domingo, 26 de octubre de 2014

ENCONO

Por qué con tanto encono
me dijiste
“ya no te quiero más”
y desde entonces
urdiste telarañas en mi pelo.
¿Creés que tiemblo?
Yo no le tengo miedo al desamor:
soy una adicta.
©Olga Liliana Reinoso
(imagen: WEHEARTIT COM)

jueves, 23 de octubre de 2014

COHERENCIA

COHERENCIA

©Olga Liliana Reinoso

A costa de resultar reiterativa, voy a insistir con la idea de que los adultos somos los responsables de las acciones y reacciones de los jóvenes.
Es fácil echarles la culpa a los chicos y lavarnos las manos al mejor estilo Poncio Pilatos, sin analizar el entorno que los rodea y del que formamos parte, indefectiblemente.
De las tantas cosas que recuerdo de mi época de estudiante en el Colegio María Auxiliadora de Santa Rosa, hay una frase que me resulta motivadora en especial, sobre todo, por la vigencia que tiene y porque he podido comprobar, en forma fidedigna, su eficacia: LAS PALABRAS MUEVEN, EL EJEMPLO ARRASTRA.
De esto se trata, de educar con el ejemplo. Todo eso que no se dice pero que nuestros hijos ven, palpan, sienten, vivencian. Eso es lo que va formando sus cimientos, esa es la semilla que germinará más adelante en una mujer y un hombre de bien que tanta falta le hacen a nuestra quebrantada sociedad.
En lugar de ver la paja en el ojo ajeno, revisemos nuestros ojos. Al anochecer de cada día agitado de nuestras turbulentas vidas, tomemos un minuto para reflexionar si todo lo que hicimos durante esas veinticuatro horas se destaca por su coherencia, es decir, si no nos hemos traicionado, si realmente hubo coincidencia entre nuestro pensamiento, nuestra palabra y nuestra acción.
Tal vez nada de esto resulte redituable en términos económicos, pero nos garantiza tranquilidad de conciencia, valor que jamás podrá comprar una tarjeta de crédito. Y que tiene un plus maravilloso: nuestros hijos, nuestros alumnos, irán aprendiendo de esa conducta.
No hablo de no equivocarnos, no hablo de perfección, porque somos humanos. Hablo de honestidad con uno mismo, de respeto a los principios que proclamamos.
Es lamentable que borremos con el codo lo que escribimos con la mano, es peligroso que apliquemos la ley cuando se trata de los otros y en cambio, coimeemos al juez cuando está por dictar nuestra sentencia.
Si manejamos un doble discurso y levantamos ciertas banderas a la hora de juzgar a los demás, pero luego, tomamos sobredosis de perdón y excusas cuando la cosa nos afecta en forma personal... ¿somos farsantes? ¿Inmaduros? ¿Tenemos doble moral? ¿No nos damos cuenta de que con esa actitud habilitamos a los más jóvenes para el “todo vale”? ¿No entendemos que la sobreprotección los debilita y les crea falsas expectativas? Amar no es apañar, amar es proteger, no sobreproteger, amar no es ocultar ni negar, sino ayudar a enfrentarse con la verdad para ser cada día más fuertes, más valientes, más responsables.
Finalmente, creo que lo importante es responder con sinceridad a estas preguntas:
¿Queremos que nuestros hijos sean personas de bien o simplemente personas exitosas? ¿Queremos que ganen a cualquier precio o, solamente, si hicieron los méritos suficientes?
Las respuestas a estos interrogantes son los ladrillos que edificarán su futuro. Casa, casita, rancho, palacio o sepulcros blanqueados.

(Imagen: vistaallagointerior.wordpress.com) 

