Quiénes y cuándo
Reinaldo Arenas. Las máquinas voladoras. El salón de los espejos. Daniel Salzano.
26/11/2011 00:01 , por Daniel Salzano
Lleva 20 años muerto Reinaldo Arenas y nadie sabe aún qué hacer ni con su recuerdo ni con su obra; tan compleja puede ser la vida de un hombre y tan sorprendente el destino de un poeta.
Arrancó cruzado el susodicho, hijo tardío de unos campesinos cubanos –de Holguín, para ser más preciso– que si buscaban un cigarro encontraban sus costillas. Pobres. Paupérrimos. En su autobiografía, Reinaldo los recuerda tan callados como hambrientos y, a veces, comiendo tierra.
Imaginen el boleo del matrimonio Arenas cuando advirtieron que el chico se pintaba las uñas con la sangre de gorrión y que, antes de llorar por falta de alimentos, lo hacía por la falta de perfume.
De más está decir que los Arenas intentaron por la fuerza neutralizar su instinto delicado, pero no lo consiguieron.
Arenas padre: –Dime, Reinaldito, ¿por qué meneas tanto el culo cuando caminas?
Arenas hijo: –Creí que nunca lo advertirías.
Ay Reinona de mi vida que, mientras el clan Arenas se partía el espinazo trabajando en tierra ajena, se escondía para leer las novelitas de amor que engullía por docenas. El viejo Arenas le quemaba las revistas con maldad, pero el chico lo jodió, porque consiguió trabajo en una tienda de ramos generales que no sólo vendía libros, sino también lápices y cuadernos. O sea que, sin saberlo, se mandó la gran Sarmiento: aprendió a escribir copiando lo que leía.
Sin embargo, el estilo que verdaderamente lo marcó, el género al que recurría cada vez que andaba flojo de ideas, fue el de las novelitas de amor de sus comienzos. La vida de Arenas parecía un relato urdido por Manuel Puig: un adolescente desastrado leyendo y escribiendo a la luz de velas ajenas arrebatadoras historietas de amor. Menos él, todos eran felices al final de sus narraciones. A Reinaldo, en el reparto, le correspondían los piojos, una patada artera que le propinó un caballo al borde de la mollera y un baño sin techo, sin puerta y sin inodoro.
No quiso ir más al colegio.
Prefería encerrarse bajo llave y representar a solas sus propias creaciones. Si lo llegaban a pillar con los labios coloreados con salsa de tomate,
la mirada de loca oscurecida por un corcho quemado y un pomelo en cada teta del corpiño de la hermana, lo hubieran sentado sobre el calentador de kerosén a fuego lento. RA representaba todos los papeles, incluso el de su diosa mayor, Ginger Rogers, de la cual en Cuba no se sabía una palabra.
Empezó a alejarse progresivamente del hogar y a los 15 años todo lo que había quedado de él era una frase que había escrito con carbón en la pared de la cocina: “Desafiemos el olvido”.
Reinaldo estaba pirado.
Llegó a La Habana a las 7 y a medianoche ya le habían hecho jurar un par de veces la bandera. No pedía dinero sino un catre donde pasar la noche. No tardó en convertirse en un parásito que cada día adelgazaba medio kilo y cada semana se tumbaba en la camilla del hospital para que le extrajeran medio litro de sangre. Si por él hubiera sido, la hubiera vendido toda de una sola vez.
Por las noches, conga, sexo y un saque del dulce polvito boliviano; por el día, literatura de dos dedos en una máquina prestada: escribe como viene, de sobrepique, una desordenada descripción de mundos alucinados y visionarios. La policía castrista lo tiene tan fichado que a veces lo faja por deporte y cuando lo encierra bajo llave lo despoja previamente de lápiz y papel. Usurpa diversas identidades para que no puedan imputarlo: Clara Luna y Radiante Aurora.
En 1967, vendiendo el alma al diablo, consiguió editar Celestino antes del alba, la obra que lo sacó de perdedor y lo colocó –con disensiones– en el pelotón de escritores latinoamericanos de la edad dorada. Hay que leer Celestino, monólogo de un pibe retrasado y primera parte de una serie de trabajos con los que Arenas recorrería la historia de la isla. Son difíciles de conseguir, es verdad, porque, muerto y todo (RA falleció en Nueva York, enfermo de sida, en 1990) sigue siendo un autor maldito para la cátedra revolucionaria. En Alemania, sus libros se consiguen. Y en Francia. Acá, no. Acá buscás en la “A” y encontrás huevos de arañitas. Nada de Alighieri, nada de Jorge Amado, nada de Ivo Andric. Y, por supuesto, nada de Arenas, cuyos escritos en Cuba iban como en el juego del comprapan, a la otra esquina.
