- Ya van a ver cuando salga volando.
Así decía Lorena cada vez que las enfermeras le daban la medicación
en la boca y cerraban su habitación con cuatro llaves.
Esa mujer era tan peligrosa... Tal vez su boca roja o sus senos
salpicados de azahares o el brillo alucinante de sus ojos morenos presagiaban
tormentas que los seres comunes temían enfrentar. Ella era como un pichón con
las alas heridas, soñaba con el cielo, con el aire irredento de los atardeceres
y con la grupa apasionada de un horizonte sin domar.
Nunca aprendió a mentir ni a disfrazarse,
por eso odiaba el carnaval y los desfiles. Creía firmemente que al amor hay que
soltarlo para que se expanda y roce con su túnica todas las pieles, ásperas,
transparentes, aceitunadas, malheridas, todas. Que aquel que niega un beso
comete un pecado capital que deberá pagar con mil besos. Ella creía en la
poesía y en la entrega. Por eso representaba un verdadero peligro para las
almas menudas que habían renunciado a la trascendencia. Molestaba, como un
abejorro molesta en las siestas bajo el parral. De modo que todos estuvieron de
acuerdo en que había que encerrarla. Así la iban a calmar: la soledad, el
encierro, la indiferencia y el olvido eran armas letales para cualquier mortal.
Pero Lorena no era una cualquiera. Y pobló su soledad con duendes de todas las
historias que había escuchado en su vida y convidó a una fiesta de alas a
millones de pajaritos que habitaban en su inconsciente y abrió de par en par su
corazón para entablar una amistad disparatada con todas las mujeres del
pabellón y levantó murallas de recuerdos para honrar la Memoria. Pronto se
dieron cuenta de que era un caso difícil, complicado. Y la idea fue tomando
forma tácitamente entre los miembros del personal. Después de todo vamos a
ayudarla a cumplir su sueño, se disculpaban.
Entonces, en un atardecer violeta habitado por susurros y perfumes,
abrieron la ventana del cuarto de Lorena y la ayudaron a subir.
-
Volá, Lorenita, volá.
Lorena sonrió, desplegó sus alas
y con un profundo suspiro se lanzó hacia el cielo que, orondo, la
recibió en sus brazos.
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