María
me llegó al atardecer cuando ya no pude verla. Sin embargo, la sé mejor que
nadie.
Conozco
su sonrisa crepuscular, su perfume a canela, el rumor cansado de sus ojos
memorizando mis diversas pieles, su falda presurosa y ese aleteo palpitándole
por dentro.
Yo he
desenmascarado sus pudores y compartí su aullido de hembra en celo moldeándose
como fértil arcilla entre mis brazos.
Pero
todo ese soplo de vida que tenía no alcanzó y tuve que desmentirla. Entonces
preferí correr hacia la noche para perderme en la irrealidad cierta de las
sombras.
Yo sé
que el subjetivo mundo del nosotros fue como un juego absurdo de desencuentros
y utopías, y tengo que matarla porque los imposibles no pueden sobrevivir,
además, nadie sobrelleva por mucho tiempo la carga sobrehumana de la
perfección.
Y
María era perfecta. Translúcida como el rocío amanecido de la primavera, etérea
como un sueño reposando en mi almohada. Y me pertenecía sin misterios. Juntos
anidábamos dentro del globo azul donde nos guarecimos de la lluvia y sin querer
fuimos la lluvia trasnochada. Creábamos la luz cada mañana, inventábamos soles,
gestábamos las flores una por una como artesanos omnipotentes, como niños
naciendo del asombro.
Ella
estaba instalada en el epicentro del mediodía y yo, en cambio, vagaba ebrio de
noches. Sin embargo, sus manos de palomas se internaron en la jungla de mis
dedos fríos para enhebrar el puente que fusionó sus rojos y mis grises.
Los
otros, esos oscuros personajes que habitaban la envidia, me alertaron. Pero fui
aniquilándolos a fuego lento hasta que emprendieron la ausencia. Mis amigos -lo
digo con vergüenza- iniciaron un éxodo sin adiós ni retorno.
-María
es un argumento falso, una película inconsistente -me gritaban.
Y yo
levanté muros, excavé fosas para resguardarme de sus voces. Y lentamente fui
opacando los espejos para salvarme de su quieta verdad que me tomaba por asalto
como un desconocido que nos enfrenta en cualquier callejón sin salida.
Mientras
tanto, María seguía enraizándose en mi sangre, crecía de nieve y era como una
diosa mitológica en el altar de mis alucinaciones, porque yo no quería
comprender, me negaba a ver la realidad, aún cuando ella misma, desde la frágil
torre de su llanto, luchaba por desmitificarse.
Yo me
reía y la columpiaba sobre la hamaca de mis fantasías diseñándola con los
colores de una canción hasta que se ovillaba en mi pecho y yo la rescataba del
silencio.
Así de
absurdamente simple, como en las historias vulgares. Y descendí a la tierra
para perseguirla. No había rastros de ella, se había volatilizado.
María
era sólo una invención, era el resultado de mi locura irreversible. Por eso
tengo que matarla para que sea libre y esta muñeca de cartón y sedas que intuyo
tras la nebulosa de mi tiempo agonizante, es una realidad que niego.
Mi
María, la verdadera, se muere con mi muerte.
Pero
también se va conmigo.
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