miércoles, 22 de octubre de 2014

LUCHADORA

Mendiga de respuestas, no hay limosna que baste
porque en el diccionario de tu lengua materna
lincharon las palabras, esas, tan necesarias
las que entibiaban siempre los huecos de tu alma.
Sin voz, sin cuerpo, inútil, con las manos sangrantes
emites tu silencio como un burdo reclamo
elevas tu mirada, ruegas, pides clemencia,
pero  la luna sola te devuelve un harapo.
 Tu corazón maltrecho vaga manando sales
madre que nutre, savia, cuenco de amor eterno
tus besos al rescoldo cuecen días y noches
tiempo amorfo que pasa como un viento fantasma.
Buscas –como un sabueso- las causas del derrumbe
sostienes con tu angustia los muros derruidos
como un río furioso va tu sangre a los mares
y encabritada vuelve, oleaje de querer.
Con tu breve estatura te agigantas de amores          (Imagen: www.8300.com.ar)
para abrigar al fruto de tu vientre, mujer.
Sola por el desierto, enredada en la selva
devorada por fauces que envidian tu dolor
repudiada, en la hoguera o en una celda oscura
tus múltiples mujeres se yerguen frente al miedo.
No se dan por vencidas, no pierden dignidad.
Lloran sin decibeles en la almohada secreta
urden desesperados gestos de salvación
recogen la basura, la incineran, la esfuman
purificando el aire que van a apacentar.
Diosa de la Miseria, amazona  galáctica
blandes daga impoluta para arrancar los males
con una sobredosis de versos y cantares
preparas el brebaje de la liberación.
Descansa. Yo acaricio tu frente desquiciada
te regreso hasta el útero de tu confianza atroz
y allí pares palabras como pájaros libres
que gorjean respuestas para firmar la paz.
©Olga Liliana Reinoso


JANO

Es un signo fetal
analfabeto
sabedor del dolor.
Y socavones.
Curioso del susurro
y la estampida.
Buscador milenario
de la cifra
de la clave de sol
y la guadaña.
Orgullo prenatal
póstuma gloria
de la semilla impávida
y la lluvia.
Manos con ojos
boca que no cesa
mascullador
en la silente hora.
Minero de algas
primer adelantado
fuego en el fuego
que insemina el frío.
Delator de la vida y de la muerte
cantor de las cavernas
cibernético.
Tobogán a la nada.
Completud.


©Olga Liliana Reinoso


(Imagen: labitacorademaneco.blogspot.com)

martes, 21 de octubre de 2014

VELAR POR EL FUEGO



Alrededor de la fogata, iluminada a tientas por su luz esquiva, me siento la primera mujer del Universo.
Las manos aún me arden de frotar las piedras y retengo en mi latido la emoción virginal ante el sobresalto de la primera chispa.
Su calor me protege y me defiende.
Pero entre las sombras tartamudas del ocaso, los fantasmas del miedo se agazapan y se van mimetizando con la noche.
           Por eso lanzo al epicentro visceral de la llama todos los ornamentos combustibles que su lengua voraz atrapa en el ritual de la metamorfosis.
Debo cuidar el fuego.
Soy la sacerdotisa de una tribu diezmada y tengo que preservar el calor y la luz porque en ellos se ocultan las viejas tradiciones, los secretos de mi raza y el ondular de las palabras.
Los defenderé hasta con mi vida.
Aunque todo este ceremonial no sea nada más que un amuleto para alejar la muerte.
Mientras el fuego resista, la vida permanecerá.
Las cenizas son nuestra decrepitud y el viento del olvido puede desparramarlas hasta extinguirlas, hasta borrarlas del planeta.
Danzaré hasta parir el día.
Una por una, ofrendaré mis faldas policromas al incendio brutal de la vigilia.
Pero en la parca canción de la noche crecen animales mitológicos y voces desusadas.
Me convierto en un leve crespón que repta al crepitar en las cavernas del horror que implica ser tan mínimo y saberlo.
Esta criatura que se inmola para avivar el fuego de la transparencia y de la eternidad sufre su finitud en una agonía inmortal. La soledad terrena es mucho más pavorosa que el descenso a los infiernos.
A pesar de que se trata de un equívoco generado por la ignorancia y la soberbia de creerse tan única e irrepetible que se consume con el otro fuego. Y no distingue la verdad, no puede ver la multitud que restalla en las brasas.
Sólo un instante priva la sensatez en mi cerebro y vislumbro que allí, en la sangre ígnea sobrevive la humanidad hecha puñado de sol nocturno.
Por eso abrazo el fuego que me abrasa y me convierto en una melodía inextinguible.
Soy el fuego y me expando sobre las carreteras, en la herida letal del horizonte, o en el diente de oro del lucero.
Nadie detiene mi bocanada arrasadora.
Ardo, crepito, incendio, quemo, calcino. Doy a luz, doy calor, doy vida eterna.
Soy mi dueña y mi esclava. Soy la voz de anteriores generaciones.
Soy el fuego.


 (Imagen: rubensada.blogspot.com)

lunes, 20 de octubre de 2014

DOBLE



Yo no sé entre qué llamas se incendiaron mis ojos
hasta la última brasa.
Yo no sé si hubo fuego.
Pero sé que una hoguera de silencio
me marchitó el aliento.

