domingo, 27 de abril de 2014

VERONA



No hay balcones en Monserrat Anexo.
Pero los días de lluvia el barro enjabona las calles de tierra y lastima, indiferente, las zapatillas sin marca de los pibes que van al Ipem 338.
Lastima como el estigma de la pobreza que cargan en la mochila desgastada.
El Ipem es una tregua para los de El Pueblito y los de Ramal del Sur. Afuera, los jóvenes siguen muriendo, asolados por las drogas y las armas en ese enfrentamiento irracional de los dos bandos.
Enfrentadas también están las divisiones A y B de tercer año, galería por medio. Eugenio va a tercero A y Carolina es la mejor alumna de tercero B.
Pero ellos se quieren. Cuando toca el timbre del recreo se encuentran en la galería y tomados de la mano van a refugiarse debajo del algarrobo añoso que los cobija de las pedradas y los insultos. Allí florecen las azucenas de sus besos tímidos.
El ojo izquierdo de Eugenio está enlutado.
Ante la mirada interrogativa de Carolina, él se encoge de hombros y musita un: “Ya sabés”.
Con la pena asfixiada vuelven al aula y se quedan en vilo hasta el próximo timbre.
Viven a cinco cuadras, pero en ese estrecho margen se dibuja la línea divisoria entre el Pueblito y el Ramal. Y es bien sabido que quien se atreve a pisarla pone en riesgo su vida.
Eugenio sabe y se arriesga. Con sus dieciséis años ellos hace dos que se aman y se esconden.
Piensan en irse, en huir hacia donde nadie los conozca y no sean portadores de apellido ni de barrio.
Pero la rotunda verdad de la matemática los descorazona. Sus monedas y billetes de dos pesos son estériles. Ni para el bondi al centro.
Claro que su amor y su juventud son botas de siete leguas. Pero Carolina está a cargo de sus hermanitos y Eugenio no puede arrancarse el aguijón de lágrimas que su madre le clava llorando la muerte de dos hijos que luchaban en la pandilla.
Los domingos, en la iglesia, encuentran algo de paz. Es que además de rezar, el cura los deja quedarse en la sacristía para que charlen tranquilos.
A veces, se pelean por Belgrano y Talleres. Pero enseguida, un abrazo borra la diferencia y estallan en carcajadas. Tal vez, el único momento de la semana en que el gorjeo de sus risas se deja oír.
La muerte reina en Monserrat. Carolina y Eugenio se aman.

©Olga Liliana Reinoso


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