viernes, 29 de octubre de 2010

Encuentro de escritoras Matilde Espinosa - Bogotá - Colombia
















NI EL LENGUAJE NI SU FALTA SON INOCENTES

“dan cristal al cristal, sangre a la sangre
y dan vida a la vida, las palabras”
Pablo Neruda; Plenos Poderes

Las palabras, que antes eran el nombre de las cosas, la manifestación del pensamiento, fueron sometidas al vaciamiento de sentido y tienden a desaparecer.
Por eso, más que nunca, defiendo la palabra y las convoco a una cruzada por su resurrección. No pueden quedar impunes tantos crímenes verbales, tanta corrupción idiomática, tanta invasión cultural. Basta de impunidad para los charlatanes de feria, los verseros (en el peor sentido de la palabra). Fíjense que hoy cualquiera nos hace el verso y no tiene nada de poeta.
Ya sabemos que las lenguas cambian, evolucionan, crecen, se enriquecen, fluctúan. Pero lo deleznable es el aniquilamiento del idioma, el empobrecimiento espiritual de la palabra, la falta de ética que lleva a usar la palabra como elemento demagógico y perverso.
Algunos dicen que los jóvenes no tienen nada para decir, yo pienso que no tienen “con qué” decirlo. Porque los adultos, entre otras cosas, también les retaceamos esa herencia.
Pero creo que nada de esto es inocente. Todo responde a planes fríamente elaborados por los voraces dominadores, por los imbéciles brazos de la censura que, en su ignorancia, suponen que degradando las palabras podrán quitarle al pueblo su forma de expresión. Ya quedó en la memoria aquel poema de Paul Eluard al que la censura no pudo reprimir durante la dominación nazi en París: “Yo te nombro, Libertad”. Siempre, los tiranos temieron a los poetas, a los narradores, siempre los persiguieron y masacraron en un vano intento de hacerlos callar. Pero la palabra del pueblo crece desde el pie, como dice Alfredo Zitarrosa, el cantautor uruguayo. Y no hay decreto, ni ley, ni crítica literaria que pueda abatirla.
En nuestro país se ha ido produciendo una progresiva y vertiginosa devaluación de la palabra. La hemos ido vaciando de sentido, la hemos convertido en una cáscara vacía. Sino ¿cómo se explica que expresiones del calibre de “TE DOY MI PALABRA”, “PALABRA DE HONOR”, “MUJER U HOMBRE DE PALABRA”, sean hoy anacronismos sin validez alguna? ¿Por qué nos causa risa y nos provoca una mueca la fórmula “SI ASÍ NO LO HICIERE DIOS Y LA PATRIA ME LO DEMANDEN”? (que es la fórmula con que juran nuestros políticos cuando asumen un cargo)
Me parece que sin darnos cuenta vamos prostituyendo la palabra, o al menos somos cómplices de instalar una absoluta falta de ética, al hablar impunemente y mentir de una manera descarada.
Se habla mucho, se discute mal y se reflexiona muy poco.
La prestigiosa ensayista argentina, Beatriz Sarlo, dice: “Vivimos en un país donde no se paga el costo de lo dicho, donde nadie es completamente responsable de sus palabras”.
Poco después de terminar esta ponencia llegó a mis manos un artículo de Santiago Kovadloff, escritor y filósofo, publicado en el diario La Nación, de Buenos Aires, el viernes 24 de septiembrede 2010; y me pareció muy atinado transcribir los párrafos que van a continuación:
“Es difícil decidir si la decadencia de los valores morales y políticos de una comunidad se inicia con la desvitalización del lenguaje o si ésta termina por reflejar la agonía de aquéllos. Sea como fuere, la interdependencia entre lenguaje, moral y política se muestra, desde siempre, como un hecho incontrastable.
Ante semejante caudal de impropiedades y perversiones, se hace indispensable recordar que el lenguaje sólo secundariamente es una herramienta para el suministro informativo. Primeramente y primordialmente, es un signo espiritual: el indicio más alto y más hondo de la índole de los recursos subjetivos con que cuenta o deja de contar una comunidad. Con él, cada uno de los que la integran conoce, se da a conocer y logra autorreconocerse. La palabra no puede decirlo todo, pero lo dice todo de quienes la emplean.
Seamos claros: donde el lenguaje se corrompe, algo más que el lenguaje se corrompe.”
Hay una hiperinflación del lenguaje coloquial por el lado de los calificativos, aunque no por el lado de los sentimientos. A medida que se pulverizan nuestros sentimientos, crecen los calificativos: Ídolo, genio, diosa, divino, súper, sos lo más, No te mueras nunca, brutal, total. Somos desmesurados.
Al mismo que le decimos en una oportunidad “No te mueras nunca”, en otra ocasión le decimos “si no ganamos, cobrás”. Por otro lado, mientras los padres manifiestan sobreprotección hacia sus hijos a tal punto de que algunos hablan del imperio de la filiocracia, cuando alguien parece dominar a otro se dice que “lo tiene de hijo”. O el viejo insulto universal hijo de tal por cual que hoy sirve como bienvenida para saludar a un querido amigo.
