El centro de la ciudad de Córdoba parecía un hervidero. Gente por todas partes,
bajo un cielo poblado por nubes de frío, pululaba en calles y veredas.
Mi hija y yo
caminábamos por la 27 de abril apurando el paso por temor a llegar tarde y
porque la temperatura había descendido estrepitosamente sin reparar en nuestros
magros abrigos.
Al llegar,
las escalinatas de la iglesia mayor y toda la explanada de enfrente estaban
colmadas. La multitud seguía, con mayor o menor unción, la misa celebrada por
el obispo, a través de unas pantallas gigantes.
Para formar
un cerco y delimitar la zona, varios autos importados y camionetas 4 x 4
levantaban un muro en el borde de la vereda.
Unos minutos
antes, un chico de 11 ó 12 años me había interceptado para pedirme una moneda.
Y yo, por prejuicio, por egoísmo o comodidad, había negado con la cabeza.
En ese
momento, el obispo otorgaba el perdón de los pecados a dos nuevas cristianas
que se contorsionaban al contacto con los dedos fríos y experimentados del
jerarca.
Me sentí
molesta.
Había ido a
misa porque tenía necesidad de agradecer las pequeñas cosas de todos los días.
Pero una vez en el lugar, empecé a sentirme lejana y ajena. Esos rituales
circenses me rebelan, me parecen vacíos. El tiempo se detuvo entre las
fastuosas paredes mientras la vida, harapienta y descalza, deambulaba a la
intemperie en busca de amparo.
Otra vez
apareció entre el aglutinamiento el chiquito que pedía monedas. Y yo, como
emulando a Pedro, negué por segunda vez.
Pero el
malestar crecía más y más. Me puse a hurgar en mi cartera y él se detuvo a
observarme. No encontraba ni una mísera moneda. Entonces mi hija recordó que me
había dado su monedero. Se lo alcancé y ella le brindó lo que buscaba.
Miré a mi
alrededor, todos estaban concentrados en las imágenes que la cámara ofrecía y
cantaban cánticos de amor a Dios. Nadie vio al niño de las monedas.
Rezamos el
padrenuestro fraternalmente tomados de la mano y apenas terminó nos separamos
sin mirarnos, pero al cabo de unos minutos, nos besamos y abrazamos, otra vez
fraternalmente, dándonos la paz.
Yo seguía
disgustada. Ni la perspectiva de escuchar la Misa Criolla bajo la luz de una
luna tan docta y con tonada, me cambiaba el humor.
La ceremonia
terminó y entonces apareció en escena la agrupación Cantarte. Arremetió con un
Te quiero de Mario Benedetti que empezó a entibiarme el alma. En medio de una
ovación se oyó el charango mayor de Jaime Torres.
En medio de
esa multitud alborozada divisé la figura del niño que pedía. Al pasar frente a
mí su cara se embelleció con una sonrisa luminosa.
-
Mamá, te sonrió –exclamó mi
hija entre sorprendida y emocionada.
Mis ojos se
humedecieron, mi corazón se llenó de júbilo y comprendí la señal. Era la hora
exacta. Cristo había resucitado.
