vio envuelta en vahos seductores, en olores inéditos, en sabores recién amanecidos.
Supo, por primera vez, que cocinar podía ser placentero y creativo.
Tardes enteras las dedicó a la maravillosa alquimia de mezclar vegetales con especies remotas para verlos danzar en frenético o pausado ritmo al tintinear de los sartenes o en las aguas en erupción de las profundas cacerolas que devolvían su lava de inocentes fideos para que serpentearan entre ramilletes multicolores de calabacines, zapallitos, sangre de morrones o ajíes con verde lozanía de sabanas.
Y de ese modo escribió versos al verdeo, espolvoreó una cremosa nieve inofensiva sobre el latido bermellón de las frutillas, se ungió con chocolates virginales ajenos a la pornografía del azúcar.
Comenzó a honrarse en el altar de la mesada de mármol al filetear tomates o rasgar algún apio voluptuoso y salpimentar pescados que más tarde navegarían en la paz de sus cavernas.
Se percató de que el arte culinario tenía bien puesto su nombre. Que hay música, poesía, ballet, pintura y teatro en la comida.
Con su pincel diseñó un arco iris de lechugas esperanzadoras, crepusculares zanahorias, rizados brócolis, berenjenas de suave blancura, remolachas nocturnas.
Y al encender el fuego tuvo la sensación primitiva de ese ser olvidado y anónimo que frotó aquellas piedras e iluminó la vida.
Como una hechicera en su cueva, elaboró brebajes y preparó mejunjes milagrosos que fueron logrando la metamorfosis.
Sus manos artesanales no solo lloviznaron albahaca en la cuna de una ensalada Caprese, también moldearon su cuerpo.
El asombro de los demás iba en aumento. Pero ante sus preguntas ella respondía como el gran escultor: yo estaba escondida, pero estaba ahí.
El secreto fue amar lo que comía. No lamentarse jamás por los carbohidratos o los lípidos que iban quedando en el camino. No añorar jamás la droga maldita que la había esclavizado. Sentir, entre otras cosas, que recuperaba su libertad.
Hoy los ojos de los otros le devuelven una imagen agradable. Hoy los ojos de los otros la registran, la ven.
Ha dejado de ser la mujer invisible.
Azucena ha vuelto a florecer en las acequias de sopas indulgentes, de pechugas al ajillo, de carnes rojas magras, de cataratas de agua bienhechora.
La cocina no es más el patíbulo, ni el infierno.
Es el Paraíso recuperado, en el que ella, Eva absoluta, registra con los cinco sentidos esa naturaleza que se brinda y se doblega ante su ingenio.
Es que ahora Azucena le hace el amor a las legumbres y a las hortalizas, a los sabores picantes o agridulces. Ahora es la sacerdotisa, la vestal que custodia el sagrario.
El restaurante se llama “La sabrosura”. Tiene un enorme ventanal que da a la huerta, de la que todos los días los empleados recogen rabanitos, zapallos, manojillos de perejil, escarola, lechuga mantecosa, radicheta, cebollas y otras preciosidades que cultivan las manos de Azucena.
Ella da órdenes, bate huevos a punto de nieve, controla el tiempo de cocción y menea su figura ondulante entre las mesas mientras reparte grisines con sonrisas y la fragancia afrodisíaca que exhala su cintura.
Dicen las buenas lenguas que el lugar está siempre lleno porque la comida es exquisita.
Dicen las malas lenguas que el lugar se llena de hombres, aspirantes a conquistar el tesoro que guardan los enigmáticos ojos de la dueña.
Ella cocina y canta, cocina y goza, cocina y seduce.
Ella es una verdadera azucena en flor.
Olga Liliana Reinoso

3 comentarios:

  1. Olga, precioso tu cuento. Me encantò. Dirìa que es una manera didàctica de "dar clases" de nutriciòn, que tanta falta hacen hoy en dìa. Sin duda, algo que se conjuga en tì: escribir tan lindo y dar clases.
    Me llamo Ana, soy piquense y vivo en Mèxico desde hace 7 años. Gracias a Maracò Digital, me enterè que tenìas esta pàgina. Tus letras seràn una compañìa cotidiana.
    Muchas gracias por estar conmigo, aùn a la distancia ...

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  2. Liliana, gracias por publicar tus letras. No sabìa que tenìas esta pàgina. La descubrì leyendo Maracò Digital. El cuento està muy lindo, muy didàctico, muy ameno. El tema es totalmente de actualidad y me parece un acierto tratarlo de este modo.
    Me llamo Ana, soy piquense, vivo en Mèxico. Seguirè leyèndote y disfrutàndote a la distancia.

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  3. Ana: Me encantaron tus comentarios y espero saber más de vos.¿Nos conocemos?

    Olga Liliana

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Bienvenida. Te deseo mucha suerte.