EN EL TÚNEL
El viaje se tornaba insoportable. El traqueteo del tren, lejos de ser acompasado, era francamente desestabilizador. Hacía calor y de tanto en tanto algún mosquito rezagado zumbaba cerca de mi oído como para atrapar la atención. Yo no podía dormir. Me sentía incómoda en esas butacas desvencijadas de los otrora espléndidos ferrocarriles argentinos. Pero no me había quedado otra opción, ya que mis arcas estaban al rojo vivo y debía llegar a mi ciudad al día siguiente. ¡Al día siguiente! Parecía una utopía pensarlo mientras el carromato se deslizaba reptando la llanura más como un animal herido y fatigado que como una grácil gacela devorando distancias.
Yo trataba de imaginar el paisaje pero la oscuridad circundante no contribuía con ese propósito. Ni siquiera era una noche de luna, que bien podría haberme incitado a soñar. De modo que debía resignarme, controlar mi respiración y tratar de superar el largo trecho que aún restaba.
A mi alrededor todos dormían, algunos placenteramente y otros emitiendo diversos sonidos altisonantes y desafinados. El espectáculo no era alentador y tampoco me animaba a encender la macilenta luz de mi asiento para leer, por temor de molestar a alguien.
De pronto, la máquina ingresó en el viejo e interminable túnel que de chica me hacía ilusionar con el tren fantasma. Yo mantenía los ojos inútilmente abiertos porque era imposible divisar nada a cinco centímetros y era tan ensordecedor todo el entorno que no podía distinguir sonidos.
Imprevistamente, una mano presionó mi boca ahogándome. Y la otra, desprendió uno por uno los botones de mi blusa de gasa. Inmovilizada, asistí a la sorpresa de una boca voraz mordiendo mis pezones y erectándolos. Un perfume de rosa penetrante se aventuró en mi escote y fui sintiendo lentamente la caricia de los pétalos subiendo y bajando, tocando mis párpados, rozando mi cuello y enredándose entre las magnolias entreabiertas de mis pechos.
Cuando un profundo estremecimiento le indicó al intruso que yo no gritaría porque ya éramos cómplices, dejó mi boca en libertad por un segundo para luego invadirla con su lengua y derramar adentro todo un vaso de miel rubia y caliente.
Sus manos, presurosas, levantaron mi falda y de pronto, como una mariposa que se despereza, sentí aletear sus labios sobre mi clítoris anhelante.
Entonces, mis dedos, que habían permanecido agazapados, arañando el ruinoso tapizado, se precipitaron sobre una tupida cabellera que supuse morena, presionándola con vehemencia.
Agradecí en ese momento el traqueteo, la oscuridad y los ruidos multiformes, porque me permitían mimetizarme y gozar sin pudor de ese regalo inesperado.
Con deliciosa perversión, el visitante se movía lentamente, para provocar un alud más avasallador. Sus dedos dibujaban arabescos sobre los montículos turgentes y su lengua viajaba pesarosa desde el encaje azul hasta la cima, deteniéndose por momentos en el llano, hurgando la hondonada y mojando el camino de uno a otro extremo.
Hasta que ya no pude más y lancé un grito que laceró la noche.
El tren salía del túnel y hubo uno que otro movimiento perceptible en las cercanías. Sofocada y culposa, me acomodé la ropa y el pelo; mi corazón era un caballo indómito haciéndome cabriolas en el pecho. Sentí que todo el mundo me miraba, pero al examinar a mis compañeros de viaje comprobé que la mujer de al lado seguía indecorosamente desparramada en su asiento y el hombre de enfrente no había cambiado de posición.
Poco a poco fui calmándome y recuperando el ritmo respiratorio, pero la sensación de éxtasis no me abandonaba y ni siquiera se me ocurría preguntar qué había ocurrido. Como a un río, dejaba que el placer siguiera fluyendo desde mis venas a mi piel y viceversa.
De más está decir que en el resto del viaje ya no me molestaron los mosquitos, ni el calor, ni la oscuridad. Una absoluta sensación de bienestar se había apoderado de mis sentidos y hasta de mi alma, a tal punto que logré dormirme.
Me desperté en una parada anterior a la mía, cuando el tren se detuvo y algunos pasajeros se bajaron.
El anónimo señor que viajaba en el asiento de adelante se desperezó, tomó su bolso y se levantó para irse.
Antes de desaparecer, abrió su saco y sacó un magullado y fragante pimpollo de rosa que depositó en mis rodillas mirándome fijamente:
- Que siga disfrutando del viaje, señorita. No hay como viajar en tren.