Los amigos llevaban encanutados sus originales a París y se editaban traducidos al francés.
A veces, en Cuba, lo rapaban. O –como le gustaba a Mussolini– le castigaban la ideología haciéndole tomar dos litros de aceite de ricino. Un litro por maricón y el otro por reaccionario.
Por fin, en 1980, a los 37 años de edad, lo fletaron para Estados Unidos.
Los paisanos de Miami iban a visitarlo como si se hubiera tratado de Martí, pero Arenas era un hueso duro de roer: caprichoso, insolente, cínico, escurridizo y desconfiado. Los paisanos rápidamente se desencantaron y dijeron “Cristo” y “Santa Madre del Divino Jesús” y “¿por qué, en nombre de Dios, un buen chico como Reinaldo hace cosas como esta?”.
Hay mucho sin leer todavía del cubano, pero, por Dios, lo que debería leerse, sobre todo, es su segunda novela, El mundo alucinante, especie de biografía trucha aunque creíble de fray Servando Teresa de Mier, fraile del México colonial al que presenta como un sacerdote iluso cuya vida rebota una y otra vez contra una muralla de hombres alborotados encargados de administrar las desilusiones. Arenas maneja al mismo tiempo a tres narradores en primera, segunda y tercera persona.
A Lezama Lima le gustó. Y a Juan Rulfo. Y a Severo Sarduy, que puso en orden las cosas a través de una frase redondita: “Todos los que critican a Reinaldo son como astronautas que vuelven a la Tierra tras haberse olvidado el gato en la Luna”.
Tampoco se consiguen libros de Severo.
Arenas, rey de los piojos, era de los que se quedaban sin pan pero nunca se quedaban sin tinta. Sufrió y escribió. Lo patearon y escribió. Se enfermó y escribió. Cuando se suicidó, siguió escribiendo, pero ya no se lo oía.
“La vida es riesgo o abstinencia”, advirtió en un artículo que escribió
en la isla de Manhattan, cuando, con el sida hasta las orejas, ya escuchaba los pasos de la muerte subiendo por la escalera.
Por ahí, en los videoclubes, aún se puede conseguir Antes que anochezca, una película en la que Javier Bardem se hizo cargo de la vida, pasión y muerte del escritor. Casi gana el Oscar. Bardem, no Arenas.
Las máquinas voladoras
Mi primera máquina de escribir / estaba llena de palabras previamente pronunciadas / pura dactilografía: / muy señor mío / de mi mayor consideración / sin otro particular / lo saludo atentamente / su seguro servidor.
Mi segunda máquina de escribir / era terrible / se enamoraba / por su cuenta / escribía cartas de amor que yo no quería escribir / llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo / compartíamos el mismo domicilio / la misma bañera / por las dudas / la agregué a mi documento nacional de identidad / junto al grupo sanguíneo / en caso de accidente / antes que a nadie / había que avisarle a ella.
Cuando entré a trabajar a La Voz del Interior, me tocó en el reparto una Underwood de la Primera Guerra Mundial / es probable que fuera la máquina que escribió la Reforma del 18 / nos llevábamos bien / échese ahí / le decía / paresé / cacha cacha / vaya a la cucha / cuando me veía aparecer escribía muchas eñes seguidas / ññññññññññ / yo no sé si ustedes vieron La pandilla salvaje / pero si yo hubiera sido William Holden / ella hubiera sido Ernest Borgnine / el día del periodista se chupaba / hablaba sin parar / lo que no puedo saber qué es lo que decía: / k9fjum K&& 1*mc RR12 Z-z.
¿Una dos tres cuántas máquinas forman parte de la vida de una persona? / con los lápices en cambio / no sucede lo mismo / se deshacen como las pirámides de Egipto / las biromes se secan / permanecen días enteros en el bolsillo del saco hasta que comienzan a despedir un insoportable olor a tinta muerta / las máquinas de escribir duran toda la vida / yo sin ir mas lejos / este año he comprado un par de zapatillas / una licuadora / un reloj despertador / pero máquina no / máquina tengo / lo mismo que mujer / hijo / y cejas oscuras.
