sábado, 28 de abril de 2012
BORRACHERA
Me bauticé mayor , viví la fiesta
con su dulce fogata en mis entrañas
temblor rubio de amores vespertinos.
Fue un tiempo de jardines prematuros
de la espina que hería mi perfume
cuando el pimpollo murmuraba vuelos
de días perentorios y fetales.
Ebria de sol me deslicé en el hielo
tobogán de mujer recién parida
besos primera vez noche de brujas
paladeé el trago brusco del amor
en la última gota, bendecido.
Volví, por un segundo, a la fragancia
a la intemperie de la inexperiencia
un tintinear fugaz de los cristales
enjoyó noche azul mi mano diestra.
Fue mágico y real, inusitado
fue un alud de recuerdos insepultos
la dulce y nostalgiosa borrachera:
melodía de rocas en las olas
marcha nupcial del mar y la distancia.
©Olga Liliana Reinoso
jueves, 26 de abril de 2012
AL REVÉS
Amanece de orquídeas tu costado
hay aroma en la sala y algazara
yo soy un lobo hambriento de tu boca
de tus pezones duros como flecha
me gusta que me busques
que tirites de amor entre la seda
y aúlles como loba malherida
frente a la luna llena de la espera
yo quiero ser el salvaje unitario
que lentamente te federalice
para que una por una tus provincias
autónomas de amor se suelten, libres.
©Olga Liliana Reinoso
miércoles, 25 de abril de 2012
lunes, 23 de abril de 2012
Quiénes y cuándo¿Cómo volver a nuestra antigua vida en el Moderno? Sartre miraba igual, pero Onetti miró primero. Daniel Salzano.21/04/2012 00:01 , por Daniel Salzano1A esta nota sólo podría escribirla un periodista, porque el finado cine Moderno de la calle Colón era muchas cosas a la vez: a) la principal reserva de adrenalina de Alberdi, b) el colegio primario de John Wayne, y c) el lugar en el que se inspiró García Márquez para escribir el capítulo de oro de Cien años de soledad: cuando –enfrentados por primera vez a una vedette– los vecinos de Macondo manifestaban su emoción desabrochando la bragueta todos a la vez y orinando sobre el escenario.A esta nota sólo podría escribirla un memorioso. Fue en el Moderno que vimos al viejo Charles Laughton, exhausto, reclamar ante el jurado un poco más de Justicia y un poco más de Belleza. Ese era el tipo de actor que yo admiraba por aquel entonces.A esta nota sólo podría escribirla un vecino de este municipio. Y es que al Moderno, la Piojera, lo levantabas por los talones, lo ponías boca abajo y caía un chorro de palabras fabulosas: “detectives”, “chantajistas”, “tragaperras”, “espías”, “camán”, “whisky”, “la pasma”, y en el intermedio –el intervalo– comíamos perritos con Savora.Las salchichas del Moderno perfumaban el aire desde el Carbó hasta el cementerio.Fue ahí donde aprendimos que en Rusia mandaba un hombre de pómulos muy altos que había suprimido el comercio y la industria. El hombre gobernaba con un gato sobre sus rodillas y una pistola en un cajón del escritorio. ¿Era un bolche o Fumanchú?Dick Tracy era el héroe mayor de la Piojera, oh Dios mío, Dick Tracy, que hablaba con la central de policía a través de un reloj que le envolvía la muñeca. A ver si me explico: cuando a la noche me acostaba y me apagaban la luz en lo primero que pensaba era en Dick Tracy. No, no podía pasarme nada. Tracy estaba ahí. Tracy era un amigo.El Moderno era el cine en su estado original. Quiero decir que si los chicos del matiné hubiesen estado en París, durante la primera representación de los Lumière, se habrían tirado cuerpo a tierra para evitar que el tren los llevara por delante.Me acuerdo de Chopin que se cortaba un rulo de la cabellera, lo envolvía en un estuche y lo depositaba a los pies de la mujer que pedía limosna en la puerta de la iglesia. Ese era el tipo de pianista que a mí me gustaba. Los negros movían la cabeza siguiendo el ritmo de la Polonesa.Aguafuerte. A esta nota sólo podría escribirla un asesino. En la puerta del Moderno y retorcidos a media luz como en un cuadro del Bosco, se paseaban soldados, heladeros, bomberos, maniseros, fabricantes de praliné, de cubanitos, y abulonado a la escalinata de acceso durante todo el año, un gringo patibulario de guardapolvo blanco y gorra de lana que ofrecía unos buñuelos pringados en almíbar a los que llamaba “fulminantes”.