SEGUIREMOS ADELANTE
Siempre amé los atardeceres. Por eso se los recomiendo a mis amigos. Quiero decir, les hago ver la maravilla diaria que Dios pone ante nuestros ojos. Sobre todo en La Pampa, cuando la vida se aquieta para postrarse frente al deshojamiento del sol que, pétalo a pétalo, va vertiendo su luz engalanada de rojos entrañables, o vivaces violetas o desconcertantes amarillos, hasta lucir un estrellado traje que, aunque negro, no es negro.
Cada vez que me permito disfrutar de esos crepúsculos, porque en mi alma atribulada triunfa la cordura y puedo detener esta vorágine para alzar la mirada e internarme en el milagro cotidiano de una puesta de sol, me siento transida de paz, en una religiosa comunión con las cosas más puras de la vida.
En esa ceremonia me encontraba, cuando ocurrió por primera vez. Al principio, eran murmullos inaudibles que, sumida en tal embelesamiento, confundí con la singular música que la naturaleza ejecuta en esa hora.
Pero lentamente fui percibiendo esa voz, intangible, vibrante, que además, me nombraba. Supuse que alguien estaba jugándome una broma, pero la voz insistía y alrededor no había nadie.
Creyendo que estaba volviéndome loca, traté de huir en busca de otra gente para que con su presencia borraran ese brote demencial.
Cuando encontré a mis amigos los sonidos se acallaron y no pude explicar mi excitación ni el visible temblor.
Unos días después estaba entredormida cuando volvió a suceder. Me aferré a la idea de que estaba soñando, así que prendí la luz y fui en busca de un vaso de agua. Pero esta vez no hubo silencio. Y comprendí, entre el placer y el horror, que esa voz provenía de otra dimensión.
Era la voz de un hombre joven, firme y resuelta, con acento centroamericano. Dejaba traslucir un espíritu indómito y, cada vez que hablaba, desplegaba en el aire de mi oído las proclamas más ardientes sobre un mundo mejor. Pero a veces lo ganaba la desesperación y su vehemencia se transformaba en frustración. Entonces callaba. Y yo, que ya había aprendido a convivir con su sonido, con ese hálito de fervor que me transmitía, lo instaba a continuar porque sus palabras se habían vuelto imprescindibles. Entonces, él parecía recuperar esa energía batalladora y me pedía que retomara su obra inconclusa. Yo no sabía muy bien de qué me hablaba pero lo cierto es que me había transformado y sin darme cuenta comencé a repetir su discurso entre mis amigos, que me miraban sorprendidos y complacientes. Alguno me dijo que últimamente irradiaba luz.
Es que estaba enamorada. Amaba perdidamente a ese fantasma viril y seductor que se había apropiado de mi conciencia, que me inflamaba el corazón de ardientes deseos y de grandes propósitos. Ya no estaba sola, su presencia, inmanente y soberana, abarcaba mi mundo pequeño e irrelevante de ciudadana de un paisito subdesarrollado.
Al principio mis amigos sonreían con picardía o lanzaban frases intencionadas tratando de sonsacarme la clave de mi cambio, hasta que un día el más audaz me preguntó por mi amante. Contesté ambigüamente, generando más expectativas. Pero al cabo de un tiempo, las sonrisas desaparecieron y me indicaron que con esa onda setentista estaba involucionando. Que volviera a la realidad, que el Che había muerto hacía treinta años.
Caí en un sopor extraño y presa de una fiebre voraz, tuvieron que internarme en terapia intensiva. Los médicos no acertaban con el diagnóstico y mientras tanto yo me iba apagando lentamente.
Entonces, por única y por última vez, vino a visitarme. Apareció a los pies de la cama, con su traje de fajina, su boina negra y la melena al viento. No pudimos tocarnos, pero su voz, por amada y cercana, me acarició la frente y depositó sobre la almohada el beso más profundo que jamás me dieran.
- La lucha continúa, compañera. Hoy más que nunca. Y en vos confío. En vos y en todos los que siguen creyendo en ese hombre nuevo. No claudiquen.
La luz enceguecedora de su estrella me envolvió de tal modo que ya no pude divisarlo, pero definitivamente, él se quedó conmigo.
Cuando los médicos entraron, tampoco comprendieron mi restablecimiento. Tenía urgencia de irme porque no podía fallarle. Cambió mucho mi vida porque ahora tengo una misión por delante, pero sigo admirando los atardeceres. Diría que más que antes, ya que al asomar el lucero, su luz me penetra y oigo otra vez la bienamada voz instándome a seguir adelante, hasta la victoria, siempre.