Yo no sé en qué tumulto me perdí aquella noche
agrietada de olvido
para no volver nunca.

Y hoy me busco en las calles.

Yo no sé si en la rama de un árbol late ahora
el nido que entibiara la alondra de mi beso.
Yo no sé si esta muerte que siento es verdadera
o termino mintiendo la muerte por clemencia.

Tal vez soy una réplica deforme de mí misma
y es demasiado tarde para encontrarme cierta.

© Olga Liliana Reinoso (Estar con vos, Editorial Rayuela, Buenos Aires, 1982)






sábado, 18 de octubre de 2014

EL BAILARÍN



Lo había visto jugar en el potrero desde que era una pulga.
Vivía a unas cuadras de mi casa, en un barrio incipiente, hecho a fuerza de pulmón, con los retazos que juntaban los viejos en los atardeceres cómplices.
Parecía un carbón encendido cuando los ojos pícaros se iluminaban al patear la pelota.
Yo nunca entendí nada de fútbol. Ni me importaba. Pero verlo era una fiesta.
Parecía danzar una coreografía de Julio Bocca cuando se deslizaba por el baldío lleno de rosetas.
Tiempo después, me mudé más cerca del centro de General Pico. Y me olvidé del bailarín futbolero. Para colmo, ni sabía su nombre.
Dos días antes de la muerte de mi viejo, fanático de River, me dieron la titularidad en la Escuela Nº 111, esa que tanto me recordaba a la primaria en mi pequeño pueblo.
Aunque reconozco que la docencia no fue mi verdadera vocación, siempre le puse garra y pasión. Como el bailarín en la cancha, como mi viejo gritándole a Francéscoli o a Fillol.
Es que el hecho de trabajar con pibes era un milagro cotidiano.
Yo era el maestro de Lengua, ratón de biblioteca, típico patadura que sólo podía hablar de fútbol leyendo cuentos de grandes autores como Soriano, Fontanarrosa o Galeano.
Eso sí, esos cuentos eran infalibles.  Emocionaban por igual a los varones y a las chicas.
Así que yo acudía seguido a su maravillosa herramienta para acallar las hordas. Y meterlas de a poco en la literatura, tras la ilusión de perseguir una pelota.
Una mañana soleada de principios de octubre, mientras disfrutaba de una hora libre tomándome unos mates, se me dio por observar a mis alumnos que jugaban al fútbol con el profesor de Educación Física.
De pronto, algo me resultó familiar. Esas gambetas, ese malabarismo de piernas y pelota, la escabullida entre los adversarios, el tiro mortal al arco contrario, no podían ser imitaciones.
Eran una pieza única de orfebrería canchera.
Había crecido mucho, pero al acercarme, reconocí las brasas en sus ojos.
De puro porfiado, le pregunté dónde vivía. Y él, riéndose, me dijo:
-          A seis cuadras de su casa de antes, profe.
Era él, nomás. Así que Jonathan Flores era el contorsionista del baldío. Me alegró reencontrarlo entre mis alumnos. A los pocos días descubrí que lo llamaban el “Mara”.
-          ¿Mara? –dije- ¿La liebre patagónica? ¿Por el departamento Maracó?
-          Profe, usted lee mucho, pero de fútbol no sabe nada. Le decimos Mara por el Diego. ¿No vio cómo juega?
            Sí, claro que lo había visto y también me había conmovido.
Pero una cosa eran la cancha, los penales, la pelota. En el aula, el asunto se  complicaba. No sólo porque los números y las letras se enredaban en su cabecita, sino por las zapatillas sin marca, el pantalón emparchado y, muchas veces, la ausencia de jabón.
