domingo, 20 de enero de 2013

NOCTURNIDAD

Cae la oscuridad
como un largo vestido sobre el parquet.
Y desde las alcantarillas suben en procesión las sombras .
Un grito silencioso
rasga el tul titilante que alumbra entre los álamos.
Es una noche hecha para morir
o para amar.
Tal vez para morir de amor.
Noche de hamacas en parques solitarios
noche de serenatas de Romeo a Julieta
noche para saborear  Malbec a la luz de un farol.
De perfumes azules,
de luciérnagas, magnolias, confesiones o secuestros.
Desde la jungla de un balcón
una mirada recorre con parsimonia
las dagas de platino
que hieren los manantiales.
Hombre o mujer
entona  endechas descalzas que suben por los postigos
para gritar verdades
en  la sonrisa de toda la galaxia.
De las flores de un ciruelo
se escucha  a Piazzolla con “Años de soledad” .
©Olga Liliana Reinoso

miércoles, 16 de enero de 2013

Ayuda al Suicida


 
Julia y Juan se conocían del barrio. Nunca habían pasado de un saludo más o menos cordial, pero sus miradas eran elocuentes.
El sábado a la tarde se largó a llover torrencialmente y los dos coincidieron en refugiarse dentro del bar La Plaza.
Juan la invitó a tomar un café mientras miraban el paisaje empapado, detrás de los cristales. La lluvia siempre genera una inusual intimidad propiciatoria y los instó a hablar por horas. J
Juan era periodista y tenía fama de amarillista, pero Julia, la enigmática Julia, tan necesitada de afecto, lo sintió maravilloso.
Hay química, pensó Julia mientras sorbía su segundo café.
-Es mágico este momento –comentó Juan al pasar.
Quedaron en verse, en llamarse o en encontrarse por casualidad. Julia no supo por qué la atenazaba ese aguijón cuando vio la espalda de Juan perderse calle abajo.
Contrariamente a lo que habían deseado los dos esa tarde, no se encontraron ni se llamaron.
Había pasado una semana. Juan la extrañaba, pero también tenía un mal presentimiento.
Apenas iluminado por las luces que penetraban el ventanal, Juan bebía un whisky sentado en el sofá. El celular a mano, por si acaso. Y sonó.
-Hola.
-Necesito que me ayudes. Por favor, necesito ayuda – temblaba la voz de  Julia.
-¿Qué puedo hacer?
-Ayudame a suicidarme. No quiero vivir más esta vida de mierda.
-No te ayudo –respondió Juan en medio de un retortijón.
-¿Por qué? Vos sos mi única esperanza. Ayudame, Juan, confío en vos.
-No para eso –trató de sonar firme.
-¿Por qué? Mi vida no tiene sentido, estoy harta de todo, quiero desaparecer. Todo me sale mal; tirá de la soga, Juan. Y ahórcame.
-No –secamente.
-¿Por qué querés que siga sufriendo? ¿Vos también? – lloraba Julia en el receptor.
-No, Julia, yo no quiero que sufras. No me podés decir esto.
-¿Sabías que la mina que se caga de risa es como el payaso Garrit?
-No sé nada –replicó él casi con rabia.
-Ay, por fin me nombraste. Es bello mi nombre en tu boca, en tus palabras.
-¿Alivia en algo?
-Como  no sabés te cuento: yo soy el fiasco. Y sí me alivia que me nombres, me da entidad e identidad. Estoy naufragando.
-Y no me podés decir que soy tu única esperanza para morir, es mucho peso.
-Perdoname, te quiero.
-Entonces no podés decirme eso...ni hacerlo.
-Juan, estoy destruida. Solo tus palabras me alivian, te lo juro. Lo que hoy pensé que estaba mejorando gracias a mis hijos, empeoró.
-Mis palabras pueden doler también, no sé de que hablás.
-No sé, soy un rehén de una historia de mierda, de violencia, de ninguneo. No veo, estoy llorando a mares.
Todos somos rehenes, mi historia no es amable. Y tus lágrimas le dan entidad a la violencia.
-Y yo intuyo que vos sos un tipo sensible, alguien que puede comprender.
-Al menos lo intento.
-Pero si no entendés, nada me queda.
-Buscá bien.
-Quiero morirme, Juan, no sabés cuánto tiempo hace, pero soy cobarde, una cagona, una farsante.
-Qué lindo, che, hace unos días que nos encontramos y me tirás ésta –dijo Juan con un suspiro -la cobardía tiene mala prensa, nomás.
-Ah, bueno, si te jodo, corto ya, perdoname.
-Y me dejás preocupado.
-¿Yo te preocupo? ¿En serio?
-Vos dijiste que parecía un ser sensible, claro que me preocupás.
-¿Y por qué te preocupo? ¿Te doy lástima? ¿Descubriste que la mina fuerte es sólo un disfraz?
-No confío en nadie Julia, temo a la mala leche, al puterío, a todo...
-Sí, lo soy. Un disfraz.
-La lastima no es un sentimiento que albergue en mí. Confiaba en vos.
-Esta vez tendrás que creer: mi vida es una reverenda mierda que no merece ser vivida, no así.
-La mía también, ¿qué hago entonces?
-Seguí confiando en mí, soy veraz y creo en vos. No sé por qué despertaste tantas cosas dormidas o moribundas. Sos mi luz.
-Al pedo,  porque te querés matar.
-No si vos me salvás, me das una esperanza de que esta vida vale la pena.
-Claro que lo vale.
-Te necesito, Juan, no sé por qué.
-No puedo ser el mesías de nadie, te lo aseguro. ¿Me necesitás para pedirme que te ayude a morir?
-No. Te necesito para que me ayudes a vivir porque movilizaste cosas en mí.
-Mis palabras lo hicieron, lo sabés. Ser sólo palabras es mucha responsabilidad.
Se produjo un profundo silencio. Juan hizo fondo blanco. Se sentía fastidiado, defraudado, inútil. Y cortó el teléfono.
Del lado de Julia, ese clic sonó como un balazo.
Olga Liliana Reinoso






















