¿Y la compu? / bueno / lo que yo no aguanto de la compu es esa manera de estar en casa / como si llevara años viviendo conmigo / como la heladera / como el almanaque de Marilyn Monroe / como el sillón de mimbre / o la santa Rita / pero a mí no me engaña: / el suyo y el mío / son dos tiempos de alianzas imposibles / la computadora es una bomba que escribe pero no lee / ¿me explico?
Ayer / hace tanto tiempo / pasé frente a un cambalache que exhibía una Underwood / expuesta como una diosa en la vidriera / fue como escuchar a la gran orquesta de Count Basie / y no estar junto a vos para bailar / para abrazarte.
En síntesis: / si no sos capaz de ingresar al depósito de cadáveres / y reconocer a tu máquina de escribir nada más que por el tacto / es que te has equivocado de oficio.
El salón de los espejos
... delgado como una arruga, más solo que la una, más vivo que una bala, oscuro como la nada, caliente como un beso, blando como un cachorro, caído como un mártir, orondo como un pato, más pálido que el queso, amargo como un caqui, corto como la mentira, negro como el diablo, compadre como un ocho, húmedo como París, suave como el amanecer, tonto como la tele, más tierno que la noche, caliente como un beso, despierto como el hambre, frío como el mármol, hermoso como el alba, vivo como el deseo, cruel como la memoria, inservible como el pasado, preciso como un diccionario, salado como el llanto, dulce como un bombón, fosforescente como un obispo, salido como un codo, suave como una pestaña, más bueno que la Virgen, más malo que un piojo, más triste que un sapo, más altivo que un gallo, flaco como Cristo, frágil como un cucurucho, empecinado como un burro, viejo como el invierno, indescifrable como la muerte, redondo como un bostezo, más serio que un infarto, duro como el adiós, frágil como gorrión, rubio como la cerveza, recto como una flecha, escurridizo como el olvido, solemne como un condenado, silencioso como el humo, callado como un maniquí, inquieto como un potrillo, ciego como un murciélago, pausado como el aceite, más quieto que el vacío, cortito como la vida, cerrado como un libro, inocente como un animal, cálido como el aliento, leve como la harina, chato como un papel, imponente como Versailles, jorobado como una coma, fruncido como una pasa de uva, más tierno que un trébol, serio como un convento, inmóvil como una foto, aburrido como un hongo y más solo que un caballo.
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Reinaldo Arenas. Las máquinas voladoras. El salón de los espejos. Daniel Salzano.
26/11/2011 00:01 , por Daniel Salzano
Lleva 20 años muerto Reinaldo Arenas y nadie sabe aún qué hacer ni con su recuerdo ni con su obra; tan compleja puede ser la vida de un hombre y tan sorprendente el destino de un poeta.
Arrancó cruzado el susodicho, hijo tardío de unos campesinos cubanos –de Holguín, para ser más preciso– que si buscaban un cigarro encontraban sus costillas. Pobres. Paupérrimos. En su autobiografía, Reinaldo los recuerda tan callados como hambrientos y, a veces, comiendo tierra.
Imaginen el boleo del matrimonio Arenas cuando advirtieron que el chico se pintaba las uñas con la sangre de gorrión y que, antes de llorar por falta de alimentos, lo hacía por la falta de perfume.
De más está decir que los Arenas intentaron por la fuerza neutralizar su instinto delicado, pero no lo consiguieron.
Arenas padre: –Dime, Reinaldito, ¿por qué meneas tanto el culo cuando caminas?
Arenas hijo: –Creí que nunca lo advertirías.
Ay Reinona de mi vida que, mientras el clan Arenas se partía el espinazo trabajando en tierra ajena, se escondía para leer las novelitas de amor que engullía por docenas. El viejo Arenas le quemaba las revistas con maldad, pero el chico lo jodió, porque consiguió trabajo en una tienda de ramos generales que no sólo vendía libros, sino también lápices y cuadernos. O sea que, sin saberlo, se mandó la gran Sarmiento: aprendió a escribir copiando lo que leía.
Sin embargo, el estilo que verdaderamente lo marcó, el género al que recurría cada vez que andaba flojo de ideas, fue el de las novelitas de amor de sus comienzos. La vida de Arenas parecía un relato urdido por Manuel Puig: un adolescente desastrado leyendo y escribiendo a la luz de velas ajenas arrebatadoras historietas de amor. Menos él, todos eran felices al final de sus narraciones. A Reinaldo, en el reparto, le correspondían los piojos, una patada artera que le propinó un caballo al borde de la mollera y un baño sin techo, sin puerta y sin inodoro.
