martes, 9 de febrero de 2010

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Mirta era la hija del Comisionado del pueblo. Se había recibido de maestra en el colegio de monjas. A pesar de su sensual cabellera roja –que hacía girar la cabeza de los hombres- era una muchacha sencilla y bastante puritana.

Se había enamorado de Gustavo, el profesor de música de la escuela primaria. Su padre no veía con buenos ojos esa relación; el joven tenía alma de artista, y eso no era demasiado auspicioso para un político de aquellos años de 1900. Para don Agustín Pereyra, un artista era un vago. Mirta, la menor de cinco hijos y la única mujer, era su debilidad. De modo que, a regañadientes, tuvo que aceptar el noviazgo, el compromiso y el inevitable casamiento.
Eran años de Vairoletto, en La Pampa. Juan Bautista hacía estragos entre los terratenientes y ayudaba a los colonos que nunca lograban tener una fracción de tierra propia. Los latifundistas, que siempre vivían en Buenos Aires, los trataban como esclavos y les cobraban elevados arrendamientos.
Sucedió que un día Juan Bautista pasó por el pueblo en busca de provisiones y se cruzó con la rojiza aureola de Mirta Pereyra. Fraguó un plan y, llegada la ocasión, la raptó despareciendo a todo galope por la inmensidad de la llanura.
Los campesinos, que siempre lo protegían, hicieron un pacto de silencio. Por más que Gustavo, el Comisionado en persona y la frustrada policía pampeana intentaron descubrir el escondite, todo fue en vano.
Hasta que apareció Teresa, la amante despechada. Propuso un trato a Gustavo: ella lo guiaría hasta la guarida del nuevo tigre de los llanos, para que rescatara a su mujer; con una condición: el profesor debía matar a Vairoletto.
Gustavo, hombre de naturaleza pacífica se enfrentaba con la peor encrucijada de su vida, aunque por Mirta era capaz de descender hasta el mismo infierno.
Entre la espesura de un monte de caldenes estaba el rancho de adobe donde se guarecía el bandido rural y la maestra cautiva. Teresa imitó el chistido de la lechuza; lo obligó a Vairoletto a salir a la intemperie, mientras ella se escapaba con Mirta a lomo de un tobiano.
Cuando los ojos azules de Juan Bautista se toparon con Gustavo, éste tembló ante tal imponencia. No pudo matarlo y solo atinó a correr por la noche estrellada siguiendo la Cruz del Sur para tratar de encontrar a las dos mujeres.
En ese desierto poblado de luces malas creyó divisarlas, sin embargo, todo fue un espejismo. Un médano gigante -que cambiaba de hábitat y de forma- las envolvió en su arenal mientras el viento pampero repetía como un eco la palabra cobarde, que lo azotó en plena cara. ●
Publicado por Ester Mann en 07:33

4 comentarios:
Anónimo dijo...
Un cuento pampeano con fantasía y suspenso, narrado con toques de la nefasta historia del latifundismo en la Pampa. Certero y duro.Olga Antiveros
9 de febrero de 2010 00:51
Avesdelcielo dijo...
Una recreación del legendario bandido , con la incorporación de un profesor ( alma de artista ¡ peligro!) y dos mujeres. Mucho ritmo. Felicitaciones.MARITA RAGOZZA
9 de febrero de 2010 04:54
Mercedes Sáenz dijo...
La manera de relatar de Olga ya tiene para mi un tono especial. Puede asomarnos a las situaciones ue quiera con absoluta naturalidad, nos participar del relato. En este caso además hay pequeñas complicidades que hacen que atoda la historia del relato podamos leerla de otra manera. Me gustó mucho lo concreto y las licencias que nos permitió la fantasía. Un abrazo y felicitaciones. Mercedes Sáenz
9 de febrero de 2010 08:38
Mercedes Sáenz dijo...
No anda bien mi máquina se habrán dado cuenta, disculpas. Mercedes
9 de febrero de 2010 08:39

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