MENTIRAS DE COLOR




Él pintaba como quien camina, naturalmente. Y como un mago extraía sorprendentes maravillas de su pincel. Ninguna te podía resultar indiferente.
Algunas te producían placer, ternura, asombro, disgusto, ganas de matarlo. Pero indiferencia, no.
Y esa es la señal que llevan en la frente los artistas genuinos, esos que reniegan de su don y lo confunden con una maldición.
Firmaba con pseudónimo, o al menos era lo que me sonaba a mí. Además, jamás lo había oído nombrar en el mundillo de artistas plásticos. Él pintaba diferente a todo lo que yo conocía por estos lares. Era atrevido, lanzado, desprejuiciado, transgresor, cruel, dulce, ingenuo, sentimental (ya sé que me sobrepasé con los adjetivos y cualquier corrector de estilo me fastidiaría con eso. Yo intentaría una tímida defensa insinuando que se trataba de una enumeración caótica, a sabiendas de que no lo era).
Él tenía estilo, cada lienzo tenía su impronta reconocible y única. Y también era un caos.
Tal vez por todo eso me atraía y empecé a coleccionar las fotos de sus cuadros en una carpeta de archivo que llevaba su nombre de utilería: Alex Zevich.
No voy a decir que estaba obsesionada con el susodicho –todavía no- pero me intrigaba y hasta debo confesar que una esquirla de envidia me provocaban sus pinturas tan vitoreadas en cada exposición a las que él nunca asistía, generando más misterio.  Pero siempre ganaba la admiración por goleada.
Un día descubrí que tenía página en facebook y le mandé la solicitud de amistad que aceptó raudamente, acompañando el sí con un mensaje privado en el que elogiaba mi generosidad por ser la única artista que había hecho devoluciones a su obra.
Pero de pronto, sin transición alguna, los diálogos formales devinieron eróticos y hasta lujuriosos.
Yo estaba hablando con un desconocido total, con alguien escondido detrás de un nombre falso y sin embargo, otra vez no pude ser indiferente. Confieso que me quedaba boludeando en la PC para esperarlo, para beber sus palabras como durazno maduro que chorreaba por mis comisuras, bajaba por mis senos y se aposentaba en mi entrepierna.
Locura total, delirium tremens, psicosis. Yo era una enferma mental sin retorno. Ese hombre me había cooptado.
Lo cierto es que una mañana los titulares de los diarios anunciaron con letras catástrofe que Alex Zevich colgaba los pinceles para siempre.
Y simultáneamente desaparecieron su página web y sus mensajes privados.

Para mí ya era tarde, porque con un pincel imborrable me había  grabado su gama de colores en el cuerpo y el alma.
Y ahora no sé qué será de mí: soy una mujer marcada.