Ivonne Bordelois, intelectual argentina que se diplomó en la Universidad de Buenos Aires, para luego continuar sus estudios literarios y lingüísticos en la Sorbonne, que colaboró con la revista Sur, realizó traducciones y entrevistas con Alejandra Pizarnik. En 1968, se trasladó a Boston, donde se doctoró nada menos que con Noam Chomsky.
Desde 1975 ocupa una cátedra de lingüística en la Universidad de Utrech, Holanda. En 1983 ganó la beca Guggenheim. Regresó en 1994 a la Argentina y desde entonces dicta cursos y seminarios de post grado en la Universidad de Buenos Aires.
Ha publicado poesía y ensayo.
De sus libros recomiendo calurosamente “La Palabra Amenazada” y “El País que nos habla”. Este último es una obra maravillosa, accesible, agilísima, de muy fácil lectura, didáctica y conmovedora.
Su tema central es el deterioro del lenguaje y las variadas amenazas que lo acechan desde distintos flancos.
Dice que “la lengua es, sin duda, el camino más poderoso de identidad comunitaria: es el reflejo inapelable de la propia miseria y riqueza interior… puede ser también un instrumento irremplazable de autoestima… Brice Paraim expresa que “del mismo modo en que tratamos a la lengua nos tratamos a nosotros mismos”.
Si nos ponemos a pensar en esta afirmación coincidiremos en que la devaluación del idioma es directamente proporcional a la pérdida del respeto por el otro y por nosotros mismos, que ya se ha institucionalizado en nuestra sociedad.
Más adelante explica que “el estado actual de nuestro lenguaje se presenta como síntoma de extrema gravedad… pero precisamente cuando se nos ha despojado de todo, se vuelve importante ver si algo nos queda”.
Y más esperanzadoramente afirma que hay escritores, lectores, docentes de todos los niveles, estudiantes, lingüistas, psicoanalistas, periodistas, editores, miembros de asambleas barriales, que forman una resistencia subterránea, pero formidable para salvaguardar este bien tan preciado. Es aquí cuando debemos prestar verdadera atención a la misión que nos toca tan de cerca a los escritores.
Para organizar las ideas me gustaría comenzar con una definición. ¿Qué es ser escritor? Epicteto, el filósofo estoico natural de Hierápolis, ciudad de Frigia, enseñaba: “Si quieres ser escritor, escribe”. Por si no alcanza, adhiero a la postura de Ernest Hemingway: “Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y en el mayor placer, solo la muerte puede ponerle fin”. Me gusta esta postura por su componente erótico y porque connota toda la pasión que encierra el acto de escribir. Pero en algunos corrillos existe todavía cierto pudor a la hora de asumir quién es escritor. Modestamente, creo que escritor es aquel que ha hecho de la escritura su máxima y más asidua actividad. Y eso no encierra en sí mismo ningún juicio de valor. Ser bueno o malo es harina de otro costal. ¿O no hay buenos y malos profesionales/empleados/trabajadores en todos los campos?
Ahora, no podemos negar la ambivalencia que genera esto de ser escritor: por un lado, somos conscientes de que las actividades intelectuales son poco valoradas, al menos en nuestro país; sin embargo, hemos internalizado la concepción de que los escritores pertenecen al Parnaso. Sería bueno, tal vez, encontrar la postura intermedia. Pero para lograr esto, como para tantas otras cosas, hace falta un absoluto sinceramiento y un debate que nos debemos hace tiempo.
Parece que los claustros académicos y las distintas organizaciones de escritores transitan por caminos paralelos. Y ya sabemos que las paralelas no se tocan. Lástima, ¿no? Sería bueno que alguna vez se produjera el encuentro y la discusión. Porque antes de pre-juzgar, conviene conocer. Hace unos años, editorial Planeta presentó en la Feria del Libro de la ciudad de Buenos Aires, la reedición de las siete novelas de un autor argentino, Osvaldo Soriano, prologadas por Eduardo Galeano, Juan Martini, José Pablo Feinmann, Osvaldo Bayer, Guillermo Sacomanno, Roberto Fontanarrosa y Tomás Eloy Martínez. Durante su vida, el entrañable Osvaldo fue denostado por la Academia; y usado como ejemplo de lo que no se debía escribir, en la Facultad de Letras. Sin embargo, Osvaldo Bayer logró homenajearlo en el aula magna, con la gente aplaudiendo de pie. Si Soriano supo describirnos con autenticidad y crudeza. ¿Por qué querían acallarlo? ¿Quiénes? ¿Y a quiénes respondían?
Lo cierto es que la gente nunca recuerda a los verdugos. Mueren donde deben morir, en el silencio del olvido. Y si hablamos de la influencia de los escritores en el mejoramiento del uso del idioma, cuanto más acceso tenga el pueblo a la literatura, mayor va a ser su poder porque “Escribir es simplemente un artilugio para buscar respuestas que se persiguen desde el momento de nacer. Pero el poema se vale del ardid de las palabras y en lugar de dar respuestas multiplica las preguntas”. Eso construye ciudadanía y, por lo tanto, genera ciudadanos más pensantes.

