La familia de José Ángel se había mudado a Rosario porque su papá era bancario y lo habían trasladado. Rosario era una bella ciudad, cosmopolita, y con la belleza natural que significaba estar recostada sobre las riberas del P
araná.
José Ángel era hijo único y se sentía muy solo. Sus compañeros de séptimo lo recibieron bien, pero no era lo mismo. Él era el nuevo y tardaría en integrarse.
Como era otoño, todas las tardes salía a recorrer la ciudad para ir ambientándose y no sentirse “sapo de otro pozo”. Hasta comenzó a practicar el “rosarigasino”, especie de lunfardo que hablaban entre sí los habitantes de la ciudad.
Todos los días iba descubriendo nuevos secretos y lugares impredecibles, hasta que una tarde se topó con el Monumento a la Bandera. El impacto fue considerable. Pero lo que más lo conmovió fue ver flamear esa enorme bandera azul y blanca y el fuego siempre vivo.
Desde ese día, el monumento se convirtió en una cita impostergable. Todas las tardes se llegaba hasta el parque a aspirar los aromas del río y a disfrutar en su cara la misma brisa que ondulaba esa bandera que tanto lo emocionaba.
Al principio casi no se dio cuenta de su presencia, pero al cabo de una semana no pudo menos que notar a ese hombrecito que, como él, visitaba el monumento. Nunca lo había visto llegar y cuando él se marchaba mientras anochecía, el viejecito permanecía inmóvil, como formando parte del paisaje.
Una tarde, sorpresivamente, el anciano de piel traslúcida y voz aflautada, le habló por primera vez:
-Parece que te gusta.
José Ángel lo miró sorprendido y asintió con un gesto.
-¿Sabés qué representa?
-Es el monumento a la bandera.
-Y ¿por qué lo construyeron acá?
-Ni idea.
-Porque en este lugar fue donde el general Manuel Belgrano enarboló e izó por primera vez la Bandera Argentina, el 27 de febrero de 1812, a orillas del río Paraná. ¿Conocés algo de la vida de Belgrano?
-La verdad, re poco. Que hizo la bandera y ganó algunas batallas.
- Y ¿por qué luchaba?
- Bueno, creo que peleaba contra los gallegos.
- El viejito sonrió.
- Contra los españoles en general, no todos eran gallegos. Vos ¿dónde naciste?
- En la Pampa.
- Y ¿te daría lo mismo que te dijeran cordobés, rosarino, formoseño?
-José Ángel pensó un rato.
- No. Y menos porteño, que son re agrandados.
- No todos los porteños fueron siempre agrandados. Algunos dieron la vida por la patria.
- Y ¿qué es la patria?
- La patria sos vos con tus sueños juveniles, esta bandera que te emociona, la historia de tantas luchas por la libertad, este territorio pródigo en bellezas incalculables, el idioma, la música.
- Me gusta lo que dice. ¿Es poeta?
Rió con ganas el hombre.
-No, Para nada, aunque algunas cosas escribí.
-¿por qué no me trae algo para leer?
-Ay, hijo, ya no tengo nada. Vaya a saber qué se habrá hecho de todas mis cosas. Algunas sé dónde fueron a parar, pero con otras… me hicieron promesas que nunca cumplieron.
- Pero ¿usted es un mendigo? ¿Duerme al resguardo del monumento?
- De algún modo, el monumento me resguarda. Y mendigo, seguro que lo soy.
José Ángel se quedó con ganas de seguir hablando pero el hombre entró en un mutismo irrevocable.
Fue el último día en que se vieron. Después, por más que lo buscó no encontró rastros de él, aunque tenía la sensación de que la antorcha ahora ardía en su pecho.
Dejó de pasear y se puso a investigar por internet sobre la vida de Belgrano. Así descubrió la grandeza de ese hombre que siendo abogado se hizo militar a la fuerza por el hecho de defender a la patria, de hacerla libre y grande. Así supo que el dinero con que lo premiaron por sus triunfos en Salta y Tucumán lo donó para construir escuelas que dos siglos después siguen
sin existir. Y que para pagarle al médico que lo cuidó hasta su muerte le entregó su reloj de oro, el único bien que le quedaba.
Se dio cuenta de que los sueños de Belgrano habían sido traicionados y que poco y nada quedaba en los argentinos de ahora, de aquellos principios y el amor por la patria.
Sintió pena, mucha pena. Y se prometió ser un argentino de bien para mejorar el derrotero de la patria, porque aquel monumento representaba la nave que haría surcar a la patria por el mar de la gloria.
El 20 de junio esperó que terminaran los actos y fue a rendir un homenaje solitario a Don Manuel.
Al lado de la antorcha encontró un sobre con su nombre. Leyó con asombro:
“Nunca te dije mi nombre: yo soy Manuel Belgrano. Sí, no te asustes. Vuelvo cada tanto cuando descubro a un argentino que vale la pena. Y sé que ya sembré en vos la semilla del patriotismo. Misión cumplida. Seguimos en contacto”.
José Ángel guardó el papel en su bolsillo, cerró su campera porque el aire que venía del río traía perfume a lluvia.
Con tranco seguro, orgulloso de su argentinidad, José Ángel regresó rápidamente a su casa, para que sus padres no se preocuparan. Apenas entrara les diría que había encontrado su vocación: ser argentino de ley.