miércoles, 15 de octubre de 2014

EL RELÁMPAGO



Yo salía del abismo. Había estado confinada en el suburbio de las almas, empequeñecida y humillada. Durante quince años había soportado estoicamente representar aquella farsa llamada matrimonio, creyendo que cualquier maltrato era preferible a quedarme sola. Pensaba que una mujer que no era capaz de mantener un hombre a su lado era digna de ser mirada con conmiseración. Y entonces callaba y aguantaba. Lloraba en silencio cada día y al mirarme al espejo sentía repulsión por esa pusilánime que no se atrevía a decir basta. Me preguntaba dónde había quedado aquella mujer apasionada que defendía la honestidad a ultranza. Sólo una sombra perduraba, endeble y minusválida. Yo había perdido la dignidad y estaba dando un pésimo ejemplo a mis hijos. Ejemplo de sometimiento, de debilidad. Lo sabía, lo sentía, pero no tenía fuerzas para pegar el salto. 
Y entonces me aferraba a la absurda esperanza de que algún día volviera a amanecer.  Sin embargo, la tortura se incrementaba cada vez más. De aquellos principiantes moretones, pasé a tener magulladuras en el alma; esas que no se ven a simple vista pero son indelebles.
- No servís para nada.
Era el constante sonsonete, la letanía lapidaria que trepidaba en mis oídos noche y día. Bastaba traspasar el umbral puertas adentro para internarme en el infierno: desamor, desvalorización, desprecio, eran los condimentos de ese menú reiterativo.
Hasta que un día comprendí que  había llegado al límite.
Decir: “te vas” fue tan simple como un saludo en la mañana.
Y a partir de ese momento, comencé a construirme nuevamente desde los cimientos, ladrillo a ladrillo, igual que a una casa soñada, con devoción y desvelo. Pero aún me miraba en el espejo y él me devolvía la imagen de una solitaria, incapaz de ser amada por un hombre.
En eso estaba cuando una noche sorpresiva apareció, de pronto, un hombrecito diminuto e ignoto, al que tantas veces había visto sin mirarlo jamás.
Y como un pirata al abordaje me aprisionó contándome que desde tiempo inmemorial soñaba con ese momento.
Como era lógico, no le creí. Qué era eso de que un hombre se fijara en mí, justo en mí, que como toda esclava liberta llevaba los signos de las cadenas en la piel y en la pena.
Una vez más utilicé la estrategia del humor para intentar la fuga. Pero insistió. Con una tozudez desatinada y absoluta, me capturó en sus redes insospechadas, fue tejiendo una erótica telaraña que lentamente venció mi resistencia.
Yo era una huérfana abandonada en la puerta de su boca, una paloma malherida sollozando en las ventanas de sus ojos, y famélica de amor como estaba, deglutí voraz y golosamente la miel deliciosa de su colmenar. Nada me saciaba, bebía de su agua purificadora y mi sed aumentaba, rasgaba a dentelladas su torso y su pelo y sentía que mi apetito crecía, me sumergía en su abrazo oceánico y nadaba millas y más millas sin percibir la fatiga.
Todos mis hábitos se habían transformado. Me había convertido en un brioso volcán de ardiente lava que arrasaba impetuosamente toda la geografía de su cuerpo. Y cada vez que me miraba en el espejo del otro lado sonreía una hembra en celo, destellante de vida.
Alguien me lo advirtió: está de vacaciones. Y yo, que sólo podía escuchar la melodía de sus caricias, en un allegro vivace deslumbrante, desoí aquellas voces agoreras porque sentía que mi amor era un gladiador invencible, capaz de atravesar murallas y de producir milagros.
La verdad, que “nunca tiene remedio”, un día se instaló en mis pesadillas golpeando con los puños todas mis puertas, para que la recibiera. Y por algún segundo, parecí recobrar la cordura.
Entonces le propuse que volviera cuando me mereciera y cuando él también recobrara la dignidad y aceptara que la felicidad es huidiza como el agua entre las manos. Si la dejamos escapar quizás nunca regrese. Pero el hombrecito no pudo, débil como un arbolito en la tempestad, se quebró. Antes de tomar una decisión con valentía, eligió el holocausto y se entregó al demonio de la monotonía porque el miedo fue mucho más poderoso que el amor. Se autoinmoló y en el altar de nuestro adiós ofrendó sus prendas más queridas: una era yo.
Otra vez descendí a los infiernos, otra vez me sentí fracasada, pero esta vez más insoportable e incomprensiblemente, porque sabía que él me amaba y no podía soltar amarras, el estigma del pasado lo succionaba hacia una cueva de reptiles añosos, sofocándolo, asfixiándolo.
El dolor fue un hierro candente que calcinó mis entrañas hasta convertir en volátil ceniza la chispa más diminuta del deseo.
Me agrisé de repente y otoñé cada una de mis flores en un vetusto pasadizo, donde el sol era persona indeseable.
De rodillas, desangrándome, fui atravesando el túnel, pero algo me decía que muy pronto resurgiría de la oscuridad. Y así fue. Un día me encontré ventilando las habitaciones, ordenando placares y ubicando en su justo lugar todas las piezas del rompecabezas. Un día, volví a mirarme en el espejo y por fin pude verme.
Me había reencontrado.
De vez en cuando lo cruzo, y al verlo tan quieto, entre la enfermedad y la sumisión, con esa cobardía característica de quienes renuncian impunemente a la felicidad, siento una cierta lástima.
Entonces pienso si no habrán sido alucinaciones, porque un ser tan timorato y aterrado no pudo haber sido artífice del milagro que protagonizamos.
Sin embargo, los recuerdos son aún pintura fresca y todavía levito cuando pienso en sus besos. Por eso, llego a la conclusión de que Dios le dio aquellas vacaciones para que me salvara, para que pudiera redimirme de esa opresiva sensación de fracaso que me acosaba impidiéndome despegar. Seguramente, él es un duende que se escapó de un cuento de hadas para sacarme del letargo y devolverme a la vida.
Fue la luz de un relámpago. No duró nada.
Pero alcanzó para iluminar todo mi cielo.



(Cuentos con descuento, narrativa, Mis Escritos, Buenos Aires, 2007) 





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