Foto: MENTIRAS DE COLOR

Él pintaba como quien camina, naturalmente. Y como un mago extraía sorprendentes maravillas de su pincel. Ninguna te podía resultar indiferente. 
Algunas te producían placer, ternura, asombro, disgusto, ganas de matarlo. Pero indiferencia, no. 
Y esa es la señal que llevan en la frente los artistas genuinos, esos que reniegan de su don y lo confunden con una maldición.
Firmaba con pseudónimo, o al menos era lo que me sonaba a mí. Además, jamás lo había oído nombrar en el mundillo de artistas plásticos. Él pintaba diferente a todo lo que yo conocía por estos lares. Era atrevido, lanzado, desprejuiciado, transgresor, cruel, dulce, ingenuo, sentimental (ya sé que me sobrepasé con los adjetivos y cualquier corrector de estilo me fastidiaría con eso. Yo intentaría una tímida defensa insinuando que se trataba de una enumeración caótica, a sabiendas de que no lo era).
Él tenía estilo, cada lienzo tenía su impronta reconocible y única. Y también era un caos.
Tal vez por todo eso me atraía y empecé a coleccionar las fotos de sus cuadros en una carpeta de archivo que llevaba su nombre de utilería: Alex Zevich.
No voy a decir que estaba obsesionada con el susodicho –todavía no- pero me intrigaba y hasta debo confesar que una esquirla de envidia me provocaban sus pinturas tan vitoreadas en cada exposición a las que él nunca asistía, generando más misterio.  Pero siempre ganaba la admiración por goleada.
Un día descubrí que tenía página en facebook y le mandé la solicitud de amistad que aceptó raudamente, acompañando el sí con un mensaje privado en el que elogiaba mi generosidad por ser la única artista que había hecho devoluciones a su obra.
Pero de pronto, sin transición alguna, los diálogos formales devinieron eróticos y hasta lujuriosos.
Yo estaba hablando con un desconocido total, con alguien escondido detrás de un nombre falso y sin embargo, otra vez no pude ser indiferente. Confieso que me quedaba boludeando en la PC para esperarlo, para beber sus palabras como durazno maduro que chorreaba por mis comisuras, bajaba por mis senos y se aposentaba en mi entrepierna. 
Locura total, delirium tremens, psicosis. Yo era una enferma mental sin retorno. Ese hombre me había cooptado.
Lo cierto es que una mañana los titulares de los diarios anunciaron con letras catástrofe que Alex Zevich colgaba los pinceles para siempre.
Y simultáneamente desaparecieron su página web y sus mensajes privados.

Para mí ya era tarde, porque con un pincel imborrable me había  grabado su gama de colores en el cuerpo y el alma. 
Y ahora no sé qué será de mí: soy una mujer marcada.

martes, 8 de enero de 2013

a mi manera

MY WAY

Buscaré en tu mirada el fuego lento
del abrazo mil veces compartido.
Lo haré aunque ya te hayas despedido
y quede de tu voz triste lamento.

Me untaré tus perfumes en el viento
incrustaré mi corazón herido
para que cuando sienta que he perdido
estar sin corazón sea mi aliento.

Huiré de las blancas amapolas
donde todas las noches me embriagabas
y me ahogaré de olvido: mar sin olas.

Mármol eran los besos que me dabas
pero en mi ingenuidad de caracolas
creí ver perlas donde yacían habas.


REÍRSE DE O REÍRSE CON


Foto: REÍRSE DE O REÍRSE CON


Desde chica he sentido una profunda molestia cada vez que   alguien se  burlaba de otra persona, se reía ante un tropezón en lugar de socorrerla o se mofaba de sus defectos. Sin embargo, tuve que aceptar con el tiempo que la mayoría era así; quien no lo hacía descaradamente lo hacía por la espalda, con lo cual cometía doble infracción.
 Pero la risa es otra cosa. Yo hago un culto de la risa, disfruto riendo y tengo una carcajada que se ha convertido en carnet de identidad. 
La diferencia radica en que me encanta reírme CON LOS OTROS, NO DE LOS OTROS.
 Me parece mezquino, de baja estofa, cruel y dañino reírse de los demás.
Algo muy distinto es tener capacidad de reírse de sí mismo porque es la mayor señal de inteligencia. 
Cualquier necio puede reírse de otro, pero no cualquiera puede reírse de sí mismo y  aceptarse con todo lo bueno y todo lo malo. 
 Por supuesto, a nadie le gusta que se le rían, por lo tanto, sería bueno no reírse de los demás para poner en práctica aquello de “No hagas lo que no quieres que te hagan”.
Reírse de los otros, burlarse, es como el zumbido de un molesto abejorro al que hay que aplicarle una buena dosis de Raid. 
Afortunadamente, hasta la ciencia está demostrando que existen dos tipos de risa: la positiva, constructiva, divertida, sincera, bienintencionada risa y la otra, oscura, lapidaria, la risa del escarnio. Pero ésta, la burlona, la cruel, no tiene las virtudes de la otra.
Una nos beneficia, tiene propiedades curativas. La otra, apenas pone en evidencia una diminuta humanidad.
Sin embargo, hay gente tan amargada  que se siente molesta con la risa ajena y ve en ella un símbolo de lascivia y vacuidad. Gente tan hipócrita que hasta es capaz de reprimir una sonora risotada con tal de simular, de esconder lo que de verdad siente. O gente tan pesimista que ni siquiera se permite el lujo gratuito y bienhechor de una sonrisa.  
Craso error suponer que quien se ríe es menos serio. Una cara circunspecta y cejijunta no garantiza seriedad, madurez ni responsabilidad mayor. 
Nada hay más gratificante que recibir y/o brindar una sonrisa.
De modo que es cuestión de usar bien las preposiciones y, si lo queremos ver en términos utilitarios, darnos cuenta de qué es realmente lo que nos hace bien: Reírnos de o Reírnos con los demás.


