CONTRATAPA
Sangre azul
Por Juan Forn
De todos los escritores a los que idolatro, ninguno le arrima el bochín a Nabokov en altanería y desdén. Como bien se sabe, Nabokov consideraba la Revolución de Octubre una afrenta personal que le había arrebatado la vida que se merecía. No sólo desaparecía un mundo con el advenimiento de los soviets: también volaban por los aires las chances de Nabokov de ser el mayor escritor ruso de su tiempo y disfrutar a pleno todas las prebendas que eso implicaba. Nabokov quería (o creía) ser un nuevo Pushkin: un poeta absoluto, un sangre azul, tanto por cuna como por pluma. Como bien se sabe, su exilio fue barranca abajo hasta la aparición de Lolita: primero mataron a su padre en un acto político en Berlín, después se acabó la plata de la familia, después vino el cruce a América huyendo de los nazis (su esposa Vera era judía), después la noticia de que su hermano gay había sido exterminado en un lager alemán, a lo que siguieron los “humillantes” años dando clase en un colegio de nenas ricas, la subestimación de sus dotes como entomólogo, la silenciosa batalla con el mundo literario de habla inglesa para que le reconociera su valía, hasta que en 1955 llegaron Lolita y la consagración y el dinero que le permitió instalarse en forma permanente en el fastuoso Hotel Montreux de Suiza como un rey en el exilio.
El mundo por fin lo reconocía como un indiscutido sangre azul, pero para él no era suficiente. Porque lo veían como un novelista (peor aún: como un novelista libertino). Y él quería, o creía, pertenecer a la más alta aristocracia en todos los rubros (recuérdese la altísima estima que tenía de su porte y su elegancia, además de su cuna y su pluma). Como si eso fuera poco, le había llegado la gloria literaria no por lo que escribía en ruso sino por algo escrito en inglés. El mundo no lo entendía: aunque lo celebrara, seguía sin entender lo que debía celebrarle de verdad (cabe aclarar que, en todo ese tiempo, Nabokov también luchó con el pequeño mundo de exiliados rusos para que reconocieran su valía como poeta, tarea en la que tuvo escaso éxito: de hecho, durante sus primeros años en América firmó sus poemas en ruso con seudónimo, porque si los firmaba con su nombre eran puntualmente escarnecidos por sus “envidiosos” camaradas de emigración).
Así las cosas, en 1962 Nabokov publicó Pálido Fuego, que es un poema escondido en una novela camuflada como un larguísimo y delirante comentario a ese poema. Me explico: Pálido Fuego arranca con un prólogo donde un tal Kinbote pone a nuestra disposición el poema póstumo de un tal Shade, que acaba de ser asesinado. El poema de Shade tiene 999 versos y Kinbote nos lo ofrece primero en su totalidad y luego procede a comentar cada verso. En su delirante, interminable comentario, Kinbote confiesa que ese poema es, en realidad, la historia de su vida, que él es en realidad el rey en el exilio de un país del extremo norte europeo llamado Zembla, y que el asesino de Shade en realidad se proponía matarlo a él y había sido enviado por Las Sombras, la policía secreta del nuevo régimen de Zembla, los revolucionarios que lo destronaron y lo forzaron al exilio. No acabamos de digerir esta información cuando el comentario de Kinbote empieza a dejar inadvertidamente a la vista algo más: que en realidad él es un patético expatriado que se cree el rey de un país imaginario y que todos sus vecinos están al tanto de su delirio, desde las alumnas y profesores del colegio donde enseña (quienes no le tienen ni una pizca de compasión) hasta el mismísimo John Shade (que también enseña en ese colegio y es el único conmovido por el patético Kinbote).