Justo había caído en un curso de “niños bien” a los que les gustaban más el rugby o el básquet, porque el fútbol era villero.
Yo sentía que tenía que hacer algo, pero no le encontraba la vuelta. Hasta que tuve una idea y sin dar demasiados detalles, los organicé en grupos.
Nicolás, un fanático de Mozart, se plantó con sus catorce años y me dijo:
-          Profe, yo no voy a hacer grupo con el Mara Flores.
-          ¿Por qué?
-          Porque es un negro de mierda que ni se baña, es un burro y la madre es una…
-          ¡Nicolás! No podés ser tan prejuicioso y discriminatorio. A la gente, primero hay que conocerla. Todos tenemos algo bueno para brindar. Tenés todo el fin de semana para reflexionar, porque el lunes comienza el trabajo.
El padre de Nicolás era un colega, así que le sugerí que hablara con él.
El lunes, Nicolás llegó con trompa y, sin mediar palabra, se sentó con el Mara.
Les expliqué el trabajo. Era un pequeño certamen urdido “ad hoc”: tenían que escribir un poema sobre fútbol que luego, en un acto público, en el centro cultural, cada grupo expondría a elección: podrían recitarlo, ilustrarlo, musicalizarlo o dramatizarlo.
Para mi sorpresa, el día de la muestra, Nicolás leyó el poema mientras el Mara hipnotizaba a los presentes con sus proezas.
Ganaron por ovación. Y como premio, hicieron un viaje a las Sierras de Lihuel Calel, en el suroeste pampeano. La sierra de la vida. Allí, entre fantasmas mapuches y flores silvestres con perfume a leyenda, ocurrió un milagro.
Ya de regreso, Nicolás me paró en la galería para decirme:
-          Tenía razón, profe. A la gente  hay que conocerla. El Mara es lo más.
En diciembre de ese año les entregué el diploma de la terminación de la EGB. Al Mara lo seguí viendo hasta que logró aprobar el tendal de materias que no lo dejaban gambetear libremente.
Después supe que vinieron de un club de la Capital a probarlo y se lo llevaron enseguida.
Al principio jugó en tercera, pero no tardó mucho en pasar a la primera división. Y yo, contra todas mis costumbres, comencé a mirar partidos por televisión, solamente por el gusto que me daba ver al Mara.
Pasaron los años y llegó mi jubilación, pero para no perder los hábitos, me uní a la Comisión de Apoyo de la Biblioteca Popular, tanto como para insistir en las bondades de la lectura.
Una tarde, cuando me retiraba, alguien me llamó al cruzar la avenida.
-          Profe, Profe Julián.
Me di vuelta y el resplandor de esa mirada me encandiló. Pasado el sobresalto, divisé, aferrada a la mano morena del Mara, a una joven mujer hermosa.
-          Profe, le presento a Lucía, mi novia. Estamos esperando un hijo y vine a invitarlo para el casorio. No sabe cómo patea el pendejito, seguro va a ser goleador.
-          ¿Y si es chancleta?
-          También; ahora las mujeres se animan a todo.
 Reímos mientras me daba la participación y los detalles.
Al despedirnos, como por casualidad, me regaló este premio:
-          ¡Ah! ¿Sabe quién me sale de padrino? El Nicolás. Se acuerda ¿no?
Cómo no me iba a acordar. Giré rápidamente para no hacer un papelón.
Porque yo, Julián Aguirre, el profesor adusto, me iba a largar a llorar.
Y lloré. De alegría lloré.