El viaje se tornaba insoportable. El traqueteo del tren, lejos de ser acompasado, era francamente desestabilizador. Hacía calor y de tanto en tanto algún mosquito rezagado zumbaba cerca de mi oído como para atrapar la atención. Yo no podía dormir. Me sentía incómoda en esas butacas desvencijadas de los otrora espléndidos ferrocarriles argentinos. Pero no me había quedado otra opción, ya que mis arcas estaban al rojo vivo y debía llegar a mi ciudad al día siguiente. ¡Al día siguiente! Parecía una utopía pensarlo mientras el carromato se deslizaba reptando la llanura más como un animal herido y fatigado que como una grácil gacela devorando distancias.
Yo trataba de imaginar el paisaje pero la oscuridad circundante no contribuía con ese propósito. Ni siquiera era una noche de luna, que bien podría haberme incitado a soñar. De modo que debía resignarme, controlar mi respiración y tratar de superar el largo trecho que aún restaba.
A mi alrededor todos dormían, algunos placenteramente y otros emitiendo diversos sonidos altisonantes y desafinados. El espectáculo no era alentador y tampoco me animaba a encender la macilenta luz de mi asiento para leer, por temor de molestar a alguien.
De pronto, la máquina ingresó en el viejo e interminable túnel que de chica me hacía ilusionar con el tren fantasma. Yo mantenía los ojos inútilmente abiertos porque era imposible divisar nada a cinco centímetros y era tan ensordecedor todo el entorno que no podía distinguir sonidos.
Imprevistamente, una mano presionó mi boca ahogándome. Y la otra, desprendió uno por uno los botones de mi blusa de gasa. Inmovilizada, asistí a la sorpresa de una boca voraz mordiendo mis pezones y erectándolos. Un perfume de rosa penetrante se aventuró en mi escote y fui sintiendo lentamente la caricia de los pétalos subiendo y bajando, tocando mis párpados, rozando mi cuello y enredándose entre las magnolias entreabiertas de mis pechos.
Cuando un profundo estremecimiento le indicó al intruso que yo no gritaría porque ya éramos cómplices, dejó mi boca en libertad por un segundo para luego invadirla con su lengua y derramar adentro todo un vaso de miel rubia y caliente.
Sus manos, presurosas, levantaron mi falda y de pronto, como una mariposa que se despereza, sentí aletear sus labios sobre mi clítoris anhelante.
Entonces, mis dedos, que habían permanecido agazapados, arañando el ruinoso tapizado, se precipitaron sobre una tupida cabellera que supuse morena, presionándola con vehemencia.
Agradecí en ese momento el traqueteo, la oscuridad y los ruidos multiformes, porque me permitían mimetizarme y gozar sin pudor de ese regalo inesperado.
Con deliciosa perversión, el visitante se movía lentamente, para provocar un alud más avasallador. Sus dedos dibujaban arabescos sobre los montículos turgentes y su lengua viajaba pesarosa desde el encaje azul hasta la cima, deteniéndose por momentos en el llano, hurgando la hondonada y mojando el camino de uno a otro extremo.
Hasta que ya no pude más y lancé un grito que laceró la noche.
El tren salía del túnel y hubo uno que otro movimiento perceptible en las cercanías. Sofocada y culposa, me acomodé la ropa y el pelo; mi corazón era un caballo indómito haciéndome cabriolas en el pecho. Sentí que todo el mundo me miraba, pero al examinar a mis compañeros de viaje comprobé que la mujer de al lado seguía indecorosamente desparramada en su asiento y el hombre de enfrente no había cambiado de posición.
Poco a poco fui calmándome y recuperando el ritmo respiratorio, pero la sensación de éxtasis no me abandonaba y ni siquiera se me ocurría preguntar qué había ocurrido. Como a un río, dejaba que el placer siguiera fluyendo desde mis venas a mi piel y viceversa.
De más está decir que en el resto del viaje ya no me molestaron los mosquitos, ni el calor, ni la oscuridad. Una absoluta sensación de bienestar se había apoderado de mis sentidos y hasta de mi alma, a tal punto que logré dormirme.
Me desperté en una parada anterior a la mía, cuando el tren se detuvo y algunos pasajeros se bajaron.
El anónimo señor que viajaba en el asiento de adelante se desperezó, tomó su bolso y se levantó para irse.
Antes de desaparecer, abrió su saco y sacó un magullado y fragante pimpollo de rosa que depositó en mis rodillas mirándome fijamente:
- Que siga disfrutando del viaje, señorita. No hay como viajar en tren.
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