NADIE LO VIO
Él se las arregló siempre para salir bien parado. Claro, el hombre probo y justo, temeroso de Dios, reconocido en toda la zona por su fe y su bonhomía; el que velaba por la salvación eterna de sus hijos arrodillándose todos los domingos frente al altar como un penitente. Bien que se las ingenió para desvalorizarme públicamente, así era su palabra contra la mía. ¿Y quién iba a creerle a una mujer débil, pecadora para más datos, que instigó al bueno de su marido para que maldijera a Dios? ¿Quién, en esta sociedad hipócrita? Nadie se dio cuenta de la farsa, nadie intuyó que se trataba de una fachada, que el encantador señor Javier Carnavalys, en realidad, cometía a diario el peor de los pecados capitales: la soberbia. Y se ocupaba miserablemente de invisibilizar a su mujer, a la que usó como quien alquila un vientre para tener diez hijos que le dieran prestigio.
Solamente me hice popular cuando, loca de dolor, grité desde mis ovarios aquella frase célebre: “Maldice a Dios y muérete”. Entonces todos salieron a apedrearme, como a María Magdalena, pero ningún Jesús les preguntó quién estaba libre de culpa. Nadie pensó en mi desgarro, nadie pensó que yo era la madre de esos hijos masacrados. Eligieron el poder, la patología, la doble moral. Y me encerraron.
Ahora te pregunto a vos: ¿Tampoco te diste cuenta, Dios mío?
Él se las arregló siempre para salir bien parado. Claro, el hombre probo y justo, temeroso de Dios, reconocido en toda la zona por su fe y su bonhomía; el que velaba por la salvación eterna de sus hijos arrodillándose todos los domingos frente al altar como un penitente. Bien que se las ingenió para desvalorizarme públicamente, así era su palabra contra la mía. ¿Y quién iba a creerle a una mujer débil, pecadora para más datos, que instigó al bueno de su marido para que maldijera a Dios? ¿Quién, en esta sociedad hipócrita? Nadie se dio cuenta de la farsa, nadie intuyó que se trataba de una fachada, que el encantador señor Javier Carnavalys, en realidad, cometía a diario el peor de los pecados capitales: la soberbia. Y se ocupaba miserablemente de invisibilizar a su mujer, a la que usó como quien alquila un vientre para tener diez hijos que le dieran prestigio.
Solamente me hice popular cuando, loca de dolor, grité desde mis ovarios aquella frase célebre: “Maldice a Dios y muérete”. Entonces todos salieron a apedrearme, como a María Magdalena, pero ningún Jesús les preguntó quién estaba libre de culpa. Nadie pensó en mi desgarro, nadie pensó que yo era la madre de esos hijos masacrados. Eligieron el poder, la patología, la doble moral. Y me encerraron.
Ahora te pregunto a vos: ¿Tampoco te diste cuenta, Dios mío?
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