(Imagen: www.blaugranas.com)



EMITA

Llovizna de ternura / chisporroteo de besos, / tulipanes, rocío, gema de la emoción.
Azucena temprana / dulce ráfaga alerta /escándalo de pétalos en la piel de tu risa.
Fogata de tus ojos / canciones junto al río / golondrina que migra a un verano de amores.
Tu voz, una caricia, / un gentío de abejas / redoble de latidos / beso plural, etéreo.
Continuación del cielo / mar de los milagros / poema de mi hija / nieta adorada:
Ema.

viernes, 17 de octubre de 2014

CAMINATA

CAMINATA

Cielo arbolado,
crepúsculo de hojas.

La música irredenta de la calle,
un perfume prohibido,
una coreografía.

Paisaje corporal,
lengua materna.

Y en ese roce mortecino
de la tarde,
una palabra azul

me resucita.



Fotografía: http://www.fotolog.com/lila_n/40924709/

AUSENCIAS Y REGRESO

AUSENCIAS Y REGRESO I

Hay ausencias que arañan como gatos en celo
y suben sus hervores desde la urdimbre ciega,
se filtran como el viento doloroso
y penetran la íntima franqueza del silencio.
Hay ausencias turgentes como pezones agrios
de los que mana un vino para horadar el alma.
Tienen múltiples manos que rasgan el olvido
en partículas hoscas que se esparcen y crecen.
Hay ausencias más crueles, mucho más, que la muerte
porque son argamasa de distancia y traiciones.
Son aquellas que rugen cuando callan los pasos
y trasponen el muro
y acribillan la espera.
Hay ausencias que avanzan con los ojos vendados
para arrasar sin lágrimas el candor del deseo.
Y acunar en sus brazos despóticos y enormes
la criatura indefensa de las noches en vela.

