TARÁNTULA
“Qué hermosa es. Y tan triste. Me gustaría trabajarla con mis manos porque huele a madera virgen que desea ser tallada. Su pelo renegrido es un carbón encendido.”
Así reflexionaba Darío, un joven artesano, luego de que la fortuna quisiera que, por una pequeña abertura, descubriera a Anabella a punto de darse un baño de inmersión.
En O’Lar se reunían todas las mañanas un grupo de amigos a los que les encantaba gastarse bromas pesadas. Esa mañana estaban especialmente jocosos escuchando el relato del hermano de Anabella.
Aquel día, en el baño, la joven había escuchado un sonido raro en la habituación contigua y había girado instintivamente su cuerpo para prestar más atención. El toallón se había caído suavemente al piso dejándola en plena desnudez frente a la mirada azorada de Darío que había creído ser descubierto y trató de huir torpemente chocando en el pasillo con Norberto, el hermano de la mujer que tanto lo había deslumbrado.
Lo que Darío ignoraba era cierta característica de Anabella. Los más cercanos la llamaban, a sus espaldas, la tarántula. Ella sabía tejer sutiles telarañas para atrapar a sus presas e inyectarles el veneno letal. Es cierto que cautivaba, hechizaba a los hombres, los convertía en sus esclavos para que la endiosaran y no pudieran prescindir de sus encantos.
Sin embargo, no era generosa. Era áspera como un cactus, fría como un témpano. Su placer radicaba en la posesión, en el poder que le brindaba la certeza de que con un chasquido podía tenerlos a sus pies. Y tenía plena conciencia de que el hombre que caía en sus redes quedaba aniquilado. Siempre estaría preso de su deseo y jamás podría soltar amarras.
Darío no fue inmune. El recuerdo de aquel cuerpo, aquella mirada nocturna, eran dardos que laceraban su piel y su conciencia.
Obsesionado, la buscaba por toda la ciudad, sabiendo que era el hazmerreir de la barra de O’Lar.
Pero no le importaba. Todo lo justificaba detrás de este espejismo tortuoso.
Y Anabella le ofreció la manzana. Darío era casi un niño, casi virgen, inexperto. Tanta exuberancia, tanta osadía, tanto coraje, lo capturaron definitivamente.
Se fueron a vivir juntos. Era la primera vez que Anabella hacía semejante concesión, por eso él se sintió triunfador.
No sabía que solamente representaba un trozo de carne triturado lentamente por la moledora.
Con el tiempo, comenzó a consumir cocaína, se prostituyó para satisfacer los gustos de la mujer arácnida, cayó en la depresión más abismal, intentó suicidarse.
Mientras tanto, Anabella, estaba cada vez más opulenta, más radiante.
Una noche Darío despertó de repente y pudo el verdadero rostro de su torturadora. La idea comenzó a bullir en su cabeza. Primero con miedo, después con desesperación.
Al final, resolvió ejecutarla. Ató las muñecas de Anabella al respaldo de la cama, como uno más de los juegos sádicos que les eran tan habituales. La amordazó para no oír sus gritos, vació el bidón de kerosene y lanzó el fósforo como una jabalina.
Se quedó observando como ardía.
Después, se dirigió a la comisaría y se entregó.
Nunca se había sentido tan libre.
©Olga Liliana Reinoso
“Qué hermosa es. Y tan triste. Me gustaría trabajarla con mis manos porque huele a madera virgen que desea ser tallada. Su pelo renegrido es un carbón encendido.”
Así reflexionaba Darío, un joven artesano, luego de que la fortuna quisiera que, por una pequeña abertura, descubriera a Anabella a punto de darse un baño de inmersión.
En O’Lar se reunían todas las mañanas un grupo de amigos a los que les encantaba gastarse bromas pesadas. Esa mañana estaban especialmente jocosos escuchando el relato del hermano de Anabella.
Aquel día, en el baño, la joven había escuchado un sonido raro en la habituación contigua y había girado instintivamente su cuerpo para prestar más atención. El toallón se había caído suavemente al piso dejándola en plena desnudez frente a la mirada azorada de Darío que había creído ser descubierto y trató de huir torpemente chocando en el pasillo con Norberto, el hermano de la mujer que tanto lo había deslumbrado.
Lo que Darío ignoraba era cierta característica de Anabella. Los más cercanos la llamaban, a sus espaldas, la tarántula. Ella sabía tejer sutiles telarañas para atrapar a sus presas e inyectarles el veneno letal. Es cierto que cautivaba, hechizaba a los hombres, los convertía en sus esclavos para que la endiosaran y no pudieran prescindir de sus encantos.
Sin embargo, no era generosa. Era áspera como un cactus, fría como un témpano. Su placer radicaba en la posesión, en el poder que le brindaba la certeza de que con un chasquido podía tenerlos a sus pies. Y tenía plena conciencia de que el hombre que caía en sus redes quedaba aniquilado. Siempre estaría preso de su deseo y jamás podría soltar amarras.
Darío no fue inmune. El recuerdo de aquel cuerpo, aquella mirada nocturna, eran dardos que laceraban su piel y su conciencia.
Obsesionado, la buscaba por toda la ciudad, sabiendo que era el hazmerreir de la barra de O’Lar.
Pero no le importaba. Todo lo justificaba detrás de este espejismo tortuoso.
Y Anabella le ofreció la manzana. Darío era casi un niño, casi virgen, inexperto. Tanta exuberancia, tanta osadía, tanto coraje, lo capturaron definitivamente.
Se fueron a vivir juntos. Era la primera vez que Anabella hacía semejante concesión, por eso él se sintió triunfador.
No sabía que solamente representaba un trozo de carne triturado lentamente por la moledora.
Con el tiempo, comenzó a consumir cocaína, se prostituyó para satisfacer los gustos de la mujer arácnida, cayó en la depresión más abismal, intentó suicidarse.
Mientras tanto, Anabella, estaba cada vez más opulenta, más radiante.
Una noche Darío despertó de repente y pudo el verdadero rostro de su torturadora. La idea comenzó a bullir en su cabeza. Primero con miedo, después con desesperación.
Al final, resolvió ejecutarla. Ató las muñecas de Anabella al respaldo de la cama, como uno más de los juegos sádicos que les eran tan habituales. La amordazó para no oír sus gritos, vació el bidón de kerosene y lanzó el fósforo como una jabalina.
Se quedó observando como ardía.
Después, se dirigió a la comisaría y se entregó.
Nunca se había sentido tan libre.
©Olga Liliana Reinoso
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