miércoles, 16 de enero de 2013

MENTIRAS DE COLOR




Él pintaba como quien camina, naturalmente. Y como un mago extraía sorprendentes maravillas de su pincel. Ninguna te podía resultar indiferente.
Algunas te producían placer, ternura, asombro, disgusto, ganas de matarlo. Pero indiferencia, no.
Y esa es la señal que llevan en la frente los artistas genuinos, esos que reniegan de su don y lo confunden con una maldición.
Firmaba con pseudónimo, o al menos era lo que me sonaba a mí. Además, jamás lo había oído nombrar en el mundillo de artistas plásticos. Él pintaba diferente a todo lo que yo conocía por estos lares. Era atrevido, lanzado, desprejuiciado, transgresor, cruel, dulce, ingenuo, sentimental (ya sé que me sobrepasé con los adjetivos y cualquier corrector de estilo me fastidiaría con eso. Yo intentaría una tímida defensa insinuando que se trataba de una enumeración caótica, a sabiendas de que no lo era).
Él tenía estilo, cada lienzo tenía su impronta reconocible y única. Y también era un caos.
Tal vez por todo eso me atraía y empecé a coleccionar las fotos de sus cuadros en una carpeta de archivo que llevaba su nombre de utilería: Alex Zevich.
No voy a decir que estaba obsesionada con el susodicho –todavía no- pero me intrigaba y hasta debo confesar que una esquirla de envidia me provocaban sus pinturas tan vitoreadas en cada exposición a las que él nunca asistía, generando más misterio.  Pero siempre ganaba la admiración por goleada.
Un día descubrí que tenía página en facebook y le mandé la solicitud de amistad que aceptó raudamente, acompañando el sí con un mensaje privado en el que elogiaba mi generosidad por ser la única artista que había hecho devoluciones a su obra.
Pero de pronto, sin transición alguna, los diálogos formales devinieron eróticos y hasta lujuriosos.
Yo estaba hablando con un desconocido total, con alguien escondido detrás de un nombre falso y sin embargo, otra vez no pude ser indiferente. Confieso que me quedaba boludeando en la PC para esperarlo, para beber sus palabras como durazno maduro que chorreaba por mis comisuras, bajaba por mis senos y se aposentaba en mi entrepierna.
Locura total, delirium tremens, psicosis. Yo era una enferma mental sin retorno. Ese hombre me había cooptado.
Lo cierto es que una mañana los titulares de los diarios anunciaron con letras catástrofe que Alex Zevich colgaba los pinceles para siempre.
Y simultáneamente desaparecieron su página web y sus mensajes privados.

Para mí ya era tarde, porque con un pincel imborrable me había  grabado su gama de colores en el cuerpo y el alma.
Y ahora no sé qué será de mí: soy una mujer marcada.


Foto: MENTIRAS DE COLOR

Él pintaba como quien camina, naturalmente. Y como un mago extraía sorprendentes maravillas de su pincel. Ninguna te podía resultar indiferente. 
Algunas te producían placer, ternura, asombro, disgusto, ganas de matarlo. Pero indiferencia, no. 
Y esa es la señal que llevan en la frente los artistas genuinos, esos que reniegan de su don y lo confunden con una maldición.
Firmaba con pseudónimo, o al menos era lo que me sonaba a mí. Además, jamás lo había oído nombrar en el mundillo de artistas plásticos. Él pintaba diferente a todo lo que yo conocía por estos lares. Era atrevido, lanzado, desprejuiciado, transgresor, cruel, dulce, ingenuo, sentimental (ya sé que me sobrepasé con los adjetivos y cualquier corrector de estilo me fastidiaría con eso. Yo intentaría una tímida defensa insinuando que se trataba de una enumeración caótica, a sabiendas de que no lo era).
Él tenía estilo, cada lienzo tenía su impronta reconocible y única. Y también era un caos.
Tal vez por todo eso me atraía y empecé a coleccionar las fotos de sus cuadros en una carpeta de archivo que llevaba su nombre de utilería: Alex Zevich.
No voy a decir que estaba obsesionada con el susodicho –todavía no- pero me intrigaba y hasta debo confesar que una esquirla de envidia me provocaban sus pinturas tan vitoreadas en cada exposición a las que él nunca asistía, generando más misterio.  Pero siempre ganaba la admiración por goleada.
Un día descubrí que tenía página en facebook y le mandé la solicitud de amistad que aceptó raudamente, acompañando el sí con un mensaje privado en el que elogiaba mi generosidad por ser la única artista que había hecho devoluciones a su obra.
Pero de pronto, sin transición alguna, los diálogos formales devinieron eróticos y hasta lujuriosos.
Yo estaba hablando con un desconocido total, con alguien escondido detrás de un nombre falso y sin embargo, otra vez no pude ser indiferente. Confieso que me quedaba boludeando en la PC para esperarlo, para beber sus palabras como durazno maduro que chorreaba por mis comisuras, bajaba por mis senos y se aposentaba en mi entrepierna. 
Locura total, delirium tremens, psicosis. Yo era una enferma mental sin retorno. Ese hombre me había cooptado.
Lo cierto es que una mañana los titulares de los diarios anunciaron con letras catástrofe que Alex Zevich colgaba los pinceles para siempre.
Y simultáneamente desaparecieron su página web y sus mensajes privados.

Para mí ya era tarde, porque con un pincel imborrable me había  grabado su gama de colores en el cuerpo y el alma. 
Y ahora no sé qué será de mí: soy una mujer marcada.

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