Son humo, son machete
que corta en llamaradas
la oquedad de la víspera entre cuatro paredes.
Vibran en desmesura como ávidas guitarras
que arpegian la tristeza con inválidas notas
y producen un frío de túnel o sepulcro
con el aullido tétrico de un lobo malherido.
Pesan sobre los ojos como siglos de arena
presagian llanto fértil y vientos de tormenta
son dos barcos varados en el muelle del tiempo
hospedando a los náufragos de algún amor viajero.

Pero en un sobresalto las ausencias se extinguen
porque existe un antídoto que se llama regreso.

 








AUSENCIAS Y REGRESO II

El regreso es un pájaro nacido en cautiverio
que se empluma de besos para entibiar el nido.
Es la policromía de una estrella engarzada en medio del desierto
clamando la mañana.
Tiene una bruma dulce para amar al rescoldo
y renacer despacio en su hoguera de pétalos.
Es el ebrio galope del potro de un abrazo
cuando los dedos palpan la mitad de su sombra
y arrullan la nostalgia como a un recién nacido
y abren los ventanales para que entre la aurora.

Los barcos agoreros zarpan de madrugada
y se alejan anónimos, tras sirenas de niebla.
Porque el aire embalsama los recuerdos penosos
y se puebla de trinos la luz de la alborada.
El regreso es un nido frondoso y confortable
para que habite el alma y restañe su herida.

Pensando bien, la ausencia, es la semilla ardiente
que germina con llanto las flores del regreso.





jueves, 16 de octubre de 2014

EN EL TÚNEL



El viaje se tornaba insoportable. El traqueteo del tren, lejos de ser acompasado, era francamente desestabilizador. Hacía calor y de tanto en tanto algún mosquito rezagado zumbaba cerca de mi oído como para atrapar la atención. Yo no podía dormir. Me sentía incómoda en esas butacas desvencijadas de los otrora espléndidos ferrocarriles argentinos. Pero no me había quedado otra opción, ya que mis arcas estaban al rojo vivo y debía llegar a mi ciudad al día siguiente. ¡Al día siguiente! Parecía una utopía pensarlo mientras el carromato se deslizaba reptando la llanura más como un animal herido y fatigado que como una grácil gacela devorando distancias.
Yo trataba de imaginar el paisaje pero la oscuridad circundante no contribuía con ese propósito. Ni siquiera era una noche de luna, que bien podría haberme incitado a soñar. De modo que debía resignarme, controlar mi respiración y tratar de superar el largo trecho que aún restaba.
A mi alrededor todos dormían, algunos placenteramente y otros emitiendo diversos sonidos altisonantes y desafinados. El espectáculo no era alentador y tampoco me animaba a encender la macilenta luz de mi asiento para leer, por temor de molestar a alguien.
De pronto, la máquina ingresó en el viejo e interminable túnel que de chica me hacía ilusionar con el tren fantasma. Yo mantenía los ojos inútilmente abiertos porque era imposible divisar nada a cinco centímetros y era tan ensordecedor todo el entorno que no podía distinguir sonidos. Imprevistamente, una mano presionó mi boca, ahogándome. Y la otra, desprendió uno por uno los botones de mi blusa de gasa. Inmovilizada, asistí a la sorpresa de una boca voraz mordiendo mis pezones y erectándolos. Un perfume de rosa penetrante se aventuró en mi escote y fui sintiendo lentamente la caricia de los pétalos subiendo y bajando, tocando mis párpados, rozando mi cuello y enredándose entre las magnolias entreabiertas de mis pechos.
Cuando un profundo estremecimiento le indicó al intruso que yo no gritaría porque ya éramos cómplices, dejó mi boca en libertad por un segundo para luego invadirla con su lengua y derramar adentro todo un vaso de miel rubia y caliente.
Sus manos, presurosas, levantaron mi falda y de pronto, como una mariposa que se despereza, sentí aletear sus labios sobre mi clítoris anhelante.
Entonces, mis dedos, que habían permanecido agazapados, arañando el ruinoso tapizado, se precipitaron sobre una tupida cabellera que supuse morena, presionándola con vehemencia.
Agradecí en ese momento el traqueteo, la oscuridad y los ruidos multiformes, porque me permitían mimetizarme y gozar sin pudor de ese regalo inesperado.    
Con deliciosa perversión, el visitante se movía lentamente, para provocar un alud más avasallador. Sus dedos dibujaban arabescos sobre los montículos turgentes y su lengua viajaba, perezosa, desde el encaje azul hasta la cima, deteniéndose por momentos en el llano, hurgando la hondonada y mojando el camino  de uno a otro extremo.
Hasta que ya no pude más y lancé un grito que laceró la noche.
El tren salía del túnel y hubo uno que otro movimiento perceptible en las cercanías. Sofocada y culposa, me acomodé la ropa y el pelo; mi corazón era un caballo indómito haciéndome cabriolas en el pecho. Sentí que todo el mundo me miraba, pero al examinar a mis compañeros de viaje comprobé que la mujer de al lado seguía indecorosamente desparramada en su asiento y el hombre de enfrente no había cambiado de posición.
Poco a poco fui calmándome y recuperando el ritmo respiratorio, pero la sensación de éxtasis no me abandonaba y ni siquiera se me ocurría preguntar qué había ocurrido. Como a un río, dejaba que el placer siguiera fluyendo desde mis venas a mi piel y viceversa.
De más está decir que en el resto del viaje ya no me molestaron los mosquitos, ni el calor, ni la oscuridad. Una absoluta sensación de bienestar se había apoderado de mis sentidos y hasta de mi alma, a tal punto que logré dormirme.


