El
hombre ciego caminaba por los puentes del Sena. Apoyaba su prodigiosa mano
derecha en el bastón y con la otra sujetaba sutilmente el brazo de una mujer de
rasgos orientales, pelo entrecano y sonrisa enigmática. Su andar incierto
reflejaba cierta grandiosidad casi luminosa.
Se
desplazaban en silencio pero en íntima comunión, como si ese leve contacto
significara una profunda simbiosis.
Luego
de andar unos metros aspirando el otoño parisino se detuvieron, acodándose en
el puente para escuchar mejor las canciones del río.
- Te noto preocupado,
Jorge Luis.
- No pretendas
ocultarlo. Algo te pasa.
- He soñado otra vez,
María. Otra vez el repetido e insistente sueño.
- Pero qué tiene eso de
extraño. Es tu destino, ya lo decían las antiguas profecías. Este es el precio.
- No se trata de eso.
Es otra cosa, como una fuerza poderosa que trasciende todo cosmos onírico y
justamente pareciera trastocar el caos de manera indominable.
- Siempre ocurre así,
al principio. Después retornará la calma.
Continuaron
la marcha. Estaba anocheciendo y ya surgían a lo lejos las primeras y tímidas
estrellas.
Julio
estaba en el jardín, acostado, boca arriba. Le producía un deleite especial
observar el cielo estrellado en esa rutilante noche de primavera, mientras
coreaban los grillos y alguna cigarra madrugadora anunciaba el calor del día
siguiente. Si alguien le hubiera exigido que optara, sin dudas se habría
quedado con la Cruz del Sur. Perfecta, simétrica, infinita.
No
tenía la menor intención de irse a la cama aunque mañana le costara madrugar
para ir a la escuela. Era un niño especial, inteligente, de ojos vivaces e
incendiarios. Su singular manera de pronunciar la erre, arrastrándola casi con
acento francés y que no pocas consultas al fonoaudiólogo le había costado, era
una más de sus particularidades. Entre las otras figuraban su adicción a la
lectura y un deseo febril de pergeñar palabras en cuanto papel osara
cruzársele. Aún mirando el cielo escribía encendidas proclamas en el aire.
- Es un chico muy raro.
Escribe cosas incoherentes, sentenció la cándida maestra regordeta que siempre
lo miraba con afecto. Con el mismo afecto que miraría a un extraño espécimen en
el zoológico.
- Pronto voy a morir,
María. Y no puedo dejar este asunto inconcluso. Me preocupa mi sueño. Es que
esta vez estoy creando un ser humano, una persona sensible, con libre albedrío.
Por eso no puedo dominarlo, se me va de las manos. Además, el lugar...
- ¿Qué tiene que ver el
lugar?
-No entiendo a ese país
ni a su gente. Son tan particulares, tan incorregibles... Ellos sí que no
acatan reglas ni respetan los espejos. Su historia se repite infinitamente pero
jamás aprenden. Por eso temo por la vida de mi... discípulo, finalizó
tartamudeando, Borges.
- No ibas a decir
discípulo.
- Tenés razón, nadie me
intuye más que vos, María.
- Ibas a decir hijo.
Julio
correteaba por los suburbios, escuchaba los pintorescos diálogos entre malevos
y como un polizón se filtraba entre las bolsas apiladas de aquel depósito que
hacía las veces de un cuadrilátero donde el Torito se preparaba para la gran
pelea.
De
vez en cuando, cada vez con más asiduidad, se reunía con un grupo de
intelectuales comunistas que enardecidos discutían acerca del rumbo político
que estaba tomando la controvertida tierra que los vio nacer.
Y
esa pasión creciente se manifestaba en sus textos que como cirios mensajeros
empezaban a circular de mano en mano entre los jóvenes, contagiando su ardiente
luz a tanto corazón indómito.
- No corren buenos
vientos allá en el Sur, María. La intolerancia y la violencia se expanden por
las calles como un reguero sembrador de muerte. Me duele ese país de una manera
insoportable. Y temo por la vida de mi hijo, dijo Borges esta vez mostrando
abiertamente y sin escrúpulos, su paternidad soñada. -Ese muchacho es un
rebelde y ya sabés la suerte que allí corren los rebeldes.
La
avenida de los Champs Elisée estaba tachonada de ocres y dorados. Los pasos del
maestro se perdían en esa alfombra mágica, que, acompasándolos, los repetía en
una prolongada sinfonía cálida como un beso.
- Hijo, no soy yo quien
te engendra. Son los muertos -musitó Borges- ya sentado en un banco del parque.
Las
campanas de Notre Dame repicaban las siete de la tarde.
Julio
hablaba entrecortada y acaloradamente. Se estaba despidiendo de sus alumnos del
Normal. En su raído portafolios aguardaban un pasaje de avión y un pasaporte. A
partir de mañana estrenaría el exilio.
A
quién iba a importarle, en un país distante, su fama de cronopio.
Fue
frente a la iglesia del Sagrado Corazón que se encontraron, bajo una llovizna
imperceptible y solitaria.
El
hombre ciego detuvo sus pasos y casi también la respiración. Cortázar lo miró
desde su metro ochenta y sólo alcanzó a murmurar:
- Borges, yo tampoco
puedo ver así a la patria.
El
anciano ilustre sonrió tristemente reconociendo
aquel acento familiar.
- Quizás la muerte no
sea nada más que esta nostalgia. La ausencia es un embeleco.
(Ardió
París, ardió Ginebra, el mundo entero ardió en la década del 80 cuando los dos
creadores escribieron su cuento final. Y Borges, que temía que el fuego fuera
el gran delator, pudo comprobar, con alivio, que él también era una
apariencia que otro estaba soñando. Otro llamado Julio Cortázar.
- Hermano, esto es muy
grosso para mí. Ya estoy mayor: hice lo que pude.
Desde
entonces, suele vérselos juntos jugando a la rayuela sobre las baldosas de la
Cruz del Sur.
Pero
es común, también, cruzarlos por la calle. Porque cuentan los viejos que estos
dos argentinos se fugan de los cielos cada vez que algún loco, de los que por
suerte todavía quedan, comete el desatino de leerlos y caer en su trampa).
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