Lo había visto jugar en el potrero desde que era una
pulga.
Vivía a unas cuadras de mi casa, en un barrio
incipiente, hecho a fuerza de pulmón, con los retazos que juntaban los viejos
en los atardeceres cómplices.
Parecía un carbón encendido cuando los ojos pícaros se
iluminaban al patear la pelota.
Yo nunca entendí nada de fútbol. Ni me importaba. Pero
verlo era una fiesta.
Tiempo después, me mudé más cerca del centro de
General Pico. Y me olvidé del bailarín futbolero. Para colmo, ni sabía su
nombre.
Dos días antes de la muerte de mi viejo, fanático de
River, me dieron la titularidad en la Escuela Nº 111, esa que tanto me
recordaba a la primaria en mi pequeño pueblo.
Aunque reconozco que la docencia no fue mi verdadera
vocación, siempre le puse garra y pasión. Como el bailarín en la cancha, como
mi viejo gritándole a Francéscoli o a Fillol.
Es que el hecho de trabajar con pibes era un milagro
cotidiano.
Yo era el maestro de Lengua, ratón de biblioteca,
típico patadura que sólo podía hablar de fútbol leyendo cuentos de grandes
autores como Soriano, Fontanarrosa o Galeano.
Eso sí, esos cuentos eran infalibles. Emocionaban por igual a los varones y a las
chicas.
Así que yo acudía seguido a su maravillosa herramienta
para acallar las hordas. Y meterlas de a poco en la literatura, tras la ilusión
de perseguir una pelota.
Una mañana soleada de principios de octubre, mientras
disfrutaba de una hora libre tomándome unos mates, se me dio por observar a mis
alumnos que jugaban al fútbol con el profesor de Educación Física.
De pronto, algo me resultó familiar. Esas gambetas,
ese malabarismo de piernas y pelota, la escabullida entre los adversarios, el
tiro mortal al arco contrario, no podían ser imitaciones.
Eran una pieza única de orfebrería canchera.
Había crecido mucho, pero al acercarme, reconocí las
brasas en sus ojos.
De puro porfiado, le pregunté dónde vivía. Y él,
riéndose, me dijo:
-
A seis cuadras
de su casa de antes, profe.
Era él, nomás. Así que Jonathan Flores era el
contorsionista del baldío. Me alegró reencontrarlo entre mis alumnos. A los
pocos días descubrí que lo llamaban el “Mara”.
-
¿Mara? –dije-
¿La liebre patagónica? ¿Por el departamento Maracó?
-
Profe, usted lee
mucho, pero de fútbol no sabe nada. Le decimos Mara por el Diego. ¿No vio cómo
juega?
Sí,
claro que lo había visto y también me había conmovido.
Pero una cosa eran la cancha, los penales, la pelota.
En el aula, el asunto se complicaba. No
sólo porque los números y las letras se enredaban en su cabecita, sino por las
zapatillas sin marca, el pantalón emparchado y, muchas veces, la ausencia de
jabón.
Justo había caído en un curso de “niños bien” a los
que les gustaban más el rugby o el básquet, porque el fútbol era villero.
Yo sentía que tenía que hacer algo, pero no le
encontraba la vuelta. Hasta que tuve una idea y sin dar demasiados detalles,
los organicé en grupos.
Nicolás, un fanático de Mozart, se plantó con sus
catorce años y me dijo:
-
Profe, yo no voy
a hacer grupo con el Mara Flores.
-
¿Por qué?
-
Porque es un
negro de mierda que ni se baña, es un burro y la madre es una…
-
¡Nicolás! No
podés ser tan prejuicioso y discriminatorio. A la gente, primero hay que
conocerla. Todos tenemos algo bueno para brindar. Tenés todo el fin de semana
para reflexionar, porque el lunes comienza el trabajo.
El padre de
Nicolás era un colega, así que le sugerí que hablara con él.
El lunes,
Nicolás llegó con trompa y, sin mediar palabra, se sentó con el Mara.
Les expliqué el
trabajo. Era un pequeño certamen urdido “ad hoc”: tenían que escribir un poema
sobre fútbol que luego, en un acto público, en el centro cultural, cada grupo
expondría a elección: podrían recitarlo, ilustrarlo, musicalizarlo o dramatizarlo.
Para mi
sorpresa, el día de la muestra, Nicolás leyó el poema mientras el Mara
hipnotizaba a los presentes con sus proezas.
Ganaron por
ovación. Y como premio, hicieron un viaje a las Sierras de Lihuel Calel, en el
suroeste pampeano. La sierra de la vida. Allí, entre fantasmas mapuches y
flores silvestres con perfume a leyenda, ocurrió un milagro.
Ya de regreso,
Nicolás me paró en la galería para decirme:
-
Tenía razón,
profe. A la gente hay que conocerla. El
Mara es lo más.
En diciembre de
ese año les entregué el diploma de la terminación de la EGB. Al Mara lo seguí
viendo hasta que logró aprobar el tendal de materias que no lo dejaban
gambetear libremente.
Después supe que
vinieron de un club de la Capital a probarlo y se lo llevaron enseguida.
Al principio
jugó en tercera, pero no tardó mucho en pasar a la primera división. Y yo,
contra todas mis costumbres, comencé a mirar partidos por televisión, solamente
por el gusto que me daba ver al Mara.
Pasaron los años
y llegó mi jubilación, pero para no perder los hábitos, me uní a la Comisión de
Apoyo de la Biblioteca Popular, tanto como para insistir en las bondades de la
lectura.
Una tarde,
cuando me retiraba, alguien me llamó al cruzar la avenida.
-
Profe, Profe
Julián.
Me di vuelta y
el resplandor de esa mirada me encandiló. Pasado el sobresalto, divisé,
aferrada a la mano morena del Mara, a una joven mujer hermosa.
-
Profe, le
presento a Lucía, mi novia. Estamos esperando un hijo y vine a invitarlo para
el casorio. No sabe cómo patea el pendejito, seguro va a ser goleador.
-
¿Y si es
chancleta?
-
También; ahora
las mujeres se animan a todo.
Reímos mientras
me daba la participación y los detalles.
Al despedirnos, como por casualidad, me regaló este
premio:
-
¡Ah! ¿Sabe quién
me sale de padrino? El Nicolás. Se acuerda ¿no?
Cómo no me iba a acordar. Giré rápidamente para no
hacer un papelón.
Porque yo, Julián Aguirre, el profesor adusto, me iba
a largar a llorar.
Y lloré. De alegría lloré.
(Imagen: www.blaugranas.com)
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