Alrededor de la
fogata, iluminada a tientas por su luz esquiva, me siento la primera mujer del
Universo.
Las manos aún me
arden de frotar las piedras y retengo en mi latido la emoción virginal ante el
sobresalto de la primera chispa.
Su calor me
protege y me defiende.
Pero entre las
sombras tartamudas del ocaso, los fantasmas del miedo se agazapan y se van
mimetizando con la noche.
Por eso lanzo al epicentro visceral
de la llama todos los ornamentos combustibles que su lengua voraz atrapa en el
ritual de la metamorfosis.
Debo cuidar el
fuego.
Soy la sacerdotisa
de una tribu diezmada y tengo que preservar el calor y la luz porque en ellos
se ocultan las viejas tradiciones, los secretos de mi raza y el ondular de las
palabras.
Los defenderé
hasta con mi vida.
Aunque todo este
ceremonial no sea nada más que un amuleto para alejar la muerte.
Mientras el fuego
resista, la vida permanecerá.
Las cenizas son
nuestra decrepitud y el viento del olvido puede desparramarlas hasta extinguirlas,
hasta borrarlas del planeta.
Danzaré hasta
parir el día.
Una por una,
ofrendaré mis faldas policromas al incendio brutal de la vigilia.
Pero en la parca
canción de la noche crecen animales mitológicos y voces desusadas.
Me convierto en un
leve crespón que repta al crepitar en las cavernas del horror que implica ser
tan mínimo y saberlo.
Esta criatura que
se inmola para avivar el fuego de la transparencia y de la eternidad sufre su
finitud en una agonía inmortal. La soledad terrena es mucho más pavorosa que el
descenso a los infiernos.
A pesar de que se
trata de un equívoco generado por la ignorancia y la soberbia de creerse tan
única e irrepetible que se consume con el otro fuego. Y no distingue la verdad,
no puede ver la multitud que restalla en las brasas.
Sólo un instante
priva la sensatez en mi cerebro y vislumbro que allí, en la sangre ígnea
sobrevive la humanidad hecha puñado de sol nocturno.
Por eso abrazo el
fuego que me abrasa y me convierto en una melodía inextinguible.
Soy el fuego y me
expando sobre las carreteras, en la herida letal del horizonte, o en el diente
de oro del lucero.
Nadie detiene mi
bocanada arrasadora.
Ardo, crepito, incendio, quemo, calcino. Doy a luz, doy calor, doy vida eterna.
Soy mi dueña y mi
esclava. Soy la voz de anteriores generaciones.
Soy el fuego.
(Imagen: rubensada.blogspot.com)
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