martes, 13 de marzo de 2012

¡QUÉ PENA!



En la oficina del Registro Automotor de la ciudad de Santa Rosa, la mañana del viernes transcurría normalmente.
En su escritorio impecable, estaba concentradísima Brígida Ordóñez: solterona, cuarentona y obsesiva con su trabajo.
De pronto, escuchó que alguien la llamaba.
Levantó la vista, interrogando a sus compañeros, pero nadie acusó recibo. Por lo tanto, continuó con su tarea, cuando nuevamente escuchó que la nombraban.
Visiblemente molesta, depositó sus anteojos sobre el escritorio, se paró con los brazos en jarra, miró detenidamente a cada uno y los increpó:
- ¡Chicos! ¿Ustedes me están tomando para el churrete?
Alguna risita sofocada resonó en el salón, alguien se encogió de hombros y el rebelde del grupo dijo:
- Epa, Brigi. ¿Qué onda?
Insatisfecha con la respuesta obtenida retomó su trabajo, acomodándose los lentes y el rodete.
Pero otra vez aquella voz la desconcentró. Entonces descubrió, al lado del teclado, una pena diminuta como una aspirineta, rosada e inocente, que le insistía:
- Tomame, Brigi, tomame. Dale, porfa…
Desconcertada ante la abrupta interrupción en su rutina, no supo qué hacer. Y decidió acudir a su amiga Todóloga, la Pocha Ramos. Le contó con lujo de detalles lo que estaba viviendo y Pocha, con suficiencia, le ordenó:
- Ni se te ocurra aceptar esa propuesta indecente. Y hacé desaparecer esa pena de inmediato.
Obediente, Brígida tomó cuidadosamente a la penita y la introdujo en un vaso con agua. Lo tapó con su mano izquierda y se dirigió al baño con premura.
El rebelde susurró:
- ¡Uh! Otra vez la colitis…
Brígida entró en los sanitarios con unción sagrada y arrojó velozmente el contenido en el inodoro. Para rematarla, apretó dos o tres veces el botón.
Después suspiró aliviada. Había ganado la batalla.
Porque a las penas hay que ahogarlas de chiquitas.
©Olga Liliana Reinoso


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