Yo salía del abismo. Había estado confinada en el suburbio de las almas,
empequeñecida y humillada. Durante quince años había soportado estoicamente
representar aquella farsa llamada matrimonio, creyendo que cualquier maltrato
era preferible a quedarme sola. Pensaba que una mujer que no era capaz de
mantener un hombre a su lado era digna de ser mirada con conmiseración. Y
entonces callaba y aguantaba. Lloraba en silencio cada día y al mirarme al
espejo sentía repulsión por esa pusilánime que no se atrevía a decir basta. Me
preguntaba dónde había quedado aquella mujer apasionada que defendía la
honestidad a ultranza. Sólo una sombra perduraba, endeble y minusválida. Yo
había perdido la dignidad y estaba dando un pésimo ejemplo a mis hijos. Ejemplo
de sometimiento, de debilidad. Lo sabía, lo sentía, pero no tenía fuerzas para
pegar el salto.
Y entonces me aferraba a la absurda esperanza de que algún día volviera a
amanecer. Sin embargo, la tortura se
incrementaba cada vez más. De aquellos principiantes moretones, pasé a tener
magulladuras en el alma; esas que no se ven a simple vista pero son indelebles.
- No servís para nada.
Era el constante sonsonete, la letanía lapidaria que trepidaba en mis
oídos noche y día. Bastaba traspasar el umbral puertas adentro para internarme
en el infierno: desamor, desvalorización, desprecio, eran los condimentos de
ese menú reiterativo.
Hasta que un día comprendí que
había llegado al límite.
Decir: “te vas” fue tan simple como un saludo en la mañana.
Y a partir de ese momento, comencé a construirme nuevamente desde los
cimientos, ladrillo a ladrillo, igual que a una casa soñada, con devoción y
desvelo. Pero aún me miraba en el espejo y él me devolvía la imagen de una
solitaria, incapaz de ser amada por un hombre.
En eso estaba cuando una noche sorpresiva apareció, de pronto, un
hombrecito diminuto e ignoto, al que tantas veces había visto sin mirarlo
jamás.
Y como un pirata al abordaje me aprisionó contándome que desde tiempo
inmemorial soñaba con ese momento.
Como era lógico, no le creí. Qué era eso de que un hombre se fijara en
mí, justo en mí, que como toda esclava liberta llevaba los signos de las
cadenas en la piel y en la pena.
Una vez más utilicé la estrategia del humor para intentar la fuga. Pero
insistió. Con una tozudez desatinada y absoluta, me capturó en sus redes
insospechadas, fue tejiendo una erótica telaraña que lentamente venció mi
resistencia.
Yo era una huérfana abandonada en la puerta de su boca, una paloma
malherida sollozando en las ventanas de sus ojos, y famélica de amor como
estaba, deglutí voraz y golosamente la miel deliciosa de su colmenar. Nada me
saciaba, bebía de su agua purificadora y mi sed aumentaba, rasgaba a
dentelladas su torso y su pelo y sentía que mi apetito crecía, me sumergía en
su abrazo oceánico y nadaba millas y más millas sin percibir la fatiga.
Todos mis hábitos se habían transformado. Me había convertido en un
brioso volcán de ardiente lava que arrasaba impetuosamente toda la geografía de
su cuerpo. Y cada vez que me miraba en el espejo del otro lado sonreía una
hembra en celo, destellante de vida.
Alguien me lo advirtió: está de vacaciones. Y yo, que sólo podía escuchar
la melodía de sus caricias, en un allegro vivace deslumbrante, desoí aquellas
voces agoreras porque sentía que mi amor era un gladiador invencible, capaz de
atravesar murallas y de producir milagros.
La verdad, que “nunca tiene remedio”, un día se instaló en mis pesadillas
golpeando con los puños todas mis puertas, para que la recibiera. Y por algún
segundo, parecí recobrar la cordura.
Entonces le propuse que volviera cuando me mereciera y cuando él también
recobrara la dignidad y aceptara que la felicidad es huidiza como el agua entre
las manos. Si la dejamos escapar quizás nunca regrese. Pero el hombrecito no
pudo, débil como un arbolito en la tempestad, se quebró. Antes de tomar una
decisión con valentía, eligió el holocausto y se entregó al demonio de la
monotonía porque el miedo fue mucho más poderoso que el amor. Se autoinmoló y
en el altar de nuestro adiós ofrendó sus prendas más queridas: una era yo.
Otra vez descendí a los infiernos, otra vez me sentí fracasada, pero esta
vez más insoportable e incomprensiblemente, porque sabía que él me amaba y no
podía soltar amarras, el estigma del pasado lo succionaba hacia una cueva de
reptiles añosos, sofocándolo, asfixiándolo.
El dolor fue un hierro candente que calcinó mis entrañas hasta convertir
en volátil ceniza la chispa más diminuta del deseo.
Me agrisé de repente y otoñé cada una de mis flores en un vetusto
pasadizo, donde el sol era persona indeseable.
De rodillas, desangrándome, fui atravesando el túnel, pero algo me decía
que muy pronto resurgiría de la oscuridad. Y así fue. Un día me encontré
ventilando las habitaciones, ordenando placares y ubicando en su justo lugar
todas las piezas del rompecabezas. Un día, volví a mirarme en el espejo y por
fin pude verme.
Me había reencontrado.
De vez en cuando lo cruzo, y al verlo tan quieto, entre la enfermedad y
la sumisión, con esa cobardía característica de quienes renuncian impunemente a
la felicidad, siento una cierta lástima.
Entonces pienso si no habrán sido alucinaciones, porque un ser tan
timorato y aterrado no pudo haber sido artífice del milagro que protagonizamos.
Sin embargo, los recuerdos son aún pintura fresca y todavía levito cuando
pienso en sus besos. Por eso, llego a la conclusión de que Dios le dio aquellas
vacaciones para que me salvara, para que pudiera redimirme de esa opresiva
sensación de fracaso que me acosaba impidiéndome despegar. Seguramente, él es
un duende que se escapó de un cuento de hadas para sacarme del letargo y
devolverme a la vida.
Fue la luz de un relámpago. No duró nada.
Pero alcanzó para iluminar todo mi cielo.
(Cuentos con descuento, narrativa, Mis Escritos, Buenos Aires, 2007)
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