Otro aspecto de este tema es lectura y cómo hacer para contagiar su hábito. Lo cierto es que todo escritor que se precie de tal deber ser antes que nada un lector voraz. Porque si no amamos apasionadamente la lectura y disfrutamos de los diversos mundos que ella genera, nuestra prédica será inútil y los resultados, un verdadero fiasco, ya que en estos casos la transmisión pasa por el ejemplo y no por el más enfervorizado de los panegíricos. Nuestros destinatarios, por lo tanto, deben ver una actitud clara y contundente que no contradiga nuestras palabras si pretendemos sumar lectores.
Superado con éxito el primer escollo, convendría remontarnos al tiempo inicial de nuestro contacto con los libros. Tratar de reproducir sensaciones táctiles, olfativas, auditivas, visuales y afectivas que nos conecten con personas, momentos y lugares en los que fuimos descubriendo el gusto por leer. Tal vez esos recuerdos nos movilicen de tal manera que el contagio se produzca por generación espontánea.
Y aunque la cosecha nos parezca siempre magra, recordemos que – como en la parábola del Sembrador - de las semillas esparcidas algunas se perderán, otras caerán en el desierto o entre las piedras, pero siempre habrá alguna que germine y esa vale todo el esfuerzo. Ya que no podemos olvidar en qué sociedad estamos inmersos, cuáles son los vientos que soplan en medio de esta desolada post modernidad y que hoy los molinos de viento son más gigantes que nunca. Los enemigos contra quienes debemos enfrentarnos en esta quijotesca misión vienen engalanados con tecnología de punta, lenguajes icónicos y consumismo. En apariencia, esta batalla estaría perdida, o al menos, correríamos con todas las desventajas. Los jóvenes han sido subyugados por el hedonismo, las sensaciones virtuales y, lo que es mucho más grave aún, fueron despojados de la palabra. Esto no es casual ni ingenuo, forma parte del plan perpetrado desde el oscurantismo del poder que quiere ciudadanos analfabetos para dominarlos. Recordemos que la palabra adicto, etimológicamente proviene del latín “addictus” que quiere decir adjudicado o heredado. Después de una guerra, los romanos hacían una subasta en la que regalaban esclavos a los soldados que habían peleado bien. Esos esclavos eran conocidos como “addictus”. Otra versión, psicoanalítica, afirma que la palabra adicto proviene del prefijo negativo “a” y del latín dicto: dicho. Adicto es entonces quien no ha podido poner en palabras su angustia vital.
Por lo tanto, nuestro rol de mediadores cobra una magnitud aún mayor y se convierte casi en una misión de los cascos azules: preservar la paz. ¿Quién iba a pensar que la lectura es una herramienta para la paz? ¿Lo habían pensado? Porque la lectura ayuda a fortalecer la identidad, a descubrir sentidos, a convertirnos en seres independientes con pensamiento propio.
La lectura contribuye a la apropiación del lenguaje y ese dominio del lenguaje es también un pasaporte al reconocimiento social.
Si Jorge Luis Borges, que produjo en su larga trayectoria verdaderas joyas de literatura universal y llevó nuestra cultura de los márgenes, al epicentro, afirmó con maravilloso desparpajo que “algunos pueden enorgullecerse de las páginas que han escrito yo me enorgullezco de las que he leído”, intuimos entonces, que la lectura es un bien muy preciado al que sería un pecado renunciar.
Alguna vez Virginia Wolf escribió:
“He soñado a veces que cuando amanezca el Día del Juicio y los grandes conquistadores, abogados, juristas y gobernantes se acerquen para recibir sus recompensas: coronas, laureles, sus nombres tallados de manera indeleble en mármoles imperecederos, el Todopoderoso se volverá hacia Pedro y dirá, no sin sentir cierta envidia, cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: Mira, ésos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles. Les gustaba leer.”
Volviendo a Ivonne Bordelois, ella expresa que “el lenguaje es el trampolín de la expresión personal pero también es la armadura que nos protege de los dardos del desprecio social o la flecha que rompe las murallas del prejuicio e instala una nueva fonética contra el autoritarismo de la burguesía o los manuales de urbanidad. También, cuando sabemos escucharlo, es el atavío que demuestra la falsedad y el ridículo de las intenciones y los propósitos de los famosos y los poderosos”. Lo cierto es que el lenguaje nos desenmascara, nos pone en evidencia. Por eso es tan importante manejarlo, para poder codificar y decodificar los mensajes lo más acertadamente posible.