No quiso ir más al colegio.
Prefería encerrarse bajo llave y representar a solas sus propias creaciones. Si lo llegaban a pillar con los labios coloreados con salsa de tomate,
la mirada de loca oscurecida por un corcho quemado y un pomelo en cada teta del corpiño de la hermana, lo hubieran sentado sobre el calentador de kerosén a fuego lento. RA representaba todos los papeles, incluso el de su diosa mayor, Ginger Rogers, de la cual en Cuba no se sabía una palabra.
Empezó a alejarse progresivamente del hogar y a los 15 años todo lo que había quedado de él era una frase que había escrito con carbón en la pared de la cocina: “Desafiemos el olvido”.
Reinaldo estaba pirado.
Llegó a La Habana a las 7 y a medianoche ya le habían hecho jurar un par de veces la bandera. No pedía dinero sino un catre donde pasar la noche. No tardó en convertirse en un parásito que cada día adelgazaba medio kilo y cada semana se tumbaba en la camilla del hospital para que le extrajeran medio litro de sangre. Si por él hubiera sido, la hubiera vendido toda de una sola vez.
Por las noches, conga, sexo y un saque del dulce polvito boliviano; por el día, literatura de dos dedos en una máquina prestada: escribe como viene, de sobrepique, una desordenada descripción de mundos alucinados y visionarios. La policía castrista lo tiene tan fichado que a veces lo faja por deporte y cuando lo encierra bajo llave lo despoja previamente de lápiz y papel. Usurpa diversas identidades para que no puedan imputarlo: Clara Luna y Radiante Aurora.
En 1967, vendiendo el alma al diablo, consiguió editar Celestino antes del alba, la obra que lo sacó de perdedor y lo colocó –con disensiones– en el pelotón de escritores latinoamericanos de la edad dorada. Hay que leer Celestino, monólogo de un pibe retrasado y primera parte de una serie de trabajos con los que Arenas recorrería la historia de la isla. Son difíciles de conseguir, es verdad, porque, muerto y todo (RA falleció en Nueva York, enfermo de sida, en 1990) sigue siendo un autor maldito para la cátedra revolucionaria. En Alemania, sus libros se consiguen. Y en Francia. Acá, no. Acá buscás en la “A” y encontrás huevos de arañitas. Nada de Alighieri, nada de Jorge Amado, nada de Ivo Andric. Y, por supuesto, nada de Arenas, cuyos escritos en Cuba iban como en el juego del comprapan, a la otra esquina.
Los amigos llevaban encanutados sus originales a París y se editaban traducidos al francés.
A veces, en Cuba, lo rapaban. O –como le gustaba a Mussolini– le castigaban la ideología haciéndole tomar dos litros de aceite de ricino. Un litro por maricón y el otro por reaccionario.
Por fin, en 1980, a los 37 años de edad, lo fletaron para Estados Unidos.
Los paisanos de Miami iban a visitarlo como si se hubiera tratado de Martí, pero Arenas era un hueso duro de roer: caprichoso, insolente, cínico, escurridizo y desconfiado. Los paisanos rápidamente se desencantaron y dijeron “Cristo” y “Santa Madre del Divino Jesús” y “¿por qué, en nombre de Dios, un buen chico como Reinaldo hace cosas como esta?”.
Hay mucho sin leer todavía del cubano, pero, por Dios, lo que debería leerse, sobre todo, es su segunda novela, El mundo alucinante, especie de biografía trucha aunque creíble de fray Servando Teresa de Mier, fraile del México colonial al que presenta como un sacerdote iluso cuya vida rebota una y otra vez contra una muralla de hombres alborotados encargados de administrar las desilusiones. Arenas maneja al mismo tiempo a tres narradores en primera, segunda y tercera persona.
A Lezama Lima le gustó. Y a Juan Rulfo. Y a Severo Sarduy, que puso en orden las cosas a través de una frase redondita: “Todos los que critican a Reinaldo son como astronautas que vuelven a la Tierra tras haberse olvidado el gato en la Luna”.
Tampoco se consiguen libros de Severo.
Arenas, rey de los piojos, era de los que se quedaban sin pan pero nunca se quedaban sin tinta. Sufrió y escribió. Lo patearon y escribió. Se enfermó y escribió. Cuando se suicidó, siguió escribiendo, pero ya no se lo oía.
“La vida es riesgo o abstinencia”, advirtió en un artículo que escribió
en la isla de Manhattan, cuando, con el sida hasta las orejas, ya escuchaba los pasos de la muerte subiendo por la escalera.
