Yo también, como tantos otros, tengo “Un amor de mi vida”
que, por supuesto, no está conmigo. Y no lo digo con sorna, sino con la
convicción de que siempre idealizamos lo que no tenemos.
“No hay nada más bello que lo nunca he tenido, nada más
amado que lo perdí (…) (Lucía – Joan Manuel Serrat).
En los años de su manifiesto antiperonismo, Borges recibía
llamadas anónimas con amenazas de muerte, hasta que un día exhortó a su
interlocutor: “Véngase a la calle Maipú y toque el timbre. Casi siempre atiendo
yo la puerta. Pégueme un tiro. Se lo voy a agradecer. Morir joven es un
pasaporte a la gloria y sino fíjese en Lugones, Gardel, Quiroga.” Yo agregaría,
Evita, Che Guevara…
¿Pensaron alguna vez que sería de nuestros grandes mitos si
hubieran muerto a los 88 años?
Así pasa con el amor de nuestras vidas que, lejos de
envejecer a nuestro lado nos abandonó porque se casó con otra/o, o porque se murió.
Entonces, nadie estará a su altura, siempre superará las
expectativas y sus virtudes tendrán efecto de soda cáustica sobre sus nimios
defectos.
Tristemente, son muy pocos los que conviven –Honesta y
sinceramente- hasta el final con “el amor de sus vidas”.
Generalmente, uno se conforma con alguien no demasiado malo,
imperfecto pero mentalmente casi sano, de luces intelectuales de bajo consumo,
con el absurdo consuelo de haber vivido ya el gran amor y misión cumplida.
O se queda sola,
porque jamás encontrará a alguien que esté a su altura.
Mentiras impiadosas. Paparruchadas.
Ni hubo tal amor perfecto, ni nos volvimos tan selectivos.
Lo cierto es que lloramos, nos sentimos frustrados, usamos
parches horribles, hasta que un día, por instinto de supervivencia, hicimos las
paces con la soledad. Y hoy nos llevamos de rechupete.
Pero sin negar que somos sobrevivientes del desamor y que
nos hubiera encantado encontrar una buena compañera/o, un amor común y
silvestre, con quien compartir este duro oficio de vivir que, a veces, se torna
insoportable.
©Olga Liliana Reinoso
Domingo 9 de febrero de 2014
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