(MI
VECINA)
Cuando me mudé a ese barrio todo el mundo rumoreaba. Con la
morbosidad propia de las mentes poco cultivadas que solo encuentran
atractivo husmeando en la vida ajena, se
juntaban en la vereda o en el mercado y con la liviandad de quien no piensa en las consecuencias,
comentaban las novedades, sacaban conclusiones, agregaban detalles seguramente
inventados y parecían entretenerse y hasta regodearse con los dolores ajnos,
quizá para tapar sus propias miserias.
Yo siempre he sido muy prudente y reservado, de manera que mientras pude
me mantuve al margen. Pero era tanto el comentario que no pude menos que sentir
cierto interés en comprobar si las
habladurías tenían fundamento. Claro que a mí me movían otros intereses, casi
científicos podría decir. Me interesaba la personalidad del hombre, porque yo
había sido educado de otra manera. Mi padre, un descendiente de irlandeses,
siempre me aconsejaba en ese aspecto y sentenciaba sabiamente que un hombre que se precie de tal
jamás cometería esa cobardía.
Para entonces yo todavía no me había casado pero mantenía una
relación de años con una compañera de facultad con la que teníamos planes de
formar una familia. Ella, Dina, era una mujer independiente, llena de
iniciativas, pero muy afectuosa y romántica. Un día saqué el tema y ella quedó
muy afligida. Me dijo que no podía entender que pasaran esas cosas y que algo
había que hacer, que no podíamos quedarnos con los brazos cruzados. Traté de
calmarla haciéndole ver que no tenía pruebas y tal vez solo se tratara de chismes
de barrio.
Hasta que un día yo también escuché el escándalo.
Gritos, llantos, ruidos. Y después un silencio ominoso, que dolía.
A la mañana siguiente el barrio era un hervidero.
-¿Escucharon el kilombo de anoche?
-Y, otra vez hubo biaba.
-Dios mío, pobre mina.
-¿Pobre? Pero no te das cuenta que es una masoca.
-Al día siguiente del terremoto no se asoma ni a la vereda y si
alguna vez sale anda toda tapada y con anteojos.
-Pero por qué no se raja.
-Qué se va a rajar. Si le gusta, seguro que le gusta. Después deben
terminar con una festichola y chau pinela.
-Pero quién se lo podía imaginar de un tipo como él, tan atildado,
con tan buenos modales, amable con todo el mundo...
-Y, el tipo no tiene la culpa, seguro que la jermu lo saca de
quicio. Esas mosquitas muertas son las peores.
-Che, ¿pero no tendríamos que avisar a la poli?
-Largá, ¿qué decís? En estas cosas no hay que meterse, son asuntos
de familia.
-Sí, pero, si un día ocurre algo malo...
-Cortala, fatalista ¡qué va a pasar!
Desde ese día no digo que pasé a ingresar la larga fila de chismosos
pero debo reconocer que la idea me rondaba muy seguido. Muchas noches me
descubría conteniendo la respiración para escuchar mejor todos los ruidos que
venían de afuera y así fue como en varias ocasiones los golpes sordos que
sonaban en la casa de tejas rojas y grandes ventanales, no me dejaban conciliar
el sueño. Yo sentía que Dina tenía razón cuando hablaba de hacer algo, de
intervenir. Pero confieso que no me animaba a tomar una decisión. Creo que me
daba un poco de vergüenza y tal vez en el fondo, muy en el fondo, esos
preconceptos machistas de los que es tan difícil deshacerse, me impedían
moverme.
Ella salía muy poco. No trabajaba afuera ya que el marido era un
empresario al que no le iban nada mal las cosas. Alguien me dijo que pintaba.
Ella, mi vecina, pintaba cuadros.
Un día leí en la agenda cultural del diario que había una exposición
de Ema Quirós. Era ella. Fui hasta la galería, no porque me interese demasiado
el arte sino para verla. Pero las pinturas me conmovieron. Eran figuras
desgarradoras, tan desvalidas que uno se asfixiaba al verlas y necesitaba
correr hacia la calle para tomar aire. La muestra fue un éxito, todo el mundo
comentaba la aparición de un nuevo pincel talentoso. Cuando me presenté diciéndole
que era su vecino un ínfimo temblor la
perturbó, pero fue sólo un instante, la breve duración de un parpadeo y un
suspiro levemente prolongado. De inmediato se recompuso y charlamos nimiedades.
Al regresar a casa mil interrogantes me acuciaban. Se la veía
entera, segura de sí misma. Para nada mostraba la imagen de una mujer débil,
maltratada. Entonces comencé a reflexionar acerca de los seres humanos, de
cuánto mentimos, del personaje que representamos para los demás. Y al llegar me
miré en el espejo tratando de desentreñar quién era yo en realidad y si los
otros verían al que yo suponía ser o me miraban con otros ojos.
No logré responderme con certeza y en medio de esas cavilaciones me quedé dormido.
De cuando en cuando me cruzaba con Ema pero ella simulaba no
conocerme, miraba para otro lado, apuraba el paso y desaparecía.
Una noche sus gritos me despertaron pero en lugar de llamar a la
policía, encendí el equipo para no escuchar.
A la mañana siguiente pasé por sus ventanales y vi la imagen de uno
de sus cuadros. Pero era ella misma, tan desgarradora y desvalida como sus
pinturas. Sus ojos color caramelo clamaban ayuda. Yo sentí que me ahogaba, como
aquel día en la exposición.
Esa noche los ruidos se repitieron, pero eran otros ruidos, más
sordos, más trágicos. Y no hubo un solo grito. Desperté con una terrible
jaqueca que me duró varios días. La casa de tejas rojas con jacarandá en el
patio estaba completamente cerrada. Pocos días después apareció la policía
haciendo preguntas. El marido había denunciado la desaparición de Ema. Nadie
sabía nada. Los rumores siguieron corriendo pero eran solo eso, rumores. Nadie
tenía pruebas.
Al llegar el invierno vimos con zozobra que habían talado el
jacarandá, para ampliar la casa, según parece. El marido de Ema instaló su
oficina en ese lugar. Todo el antiguo patio quedó cubierto de mampostería.
Algunas madres anticuadas asustaban a sus hijos con el viejo de la casa de
tejas rojas.
Han pasado los años, he cambiado de barrio y nunca más oí hablar de
esa mujer pero no pude olvidarla. Algo parecido a la culpa me corroe el alma. Y
sobre todo recuerdo sus ojos. Sus ojos color caramelo chorreando sobre un
vidrio que nunca nadie se atrevió a limpiar.

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