Lisboa antigua
Los
balcones mecían la ropa colgada.
Cándidos pañales, sábanas lujuriosas,
manteles golosos, redimidos corpiños, calzones gigantescos, pantalones que
guardaban secretos, vestidos acariciantes, calzoncillos lastimeros, trusas
insoportables, laboriosas camisas y medias de siete leguas.
El viento del mar los hamacaba, los
enredaba, concertaba citas, consagraba matrimonios. Un enjambre de sedas y
percales disfrutaban la orgía de ese día de sol, arcoirisando la mañana con su
holgorio de colores chillones o desteñidos, de penas a medio lavar, de aguas
mutiladas.
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Agua
que no has de beber –gritaban las mujeres de la vereda impar.
-
Déjala
correr –respondían a coro las de la vereda par, montando una doméstica opereta
de jabón en barra, pastillas de azul y gotas de cloro.
Ni el Mercado Común, ni los euros, ni
el Banco de París, ni la globalización podrán acallar nunca la sensual melodía
de la ropa lavada: sutil filigrana que se escapa de la imaginación feudal del
medioevo.
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