Se dijo en su momento que Pálido Fuego era un centauro mitad poema mitad prosa, que encarnaba por sí solo la Novela Moderna, esa categoría que parecía haberse extinguido sin pena ni gloria de la faz de la Tierra. Con el tiempo el veredicto se moderó, pero hasta ayer nomás los nabokovianos seguían discutiendo con ferocidad si Shade y su poema eran producto del delirio de Kinbote o si, a la inversa, Kinbote y su delirante comentario eran en realidad una invención de Shade. Así estuvieron las cosas cerca de cincuenta años, hasta que un vivillo llamado Moe Cohen publicó el mes pasado en su coqueta editorial independiente (The Gingko Press) el poema de Shade en forma de libro autónomo y sostuvo que ya era hora de evaluarlo por sí solo y darle a Nabokov el lugar de privilegio que merecía en el canon de... la poesía norteamericana. Asombrosamente (o no tanto: cualquier placebo sirve de viagra en tiempos de impotencia imaginativa), la crítica recibió con brazos abiertos la sugerencia. Y, ahora, el hombre que se pasó la vida intentando que lo consideraran un poeta ruso de sangre azul logrará post-mortem su tan ansiado ingreso al Parnaso de los líricos, sólo que con green card yanqui. En cuanto a Pálido Fuego, lo que hasta ahora hacía del libro un Gran Libro (esa estructura loca que rodeaba al poema) resulta que era en realidad lo accesorio, la joda, y lo que parecía la parte menos brillante del libro (ese chiste demasiado largo, ese pantano de 999 versos) resulta ser lo verdaderamente importante.
Cuando el gran Joseph Brodsky fue deportado de la URSS y llegó con lo puesto a América, uno de los primeros encargos que le hicieron fue que tradujera al inglés unos poemas en ruso de Nabokov. Brodsky estuvo por no aceptar porque le parecían “de segunda línea”; terminó por hacerlo no tanto porque necesitara el dinero (como disidente en Rusia lo había pasado muchísimo peor) sino porque “un poema de segunda no pierde casi nada en la traducción, y a veces hasta gana un poco”. Según Brodsky, Nabokov no entendió nunca que la mejor poesía que hizo fue en prosa, que fue precisamente por ser un poeta fallido en su lengua natal que se convirtió en tan extraordinario prosista en su lengua de adopción. Había algo en Nabokov que despreciaba lo plebeyo de aquel triunfo, escribiendo novelitas en inglés, celebrado por un público que ignoraba sus reales méritos. Pero cuando escribía un poema de 999 versos no lo lanzaba solo a la palestra. Lo protegía con una novela alrededor: una novela en que un patético expatriado soñaba que era un poeta que cantaba la saga de un rey en el exilio, y al despertarse descubría que el exilio era un fastuoso hotel en Suiza, el mundo lo consideraba un poeta fallido y él podía desquitarse plebeyamente escribiendo otra de sus novelitas en inglés.
Sangre azul
Por Juan Forn
De todos los escritores a los que idolatro, ninguno le arrima el bochín a Nabokov en altanería y desdén. Como bien se sabe, Nabokov consideraba la Revolución de Octubre una afrenta personal que le había arrebatado la vida que se merecía. No sólo desaparecía un mundo con el advenimiento de los soviets: también volaban por los aires las chances de Nabokov de ser el mayor escritor ruso de su tiempo y disfrutar a pleno todas las prebendas que eso implicaba. Nabokov quería (o creía) ser un nuevo Pushkin: un poeta absoluto, un sangre azul, tanto por cuna como por pluma. Como bien se sabe, su exilio fue barranca abajo hasta la aparición de Lolita: primero mataron a su padre en un acto político en Berlín, después se acabó la plata de la familia, después vino el cruce a América huyendo de los nazis (su esposa Vera era judía), después la noticia de que su hermano gay había sido exterminado en un lager alemán, a lo que siguieron los “humillantes” años dando clase en un colegio de nenas ricas, la subestimación de sus dotes como entomólogo, la silenciosa batalla con el mundo literario de habla inglesa para que le reconociera su valía, hasta que en 1955 llegaron Lolita y la consagración y el dinero que le permitió instalarse en forma permanente en el fastuoso Hotel Montreux de Suiza como un rey en el exilio.
El mundo por fin lo reconocía como un indiscutido sangre azul, pero para él no era suficiente. Porque lo veían como un novelista (peor aún: como un novelista libertino). Y él quería, o creía, pertenecer a la más alta aristocracia en todos los rubros (recuérdese la altísima estima que tenía de su porte y su elegancia, además de su cuna y su pluma). Como si eso fuera poco, le había llegado la gloria literaria no por lo que escribía en ruso sino por algo escrito en inglés. El mundo no lo entendía: aunque lo celebrara, seguía sin entender lo que debía celebrarle de verdad (cabe aclarar que, en todo ese tiempo, Nabokov también luchó con el pequeño mundo de exiliados rusos para que reconocieran su valía como poeta, tarea en la que tuvo escaso éxito: de hecho, durante sus primeros años en América firmó sus poemas en ruso con seudónimo, porque si los firmaba con su nombre eran puntualmente escarnecidos por sus “envidiosos” camaradas de emigración).