Desde chica he sentido una profunda molestia cada vez que   alguien se  burlaba de otra persona, se reía ante un tropezón en lugar de socorrerla o se mofaba de sus defectos. Sin embargo, tuve que aceptar con el tiempo que la mayoría era así; quien no lo hacía descaradamente lo hacía por la espalda, con lo cual cometía doble infracción.
 Pero la risa es otra cosa. Yo hago un culto de la risa, disfruto riendo y tengo una carcajada que se ha convertido en carnet de identidad.
La diferencia radica en que me encanta reírme CON LOS OTROS, NO DE LOS OTROS.
 Me parece mezquino, de baja estofa, cruel y dañino reírse de los demás.
Algo muy distinto es tener capacidad de reírse de sí mismo porque es la mayor señal de inteligencia.
Cualquier necio puede reírse de otro, pero no cualquiera puede reírse de sí mismo y  aceptarse con todo lo bueno y todo lo malo.
 Por supuesto, a nadie le gusta que se le rían, por lo tanto, sería bueno no reírse de los demás para poner en práctica aquello de “No hagas lo que no quieres que te hagan”.
Reírse de los otros, burlarse, es como el zumbido de un molesto abejorro al que hay que aplicarle una buena dosis de Raid.
Afortunadamente, hasta la ciencia está demostrando que existen dos tipos de risa: la positiva, constructiva, divertida, sincera, bienintencionada risa y la otra, oscura, lapidaria, la risa del escarnio. Pero ésta, la burlona, la cruel, no tiene las virtudes de la otra.
Una nos beneficia, tiene propiedades curativas. La otra, apenas pone en evidencia una diminuta humanidad.
Sin embargo, hay gente tan amargada  que se siente molesta con la risa ajena y ve en ella un símbolo de lascivia y vacuidad. Gente tan hipócrita que hasta es capaz de reprimir una sonora risotada con tal de simular, de esconder lo que de verdad siente. O gente tan pesimista que ni siquiera se permite el lujo gratuito y bienhechor de una sonrisa. 
Craso error suponer que quien se ríe es menos serio. Una cara circunspecta y cejijunta no garantiza seriedad, madurez ni responsabilidad mayor.
Nada hay más gratificante que recibir y/o brindar una sonrisa.
De modo que es cuestión de usar bien las preposiciones y, si lo queremos ver en términos utilitarios, darnos cuenta de qué es realmente lo que nos hace bien: Reírnos de o Reírnos con los demás.


domingo, 6 de enero de 2013

LAS DEMÁS





No soy la que no fui
soy solo un puerto de niebla en la imprecisa hora del presagio
apenas la mitad de una plegaria o una misericordia indefinida
como de sueño interrumpido en intervalos nunca iguales
cuando la sombra, apenas leve sombra, parece una mentira cotidiana.
Lila Calendular
sírveme ahora
no sigas ocultándote
porque todas nosotras
intuimos tu latido vital.
Y así el contorno solitario y trunco se cubre de estallidos y proclamas
con el nombre completo tan propio como ajeno
ocupando los rincones desalojados por el desconsuelo.
La completud avanza por una tierra arisca  donde los otros persisten
en habitar cornisas tan viejas como inútiles.
Vanatila Salmara
aduéñate de mí
frena este divagar
que sólo atina
a sumergirse en la ignorancia.
Y ante la apelación aparecen las voces del exilio, las palabras se pueblan,
se embalconan los ojos astutamente abiertos
y en esa convergencia de pieles que se reconocen
hay células vírgenes, átomos fetales.
Máscila Zelem
complétame los ángulos
anúdame el espacio
para que mis deseos
no emprendan más el viaje.
Y las campanas se detienen.  El  tiempo en pleno vuelo se queda murmurando
con un crepúsculo flexible del color de una letra.
Los planetas, con un suspiro mínimo, se desvisten temblando.
Acaso estén despiertos cuando el sexo deponga su letargo
de almidones y flores despeinadas.
Entonces yo me veo sobre el lago
con tantas cabezas como las hidras de Cortázar
y no sé a quién cortar.
Para ser yo
o tal
o cual.

©Olga Liliana Reinoso