Hay secretos que corroen
el alma. Son monstruos que se agigantan con el tiempo, que trepan como
enredaderas por la medianera entre el alma y el cuerpo hasta alojarse en la
garganta. Y allí se desparraman, empetrolan, piquetean la libertad de ser
feliz.
Pero hay otros secretos
que son abeja destilada, dulce manta de viaje hacia las galas del placer,
pasaporte de lujo al paraíso.
Y si, además, hay
cómplices punibles que sellaron su boca, cada vez que se cruzan las miradas,
que se desliza una mano negligente, que se espolvorea un beso distraído y se
obsequia una palabra pimpollosa, el secreto renace, nos habita, nos toquetea
por dentro, nos urgencia.
El cómplice se va y uno
se va de polizón en su cabeza. Los dos saben que hay una ceremonia “dejá vú”,
que otra vez el incendio es implacable.
Este secreto es una obra
de teatro multipremiada que convoca otra vez los aplausos y destella sonrisas
en los días siguientes para que los de afuera conjeturen: “qué boluda”.
¡Ay! Si supieran.
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