La autora antes citada nos convoca a no ser cómplices de este derrumbe y a manifestar una sana indignación contra los excesos de vulgaridad que se manifiestan en la televisión y en otros medios.
“Aislados como viven, inmersos en la permanente relación con la televisión, la computadora e Internet, aturdidos en sus encuentros amistosos o eróticos en las discos, cuyos decibeles alteran e impiden toda noción de intimidad, no es extraño que muchos de nuestros adolescentes sumen a una suerte de analfabetismo intelectual –ya que su contacto con la lectura es mínimo- una suerte de afasia léxica que los priva, no ya de una deseable elocuencia, sino de todo dominio apenas más sutil y complejo que el nivel ordinario y elemental en materia de comunicación verbal. Como dice Wittgenstein “los límites de mi habla representan los límites de mi mundo”… Cuantas menos palabras posee, más ataráxico, apático e indiferente se vuelve; la violencia física es entonces la expresión más común de la castración verbal”.
En la actualidad, cada vez es mayor el porcentaje de adolescentes imposibilitados de producir un texto coherente y adecuado a determinado formato.
Dicen que nuestra manera de pensar se manifiesta a través de la habilidad que tengamos –o no- para usar el idioma a través de discursos orales y escritos.
Es por lo menos preocupante que con un idioma tan rico, tan pletórico de sonoridades y significados, una gran mayoría de jóvenes manejen un número tan reducido y cada vez más pobre de vocablos –generalmente procaces o vulgares, abreviados, apocopados, vacíos de contenidos y mestizados con el idioma de los poderosos que, a través de la palabra –entre otras cosas- nos siguen colonizando.
Llegados a este punto, amerita hacer una mención a los medios de comunicación que tan “graciosa e irresponsablemente” han contribuido al empobrecimiento del idioma y en especial a la tinelización de la palabra y de la conducta de muchos jóvenes. Lo terrible es la estadística de adultos que festejaron Videomacht, sin pensar en las consecuencias. Más de 20 años de martilleo chabacano termina horadando cualquier piedra, aun las preciosas.
Es cierto que el Habla es la parte viva de la Lengua y por lo tanto resulta bienhechor e irreversible que vaya cambiando, renovándose, incorporando nuevos vocablos, pero cuando se convierte en la Casa Tomada de Cortázar y día a día se cierran cuartos de palabras para no abrirlos más y las telarañas cubren los anaqueles de las bibliotecas, un cierto hedor y un cierto color sepia va cubriéndolo todo.
Por eso sería bueno, una vez más, que los adultos recordáramos el valor de la palabra como herramienta de comunicación que nos distingue del resto de los seres vivos y, a través del ejemplo, volviéramos a llenarlas de contenido, y a respetarlas.
En cuanto a los docentes, en especial los de Lengua y Literatura, tienen el deber moral de hacer amar la palabra, de enseñar a disfrutarla, a jugar con ella. No sea cosa que por ser más papistas que el papa, terminemos consiguiendo que los chicos la odien. Cuando yo escucho un alumno que dice odiar la lengua no puedo entenderlo. O sí, pero me duele. Porque es con la palabra que decimos “mamá”, “hermano”, “amigo”, “te quiero”, con la palabra proponemos, disentimos, acordamos, nos defendemos, acariciamos.
Las palabras mayores hacen huelga, marchan por la avenida hasta la plaza, reclaman ser oídas y unifican el grito. Pero el viento, siniestro y mudo, se las lleva.
La palabra de honor yace en la tumba. Fue asesinada por antigua, por pasada de moda, por entendiste mal y yo no dije eso.
Con la palabra en la boca se quedan los obreros, los maestros, los desposeídos. Y es su único alimento la palabra.
Son palabras cruzadas los encuentros fallidos, los malentendidos, los silencios vacíos.

Será que yo amo tanto las palabras que lo que más me interesa es ganar adeptos.

Olga Liliana Reinoso


Bibliografía:
• El país que nos habla – Ivonne Bordelais

• Entrevista con Berta Braslavsky
"Tan grave como el analfabetismo es leer y no comprender los textos"
• Los argentinos por la boca mueren, página 35, Carlos Ulanovsky
• http://www.lanacion.com.ar/04/03/29/dq_587128.asp
• Diario La Nación, edición impresa, viernes 24/9/2010

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