Lucía estaba chequeando sus
correos electrónicos con la intención de desechar de cuajo todos aquellos que a
primera vista le resultaban poco interesantes. Leer el emisor y el asunto eran
pistas suficientes para su trabajo de limpieza. Cuando de pronto sus ojos
visualizaron un remitente que la retrotrajo a su juventud.
Subió con la tecla otra vez para
comprobar que no se trataba de una alucinación, pero ahí estaba ese nombre que
había olvidado hacía treinta años y el asunto era muy sugerente: “Por si
acaso”.
Del mismo modo que el principito
se alegraba con anticipación porque sabía que iba a encontrarse con su rosa, en
los breves instantes que tardó en clickear y ver el contenido del mensaje, el
corazón de Lucía latió con premura y esperanza.
Sí, era él, que después de tanto
tiempo la buscaba. Aquel hermoso amor ya olvidado que entre la tierra reseca
del pasado mostraba un tímido brote indicando que aún estaba vivo.
Fueron tantos los recuerdos y las
sensaciones que afloraron, porque no habían muerto, simplemente estaban
dormitando entre los pliegues del travieso inconsciente.
Le respondió entre asombrada y
afectuosa y desde entonces se sucedieron correos y llamadas telefónicas cada
vez más necesarias.
Él vende una imagen de ermitaño
alejado de todo compromiso con mujeres, pero ella intuye que tras su sarcasmo se esconde el
llanto de la soledad.
Ella también está sola y había
llegado a creer que tampoco quería saber nada con el amor, porque su
experiencia en esa materia era desastrosa.
Pero la aparición de Andrés
movilizó sus entrañas. Sin embargo, no quiere arriesgarse. Tiene terror de
perder otra ilusión.
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