Cecilia Grierson descansa.
Por la ventana del cuarto se van
desdibujando las líneas diurnas del paisaje de Los Cocos. Abril es un ramillete
otoñal de flores gualdas.
Cecilia intenta dormir.
Su cabeza de copos de nieve
reposa sobre el almohadón de plumas. En la duermevela febril de la agonía, su
mente se sube al tiovivo incesante de la memoria y a lomo de un caballo de
recuerdos galopa entre el pasado y el presente. Por momentos se sobresalta y
abre los ojos, azorada. Le hace una seña al ama y ella, solícita, le moja los
labios. Pero Cecilia indica, con su mano higuerosa, el libro que yace sobre la
mesita de noche. Lee por enésima vez la dedicatoria de su tío abuelo, John
Parish Robertson.
“Dear Cecil:
Envuelta en la
mágica dicción del escritor, encontrarás aquí todo lo que la imaginación
conciba de descollante, lo que la razón requiera de profundidad y justeza, lo
que el humor pueda exigir de cortesía, vigor y sencillez.
Atraviesa tú
misma este lugar de las pampas de cuyo nombre sí quiero acordarme y luego de
beberte todos los buenos aires, enfrenta a los gigantes intolerantes de la
Facultad de Medicina. Aunque no puedas verme, yo seguiré siendo tu fiel
escudero.
I love you, Grandfather John
Sonríe levemente y vuelve a
cerrar los ojos. Se ve a sí misma ungida caballero frente a las ominosas
autoridades de la Universidad de Buenos Aires cuando, después de la muerte de
su entrañable amiga Amelia Köenig, decidió matricularse en la Facultad de
Medicina y tuvo que hacer su propia defensa para obtener un permiso especial
por el simple hecho de ser mujer. Pese a los comentarios malévolos y las burlas
de sus compañeros, siguió adelante con excelentes resultados. Pero recién en
1886, durante la epidemia de cólera, cosechó los primeros reconocimientos
sinceros al atender a los enfermos de la Casa de Aislamiento.
De pronto, la rodean. Alicia
Moureau, Elvira Dellepiane Rawson y Julieta Lantieri se sientan a los bordes de
la cama y hablan con fervor genuino acerca del Partido Socialista, de la
completa igualdad jurídica de las mujeres, del divorcio, del mejoramiento de la
maternidad.
Cecilia presiona su ajado vientre
huérfano y revive el momento en que estuvo habitado por un niño que nunca
creció.
Entonces, alguien entra. A pesar
de los años transcurridos reconoce de inmediato su sonrisa tímida y su rostro aniñado.
Es Emilio, Emilio Coni, el único compañero que la respeta y admira. Ha venido a
buscarla. No lo duda un instante y de inmediato trasponen el umbral tomados de
la mano.
El ama dormita en la mecedora,
ajena a la celebración que estalla en el corazón de Cecilia. Ella es otra vez
la joven médica llena de ilusiones que corretea por la campiña escocesa de sus
ancestros.
©Olga Liliana Reinoso
(Nunca sabrá que, con los años, una calle
de Puerto Madero recordará sus caminatas en los días de crisis, cuando buscaba
la soledad dolorosa y ordenadora con el mismo deseo y rechazo que a un hombre
impresentable.
Nunca sabrá, o tal vez sí, que todas las
enfermeras argentinas festejarán su cumpleaños).
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