Así las cosas, en 1962 Nabokov publicó Pálido Fuego, que es un poema escondido en una novela camuflada como un larguísimo y delirante comentario a ese poema. Me explico: Pálido Fuego arranca con un prólogo donde un tal Kinbote pone a nuestra disposición el poema póstumo de un tal Shade, que acaba de ser asesinado. El poema de Shade tiene 999 versos y Kinbote nos lo ofrece primero en su totalidad y luego procede a comentar cada verso. En su delirante, interminable comentario, Kinbote confiesa que ese poema es, en realidad, la historia de su vida, que él es en realidad el rey en el exilio de un país del extremo norte europeo llamado Zembla, y que el asesino de Shade en realidad se proponía matarlo a él y había sido enviado por Las Sombras, la policía secreta del nuevo régimen de Zembla, los revolucionarios que lo destronaron y lo forzaron al exilio. No acabamos de digerir esta información cuando el comentario de Kinbote empieza a dejar inadvertidamente a la vista algo más: que en realidad él es un patético expatriado que se cree el rey de un país imaginario y que todos sus vecinos están al tanto de su delirio, desde las alumnas y profesores del colegio donde enseña (quienes no le tienen ni una pizca de compasión) hasta el mismísimo John Shade (que también enseña en ese colegio y es el único conmovido por el patético Kinbote).
Se dijo en su momento que Pálido Fuego era un centauro mitad poema mitad prosa, que encarnaba por sí solo la Novela Moderna, esa categoría que parecía haberse extinguido sin pena ni gloria de la faz de la Tierra. Con el tiempo el veredicto se moderó, pero hasta ayer nomás los nabokovianos seguían discutiendo con ferocidad si Shade y su poema eran producto del delirio de Kinbote o si, a la inversa, Kinbote y su delirante comentario eran en realidad una invención de Shade. Así estuvieron las cosas cerca de cincuenta años, hasta que un vivillo llamado Moe Cohen publicó el mes pasado en su coqueta editorial independiente (The Gingko Press) el poema de Shade en forma de libro autónomo y sostuvo que ya era hora de evaluarlo por sí solo y darle a Nabokov el lugar de privilegio que merecía en el canon de... la poesía norteamericana. Asombrosamente (o no tanto: cualquier placebo sirve de viagra en tiempos de impotencia imaginativa), la crítica recibió con brazos abiertos la sugerencia. Y, ahora, el hombre que se pasó la vida intentando que lo consideraran un poeta ruso de sangre azul logrará post-mortem su tan ansiado ingreso al Parnaso de los líricos, sólo que con green card yanqui. En cuanto a Pálido Fuego, lo que hasta ahora hacía del libro un Gran Libro (esa estructura loca que rodeaba al poema) resulta que era en realidad lo accesorio, la joda, y lo que parecía la parte menos brillante del libro (ese chiste demasiado largo, ese pantano de 999 versos) resulta ser lo verdaderamente importante.
Cuando el gran Joseph Brodsky fue deportado de la URSS y llegó con lo puesto a América, uno de los primeros encargos que le hicieron fue que tradujera al inglés unos poemas en ruso de Nabokov. Brodsky estuvo por no aceptar porque le parecían “de segunda línea”; terminó por hacerlo no tanto porque necesitara el dinero (como disidente en Rusia lo había pasado muchísimo peor) sino porque “un poema de segunda no pierde casi nada en la traducción, y a veces hasta gana un poco”. Según Brodsky, Nabokov no entendió nunca que la mejor poesía que hizo fue en prosa, que fue precisamente por ser un poeta fallido en su lengua natal que se convirtió en tan extraordinario prosista en su lengua de adopción. Había algo en Nabokov que despreciaba lo plebeyo de aquel triunfo, escribiendo novelitas en inglés, celebrado por un público que ignoraba sus reales méritos. Pero cuando escribía un poema de 999 versos no lo lanzaba solo a la palestra. Lo protegía con una novela alrededor: una novela en que un patético expatriado soñaba que era un poeta que cantaba la saga de un rey en el exilio, y al despertarse descubría que el exilio era un fastuoso hotel en Suiza, el mundo lo consideraba un poeta fallido y él podía desquitarse plebeyamente escribiendo otra de sus novelitas en inglés.
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