Por ahí, en los videoclubes, aún se puede conseguir Antes que anochezca, una película en la que Javier Bardem se hizo cargo de la vida, pasión y muerte del escritor. Casi gana el Oscar. Bardem, no Arenas.
Las máquinas voladoras
Mi primera máquina de escribir / estaba llena de palabras previamente pronunciadas / pura dactilografía: / muy señor mío / de mi mayor consideración / sin otro particular / lo saludo atentamente / su seguro servidor.
Mi segunda máquina de escribir / era terrible / se enamoraba / por su cuenta / escribía cartas de amor que yo no quería escribir / llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo / compartíamos el mismo domicilio / la misma bañera / por las dudas / la agregué a mi documento nacional de identidad / junto al grupo sanguíneo / en caso de accidente / antes que a nadie / había que avisarle a ella.
Cuando entré a trabajar a La Voz del Interior, me tocó en el reparto una Underwood de la Primera Guerra Mundial / es probable que fuera la máquina que escribió la Reforma del 18 / nos llevábamos bien / échese ahí / le decía / paresé / cacha cacha / vaya a la cucha / cuando me veía aparecer escribía muchas eñes seguidas / ññññññññññ / yo no sé si ustedes vieron La pandilla salvaje / pero si yo hubiera sido William Holden / ella hubiera sido Ernest Borgnine / el día del periodista se chupaba / hablaba sin parar / lo que no puedo saber qué es lo que decía: / k9fjum K&& 1*mc RR12 Z-z.
¿Una dos tres cuántas máquinas forman parte de la vida de una persona? / con los lápices en cambio / no sucede lo mismo / se deshacen como las pirámides de Egipto / las biromes se secan / permanecen días enteros en el bolsillo del saco hasta que comienzan a despedir un insoportable olor a tinta muerta / las máquinas de escribir duran toda la vida / yo sin ir mas lejos / este año he comprado un par de zapatillas / una licuadora / un reloj despertador / pero máquina no / máquina tengo / lo mismo que mujer / hijo / y cejas oscuras.
¿Y la compu? / bueno / lo que yo no aguanto de la compu es esa manera de estar en casa / como si llevara años viviendo conmigo / como la heladera / como el almanaque de Marilyn Monroe / como el sillón de mimbre / o la santa Rita / pero a mí no me engaña: / el suyo y el mío / son dos tiempos de alianzas imposibles / la computadora es una bomba que escribe pero no lee / ¿me explico?
Ayer / hace tanto tiempo / pasé frente a un cambalache que exhibía una Underwood / expuesta como una diosa en la vidriera / fue como escuchar a la gran orquesta de Count Basie / y no estar junto a vos para bailar / para abrazarte.
En síntesis: / si no sos capaz de ingresar al depósito de cadáveres / y reconocer a tu máquina de escribir nada más que por el tacto / es que te has equivocado de oficio.
El salón de los espejos
... delgado como una arruga, más solo que la una, más vivo que una bala, oscuro como la nada, caliente como un beso, blando como un cachorro, caído como un mártir, orondo como un pato, más pálido que el queso, amargo como un caqui, corto como la mentira, negro como el diablo, compadre como un ocho, húmedo como París, suave como el amanecer, tonto como la tele, más tierno que la noche, caliente como un beso, despierto como el hambre, frío como el mármol, hermoso como el alba, vivo como el deseo, cruel como la memoria, inservible como el pasado, preciso como un diccionario, salado como el llanto, dulce como un bombón, fosforescente como un obispo, salido como un codo, suave como una pestaña, más bueno que la Virgen, más malo que un piojo, más triste que un sapo, más altivo que un gallo, flaco como Cristo, frágil como un cucurucho, empecinado como un burro, viejo como el invierno, indescifrable como la muerte, redondo como un bostezo, más serio que un infarto, duro como el adiós, frágil como gorrión, rubio como la cerveza, recto como una flecha, escurridizo como el olvido, solemne como un condenado, silencioso como el humo, callado como un maniquí, inquieto como un potrillo, ciego como un murciélago, pausado como el aceite, más quieto que el vacío, cortito como la vida, cerrado como un libro, inocente como un animal, cálido como el aliento, leve como la harina, chato como un papel, imponente como Versailles, jorobado como una coma, fruncido como una pasa de uva, más tierno que un trébol, serio como un convento, inmóvil como una foto, aburrido como un hongo y más solo que un caballo.
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