martes, 29 de mayo de 2012

EL PECADO



Isabela estaba aterrada. Sentada en el umbral de la cocina, tiritaba de miedo y de frío. Sus breves cuatro años no sabían qué hacer con la oscuridad de la noche campesina. Ni siquiera se animaba a mirar al cielo para ver si había estrellas y si alguna le guiñaba un ojo.



Tenía ganas de hacer pis, pero no quería moverse. Estaba adherida a la puerta como una enredadera. Sostenía las ganas porque sabía que ese era el pecado y que por él estaba purgando el castigo. No tenía que hacerse pis, estaba mal, era sucio.



De pronto sintió un ruido. Quedó paralizada, sin aire, mientras un líquido caliente, irreprimible, salía de sus profundidades y surcaba sus piernas desnudas hasta desembocar en los mosaicos formando un triste río de palizas y amenazas.



Su mamá siempre le pegaba cuando amanecía con la cama mojada y le decía cosas feas.



Ella cruzaba sus piernitas y apretaba fuerte, pero el agüita se escurría igual y ella sabía que la delataría.



Escuchó las llaves de la cerradura y su corazón aterrado dio una vuelta carnero en la pista del pecho.



La figura de su madre, gigante, terrible, se corporizó en el marco.



- Espero que esta vez te cures para siempre, asquerosa. ¡Ah, no! ¡Te volviste a mear! ¡Inmunda! Si no tenés arreglo, viniste con la cañería rota. Andá corriendo a lavarte. ¡Con agua fría!



Isabela corrió y se encerró en el baño. Dejó su ropa en un balde y se lavó. Mientras se secaba lloraba sin parar, en silencio. Seguía mojándose. Ella era una gota de agua en busca de un océano que la contuviera.



Cuando salió del baño vio a su papá en el pasillo, tan triste como ella. Corrió a abrazarlo y se colgó de su cuello. Él no dijo nada, solamente le acariciaba el pelo. Ambos escucharon el repiquetear de las chinelas maternas y se abrazaron más fuerte.



- Dame a esa mocosa que la llevo a dormir y no tanto mimo que es una roñosa, me tiene podrida de lavar sábanas y poner a secar el colchón…

- ¡No la toques! Yo me ocupo.

- Ah, jajaja. Era hora de que ocuparas de algo, imbécil.



Isabela recostó su cabeza sobre el hombro varonil, mientras iban a su cuarto.



El papá la acostó y le contó un cuento hasta que se quedó dormida. Soñó que corrían para subir a un tren.



Al día siguiente despertó sequita. Se acurrucó en la cama cuando escuchó pasos. Pero ante su sorpresa, fue su padre quien abrió la puerta. Parecía otro, estaba vestido para salir. Fue entonces cuando vio las valijas.



El padre dijo:

- Nos vamos, Isabela.

- ¿Y mamá? –preguntó ella con temor.

- Se queda.



Isabela no preguntó más. Le bastaba con saber que esa mujer no los acompañaría. Y se sintió distinta. Sintió que todas sus canillas funcionaban bien.



©Olga Liliana Reinoso



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