martes, 14 de octubre de 2014

LA ETERNIDAD DEL TIEMPO



El hombre ciego caminaba por los puentes del Sena. Apoyaba su prodigiosa mano derecha en el bastón y con la otra sujetaba sutilmente el brazo de una mujer de rasgos orientales, pelo entrecano y sonrisa enigmática. Su andar incierto reflejaba cierta grandiosidad casi luminosa.
Se desplazaban en silencio pero en íntima comunión, como si ese leve contacto significara una profunda simbiosis.
Luego de andar unos metros aspirando el otoño parisino se detuvieron, acodándose en el puente para escuchar mejor las canciones del río.
- Te noto preocupado, Jorge Luis.
No respondió el anciano pero sus ojos inertes buscaron el presentido vuelo de algún pájaro.
- No pretendas ocultarlo. Algo te pasa.
- He soñado otra vez, María. Otra vez el repetido e insistente sueño.
- Pero qué tiene eso de extraño. Es tu destino, ya lo decían las antiguas profecías. Este es el precio.
- No se trata de eso. Es otra cosa, como una fuerza poderosa que trasciende todo cosmos onírico y justamente pareciera trastocar el caos de manera indominable.
- Siempre ocurre así, al principio. Después retornará la calma.
Continuaron la marcha. Estaba anocheciendo y ya surgían a lo lejos las primeras y tímidas estrellas.
Julio estaba en el jardín, acostado, boca arriba. Le producía un deleite especial observar el cielo estrellado en esa rutilante noche de primavera, mientras coreaban los grillos y alguna cigarra madrugadora anunciaba el calor del día siguiente. Si alguien le hubiera exigido que optara, sin dudas se habría quedado con la Cruz del Sur. Perfecta, simétrica, infinita.
No tenía la menor intención de irse a la cama aunque mañana le costara madrugar para ir a la escuela. Era un niño especial, inteligente, de ojos vivaces e incendiarios. Su singular manera de pronunciar la erre, arrastrándola casi con acento francés y que no pocas consultas al fonoaudiólogo le había costado, era una más de sus particularidades. Entre las otras figuraban su adicción a la lectura y un deseo febril de pergeñar palabras en cuanto papel osara cruzársele. Aún mirando el cielo escribía encendidas proclamas en el aire.
- Es un chico muy raro. Escribe cosas incoherentes, sentenció la cándida maestra regordeta que siempre lo miraba con afecto. Con el mismo afecto que miraría a un extraño espécimen en el zoológico.
- Pronto voy a morir, María. Y no puedo dejar este asunto inconcluso. Me preocupa mi sueño. Es que esta vez estoy creando un ser humano, una persona sensible, con libre albedrío. Por eso no puedo dominarlo, se me va de las manos. Además, el lugar...
- ¿Qué tiene que ver el lugar?
-No entiendo a ese país ni a su gente. Son tan particulares, tan incorregibles... Ellos sí que no acatan reglas ni respetan los espejos. Su historia se repite infinitamente pero jamás aprenden. Por eso temo por la vida de mi... discípulo, finalizó tartamudeando, Borges.
- No ibas a decir discípulo.
- Tenés razón, nadie me intuye más que vos, María.
- Ibas a decir hijo.
Julio correteaba por los suburbios, escuchaba los pintorescos diálogos entre malevos y como un polizón se filtraba entre las bolsas apiladas de aquel depósito que hacía las veces de un cuadrilátero donde el Torito se preparaba para la gran pelea.
De vez en cuando, cada vez con más asiduidad, se reunía con un grupo de intelectuales comunistas que enardecidos discutían acerca del rumbo político que estaba tomando la controvertida tierra que los vio nacer.
Y esa pasión creciente se manifestaba en sus textos que como cirios mensajeros empezaban a circular de mano en mano entre los jóvenes, contagiando su ardiente luz a tanto corazón indómito.
- No corren buenos vientos allá en el Sur, María. La intolerancia y la violencia se expanden por las calles como un reguero sembrador de muerte. Me duele ese país de una manera insoportable. Y temo por la vida de mi hijo, dijo Borges esta vez mostrando abiertamente y sin escrúpulos, su paternidad soñada. -Ese muchacho es un rebelde y ya sabés la suerte que allí corren los rebeldes.
La avenida de los Champs Elisée estaba tachonada de ocres y dorados. Los pasos del maestro se perdían en esa alfombra mágica, que, acompasándolos, los repetía en una prolongada sinfonía cálida como un beso.
- Hijo, no soy yo quien te engendra. Son los muertos -musitó Borges- ya sentado en un banco del parque.
Las campanas de Notre Dame repicaban las siete de la tarde.
Julio hablaba entrecortada y acaloradamente. Se estaba despidiendo de sus alumnos del Normal. En su raído portafolios aguardaban un pasaje de avión y un pasaporte. A partir de mañana estrenaría el exilio.
A quién iba a importarle, en un país distante, su fama de cronopio.
Fue frente a la iglesia del Sagrado Corazón que se encontraron, bajo una llovizna imperceptible y solitaria.
El hombre ciego detuvo sus pasos y casi también la respiración. Cortázar lo miró desde su metro ochenta y sólo alcanzó a murmurar:
- Borges, yo tampoco puedo ver así a la patria.
El anciano ilustre sonrió  tristemente reconociendo aquel acento familiar.
- Quizás la muerte no sea nada más que esta nostalgia. La ausencia es un embeleco.

(Ardió París, ardió Ginebra, el mundo entero ardió en la década del 80 cuando los dos creadores escribieron su cuento final. Y Borges, que temía que el fuego fuera el gran delator, pudo comprobar, con alivio, que él también era una apariencia que otro estaba soñando. Otro llamado Julio Cortázar.
- Hermano, esto es muy grosso para mí. Ya estoy mayor: hice lo que pude.
Desde entonces, suele vérselos juntos jugando a la rayuela sobre las baldosas de la Cruz del Sur.

Pero es común, también, cruzarlos por la calle. Porque cuentan los viejos que estos dos argentinos se fugan de los cielos cada vez que algún loco, de los que por suerte todavía quedan, comete el desatino de leerlos y caer en su trampa).

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