©Olga Liliana Reinoso






miércoles, 15 de octubre de 2014

EL RELÁMPAGO



Yo salía del abismo. Había estado confinada en el suburbio de las almas, empequeñecida y humillada. Durante quince años había soportado estoicamente representar aquella farsa llamada matrimonio, creyendo que cualquier maltrato era preferible a quedarme sola. Pensaba que una mujer que no era capaz de mantener un hombre a su lado era digna de ser mirada con conmiseración. Y entonces callaba y aguantaba. Lloraba en silencio cada día y al mirarme al espejo sentía repulsión por esa pusilánime que no se atrevía a decir basta. Me preguntaba dónde había quedado aquella mujer apasionada que defendía la honestidad a ultranza. Sólo una sombra perduraba, endeble y minusválida. Yo había perdido la dignidad y estaba dando un pésimo ejemplo a mis hijos. Ejemplo de sometimiento, de debilidad. Lo sabía, lo sentía, pero no tenía fuerzas para pegar el salto. 
Y entonces me aferraba a la absurda esperanza de que algún día volviera a amanecer.  Sin embargo, la tortura se incrementaba cada vez más. De aquellos principiantes moretones, pasé a tener magulladuras en el alma; esas que no se ven a simple vista pero son indelebles.
- No servís para nada.
Era el constante sonsonete, la letanía lapidaria que trepidaba en mis oídos noche y día. Bastaba traspasar el umbral puertas adentro para internarme en el infierno: desamor, desvalorización, desprecio, eran los condimentos de ese menú reiterativo.
Hasta que un día comprendí que  había llegado al límite.
Decir: “te vas” fue tan simple como un saludo en la mañana.
Y a partir de ese momento, comencé a construirme nuevamente desde los cimientos, ladrillo a ladrillo, igual que a una casa soñada, con devoción y desvelo. Pero aún me miraba en el espejo y él me devolvía la imagen de una solitaria, incapaz de ser amada por un hombre.
En eso estaba cuando una noche sorpresiva apareció, de pronto, un hombrecito diminuto e ignoto, al que tantas veces había visto sin mirarlo jamás.
Y como un pirata al abordaje me aprisionó contándome que desde tiempo inmemorial soñaba con ese momento.
Como era lógico, no le creí. Qué era eso de que un hombre se fijara en mí, justo en mí, que como toda esclava liberta llevaba los signos de las cadenas en la piel y en la pena.
Una vez más utilicé la estrategia del humor para intentar la fuga. Pero insistió. Con una tozudez desatinada y absoluta, me capturó en sus redes insospechadas, fue tejiendo una erótica telaraña que lentamente venció mi resistencia.
Yo era una huérfana abandonada en la puerta de su boca, una paloma malherida sollozando en las ventanas de sus ojos, y famélica de amor como estaba, deglutí voraz y golosamente la miel deliciosa de su colmenar. Nada me saciaba, bebía de su agua purificadora y mi sed aumentaba, rasgaba a dentelladas su torso y su pelo y sentía que mi apetito crecía, me sumergía en su abrazo oceánico y nadaba millas y más millas sin percibir la fatiga.
Todos mis hábitos se habían transformado. Me había convertido en un brioso volcán de ardiente lava que arrasaba impetuosamente toda la geografía de su cuerpo. Y cada vez que me miraba en el espejo del otro lado sonreía una hembra en celo, destellante de vida.
Alguien me lo advirtió: está de vacaciones. Y yo, que sólo podía escuchar la melodía de sus caricias, en un allegro vivace deslumbrante, desoí aquellas voces agoreras porque sentía que mi amor era un gladiador invencible, capaz de atravesar murallas y de producir milagros.
La verdad, que “nunca tiene remedio”, un día se instaló en mis pesadillas golpeando con los puños todas mis puertas, para que la recibiera. Y por algún segundo, parecí recobrar la cordura.
Entonces le propuse que volviera cuando me mereciera y cuando él también recobrara la dignidad y aceptara que la felicidad es huidiza como el agua entre las manos. Si la dejamos escapar quizás nunca regrese. Pero el hombrecito no pudo, débil como un arbolito en la tempestad, se quebró. Antes de tomar una decisión con valentía, eligió el holocausto y se entregó al demonio de la monotonía porque el miedo fue mucho más poderoso que el amor. Se autoinmoló y en el altar de nuestro adiós ofrendó sus prendas más queridas: una era yo.
Otra vez descendí a los infiernos, otra vez me sentí fracasada, pero esta vez más insoportable e incomprensiblemente, porque sabía que él me amaba y no podía soltar amarras, el estigma del pasado lo succionaba hacia una cueva de reptiles añosos, sofocándolo, asfixiándolo.
El dolor fue un hierro candente que calcinó mis entrañas hasta convertir en volátil ceniza la chispa más diminuta del deseo.
Me agrisé de repente y otoñé cada una de mis flores en un vetusto pasadizo, donde el sol era persona indeseable.
De rodillas, desangrándome, fui atravesando el túnel, pero algo me decía que muy pronto resurgiría de la oscuridad. Y así fue. Un día me encontré ventilando las habitaciones, ordenando placares y ubicando en su justo lugar todas las piezas del rompecabezas. Un día, volví a mirarme en el espejo y por fin pude verme.
Me había reencontrado.
De vez en cuando lo cruzo, y al verlo tan quieto, entre la enfermedad y la sumisión, con esa cobardía característica de quienes renuncian impunemente a la felicidad, siento una cierta lástima.
Entonces pienso si no habrán sido alucinaciones, porque un ser tan timorato y aterrado no pudo haber sido artífice del milagro que protagonizamos.
Sin embargo, los recuerdos son aún pintura fresca y todavía levito cuando pienso en sus besos. Por eso, llego a la conclusión de que Dios le dio aquellas vacaciones para que me salvara, para que pudiera redimirme de esa opresiva sensación de fracaso que me acosaba impidiéndome despegar. Seguramente, él es un duende que se escapó de un cuento de hadas para sacarme del letargo y devolverme a la vida.
Fue la luz de un relámpago. No duró nada.
Pero alcanzó para iluminar todo mi cielo.