Siempre amé los atardeceres. Por eso se los recomiendo a mis amigos. Quiero decir, les hago ver la maravilla diaria que Dios pone ante nuestros ojos. Sobre todo en La Pampa, cuando la vida se aquieta para postrarse frente al deshojamiento del sol que, pétalo a pétalo, va vertiendo su luz engalanada de rojos entrañables, o vivaces violetas o desconcertantes amarillos, hasta lucir un estrellado traje que, aunque negro, no es negro.
Cada vez que me permito disfrutar de esos crepúsculos, porque en mi alma atribulada triunfa la cordura y puedo detener esta vorágine para alzar la mirada e internarme en el milagro cotidiano de una puesta de sol, me siento transida de paz, en una religiosa comunión con las cosas más puras de la vida.
En esa ceremonia me encontraba, cuando ocurrió por primera vez. Al principio, eran murmullos inaudibles que, sumida en tal embelesamiento, confundí con la singular música que la naturaleza ejecuta en esa hora.
Pero lentamente fui percibiendo esa voz, intangible, vibrante, que además, me nombraba. Supuse que alguien estaba jugándome una broma, pero la voz insistía y alrededor no había nadie.
Creyendo que estaba volviéndome loca, traté de huir en busca de otra gente para que con su presencia borraran ese brote demencial.
Cuando encontré a mis amigos los sonidos se acallaron y no pude explicar mi excitación ni el visible temblor.
Unos días después estaba entredormida cuando volvió a suceder. Me aferré a la idea de que estaba soñando, así que prendí la luz y fui en busca de un vaso de agua. Pero esta vez no hubo silencio. Y comprendí, entre el placer y el horror, que esa voz provenía de otra dimensión.
Era la voz de un hombre joven, firme y resuelta, con acento centroamericano. Dejaba traslucir un espíritu indómito y, cada vez que hablaba, desplegaba en el aire de mi oído las proclamas más ardientes sobre un mundo mejor. Pero a veces lo ganaba la desesperación y su vehemencia se transformaba en frustración. Entonces callaba. Y yo, que ya había aprendido a convivir con su sonido, con ese hálito de fervor que me transmitía, lo instaba a continuar porque sus palabras se habían vuelto imprescindibles. Entonces, él parecía recuperar esa energía batalladora y me pedía que retomara su obra inconclusa. Yo no sabía muy bien de qué me hablaba pero lo cierto es que me había transformado y sin darme cuenta comencé a repetir su discurso entre mis amigos, que me miraban sorprendidos y complacientes. Alguno me dijo que últimamente irradiaba luz.
Es que estaba enamorada. Amaba perdidamente a ese fantasma viril y seductor que se había apropiado de mi conciencia, que me inflamaba el corazón de ardientes deseos y de grandes propósitos. Ya no estaba sola, su presencia, inmanente y soberana, abarcaba mi mundo pequeño e irrelevante de ciudadana de un paisito subdesarrollado.
Al principio mis amigos sonreían con picardía o lanzaban frases intencionadas tratando de sonsacarme la clave de mi cambio, hasta que un día el más audaz me preguntó por mi amante. Contesté ambigüamente, generando más expectativas. Pero al cabo de un tiempo, las sonrisas desaparecieron y me indicaron que con esa onda setentista estaba involucionando. Que volviera a la realidad, que el Che había muerto hacía treinta años.
Caí en un sopor extraño y presa de una fiebre voraz, tuvieron que internarme en terapia intensiva. Los médicos no acertaban con el diagnóstico y mientras tanto yo me iba apagando lentamente.
Entonces, por única y por última vez, vino a visitarme. Apareció a los pies de la cama, con su traje de fajina, su boina negra y la melena al viento. No pudimos tocarnos, pero su voz, por amada y cercana, me acarició la frente y depositó sobre la almohada el beso más profundo que jamás me dieran.
- La lucha continúa, compañera. Hoy más que nunca. Y en vos confío. En vos y en todos los que siguen creyendo en ese hombre nuevo. No claudiquen.
La luz enceguecedora de su estrella me envolvió de tal modo que ya no pude divisarlo, pero definitivamente, él se quedó conmigo.
Cuando los médicos entraron, tampoco comprendieron mi restablecimiento. Tenía urgencia de irme porque no podía fallarle. Cambió mucho mi vida porque ahora tengo una misión por delante, pero sigo admirando los atardeceres. Diría que más que antes, ya que al asomar el lucero, su luz me penetra y oigo otra vez la bienamada voz instándome a seguir adelante, hasta la victoria, siempre.
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