(Cuentos con descuento, narrativa, Mis Escritos, Buenos Aires, 2007) 





martes, 14 de octubre de 2014

LA ETERNIDAD DEL TIEMPO



El hombre ciego caminaba por los puentes del Sena. Apoyaba su prodigiosa mano derecha en el bastón y con la otra sujetaba sutilmente el brazo de una mujer de rasgos orientales, pelo entrecano y sonrisa enigmática. Su andar incierto reflejaba cierta grandiosidad casi luminosa.
Se desplazaban en silencio pero en íntima comunión, como si ese leve contacto significara una profunda simbiosis.
Luego de andar unos metros aspirando el otoño parisino se detuvieron, acodándose en el puente para escuchar mejor las canciones del río.
- Te noto preocupado, Jorge Luis.
No respondió el anciano pero sus ojos inertes buscaron el presentido vuelo de algún pájaro.
- No pretendas ocultarlo. Algo te pasa.
- He soñado otra vez, María. Otra vez el repetido e insistente sueño.
- Pero qué tiene eso de extraño. Es tu destino, ya lo decían las antiguas profecías. Este es el precio.
- No se trata de eso. Es otra cosa, como una fuerza poderosa que trasciende todo cosmos onírico y justamente pareciera trastocar el caos de manera indominable.
- Siempre ocurre así, al principio. Después retornará la calma.
Continuaron la marcha. Estaba anocheciendo y ya surgían a lo lejos las primeras y tímidas estrellas.
Julio estaba en el jardín, acostado, boca arriba. Le producía un deleite especial observar el cielo estrellado en esa rutilante noche de primavera, mientras coreaban los grillos y alguna cigarra madrugadora anunciaba el calor del día siguiente. Si alguien le hubiera exigido que optara, sin dudas se habría quedado con la Cruz del Sur. Perfecta, simétrica, infinita.
No tenía la menor intención de irse a la cama aunque mañana le costara madrugar para ir a la escuela. Era un niño especial, inteligente, de ojos vivaces e incendiarios. Su singular manera de pronunciar la erre, arrastrándola casi con acento francés y que no pocas consultas al fonoaudiólogo le había costado, era una más de sus particularidades. Entre las otras figuraban su adicción a la lectura y un deseo febril de pergeñar palabras en cuanto papel osara cruzársele. Aún mirando el cielo escribía encendidas proclamas en el aire.
- Es un chico muy raro. Escribe cosas incoherentes, sentenció la cándida maestra regordeta que siempre lo miraba con afecto. Con el mismo afecto que miraría a un extraño espécimen en el zoológico.
- Pronto voy a morir, María. Y no puedo dejar este asunto inconcluso. Me preocupa mi sueño. Es que esta vez estoy creando un ser humano, una persona sensible, con libre albedrío. Por eso no puedo dominarlo, se me va de las manos. Además, el lugar...
- ¿Qué tiene que ver el lugar?
-No entiendo a ese país ni a su gente. Son tan particulares, tan incorregibles... Ellos sí que no acatan reglas ni respetan los espejos. Su historia se repite infinitamente pero jamás aprenden. Por eso temo por la vida de mi... discípulo, finalizó tartamudeando, Borges.
- No ibas a decir discípulo.
- Tenés razón, nadie me intuye más que vos, María.
- Ibas a decir hijo.
Julio correteaba por los suburbios, escuchaba los pintorescos diálogos entre malevos y como un polizón se filtraba entre las bolsas apiladas de aquel depósito que hacía las veces de un cuadrilátero donde el Torito se preparaba para la gran pelea.
De vez en cuando, cada vez con más asiduidad, se reunía con un grupo de intelectuales comunistas que enardecidos discutían acerca del rumbo político que estaba tomando la controvertida tierra que los vio nacer.
Y esa pasión creciente se manifestaba en sus textos que como cirios mensajeros empezaban a circular de mano en mano entre los jóvenes, contagiando su ardiente luz a tanto corazón indómito.
- No corren buenos vientos allá en el Sur, María. La intolerancia y la violencia se expanden por las calles como un reguero sembrador de muerte. Me duele ese país de una manera insoportable. Y temo por la vida de mi hijo, dijo Borges esta vez mostrando abiertamente y sin escrúpulos, su paternidad soñada. -Ese muchacho es un rebelde y ya sabés la suerte que allí corren los rebeldes.
La avenida de los Champs Elisée estaba tachonada de ocres y dorados. Los pasos del maestro se perdían en esa alfombra mágica, que, acompasándolos, los repetía en una prolongada sinfonía cálida como un beso.
- Hijo, no soy yo quien te engendra. Son los muertos -musitó Borges- ya sentado en un banco del parque.
Las campanas de Notre Dame repicaban las siete de la tarde.
Julio hablaba entrecortada y acaloradamente. Se estaba despidiendo de sus alumnos del Normal. En su raído portafolios aguardaban un pasaje de avión y un pasaporte. A partir de mañana estrenaría el exilio.
A quién iba a importarle, en un país distante, su fama de cronopio.
Fue frente a la iglesia del Sagrado Corazón que se encontraron, bajo una llovizna imperceptible y solitaria.
El hombre ciego detuvo sus pasos y casi también la respiración. Cortázar lo miró desde su metro ochenta y sólo alcanzó a murmurar:
- Borges, yo tampoco puedo ver así a la patria.
El anciano ilustre sonrió  tristemente reconociendo aquel acento familiar.
- Quizás la muerte no sea nada más que esta nostalgia. La ausencia es un embeleco.

(Ardió París, ardió Ginebra, el mundo entero ardió en la década del 80 cuando los dos creadores escribieron su cuento final. Y Borges, que temía que el fuego fuera el gran delator, pudo comprobar, con alivio, que él también era una apariencia que otro estaba soñando. Otro llamado Julio Cortázar.
- Hermano, esto es muy grosso para mí. Ya estoy mayor: hice lo que pude.
Desde entonces, suele vérselos juntos jugando a la rayuela sobre las baldosas de la Cruz del Sur.

Pero es común, también, cruzarlos por la calle. Porque cuentan los viejos que estos dos argentinos se fugan de los cielos cada vez que algún loco, de los que por suerte todavía quedan, comete el desatino de leerlos y caer en su trampa).