¡Fulminantes! Primero te lo comías y después te limpiabas la boca con la manga porque –a ver si nos entendemos–, en un cine con butacas de madera y pisos de mosaico cuyo acomodador era un enano que controlaba a la gente con un látigo, no era necesario lavarse los pies más de una vez a la semana.Creo que si una sola mujer se hubiera atrevido a franquear el ingreso a la función de matiné, el cine se habría convertido en uno de esos trenes cargados de escopetas que aparecen en los documentales de la revolución mejicana. Un ejemplo: bastaba que la inocente y frágil Delia Garcés sacara la lengua para mojar una estampilla para que los aullidos rugieran en la sala como motores de competición.Al acomodador del Moderno sólo podría describirlo Roberto Arlt porque era en sí mismo un aguafuerte. Nos odiaba a todos, sin distinciones, y si te pillaba con un faso encendido en el hueco de la mano, ahí nomás te soltaba un chicotazo en la cabeza. Te pegaba, te caías y, cuando te levantabas, el cine estaba ladeado. A causa del látigo era conocido como El Zorro y entre sus facultades estaba la de sacarte de una oreja y depositarte en la calle. Oh, mejor aún, en la puta calle.El Moderno era el galpón oscuro y profundo de la Córdoba más rabiosamente cordobesa.Una emoción dentro de otras emociones. Un centenar largo de pibes sentados a lo bestia, empujando el respaldar de las butacas con las rodillas, masticando chicles Adams, pastillas Volpi, caramelos Tofi, hablando, gritando, sudando y desencadenando cada tanto un tifón de pedos cortos que, muchas veces, eran previa y jacarandosamente dedicados al hombrecito del chicote.Al Moderno (Colón al 1500) no asistían mujeres. Ni pibes rubios.Puedo recordar el tufo del celuloide recalentado y la visión de la quemadura que, proyectada, se parecía a un melanoma. Cuando nos sentábamos en butacas separadas, nos comunicábamos gritando. Sobre todo para protestar si la película era de amor.En realidad, sin siquiera imaginarlo, estábamos exigiendo que el cine fuera más auténtico.Las de amor causaban el efecto de una bofetada. Menos la película de King Kong. Y es que el amor del mono era un amor que valía la pena, un amor de no poder estarse quieto. Seguro que el mono debe haber envejecido. O peor. Lo más probable es que, como el Moderno, haya muerto.Puede que sea el olor a creolina, a pólvora, a fulminante y a colonia proletaria de la Piojera el verdadero perfume de esta ciudad.A esta nota sólo podría escribirla un poeta callejero, uno que trabaje a la altura de la mirada de la gente, que no retroceda ante el miedo, ante las trifulcas, los duelos, los raptos, las venganzas y la emoción. Así decía el maestro Samuel Fuller: “El cine es vida, es emoción”.Te la dejo picando, poeta: los baños del Moderno estaban en la parte delantera, al costado de la pantalla y cada vez que aparecía una actriz de la familia de las leonas, Rita Hayworth, Elizabeth Taylor,Lana Turner, María Félix, Virginia Mayo, nos levantábamos con el pretexto de ir al baño y nos quedábamos de pie, extasiados, junto a la pantalla con las chicas, enormes, al alcance de la mano. Las actrices del Moderno, como la luna, traían la luz puesta desde adentro.La vez en la que el caballo platinado de Roy Rogers ganó una carrera por el hocico, festejamos la victoria como posesos, parados sobre las butacas, abrazados, mareados, convulsos y disfónicos. Nunca volví a gritar de esa manera.Grité cuando Talleres volvió a primera división. Grité cuando Alfonsín vino en 1981 a dar un discurso callejero, grité en el hipódromo de barrio Jardín cuando El Cometa ganó el San Jerónimo y también grité cuando llegué primero tras disputar una carrera de embolsados alrededor del patio del Santiago de las Carreras. Pero nunca volví a gritar como cuando ganó el caballo de Roy Rogers.¡Esperen! Todavía me queda otra: cuando comencé a crecer me borré de la Piojera, salí con algunas chicas, les metí la lengua adentro de la oreja y por las noches soñaba con sus pantorrillas blancas y blandas como las de Virginia Mayo.En definitiva: esta es la típica nota, lectores, que no puede escribir nadie.Sartre miraba igual, pero Onetti miró primeroNo debe haber habido en la historia de la literatura sudamericana un escritor que tuviera la mirada del uruguayo Juan Carlos Onetti. No era tuerto, enteramente tuerto, pero con el ojo y medio que le quedaba, le alcanzaba para desentrañar toda la angustia existencial del Río de la Plata.Sartre miraba parecido, pero Onetti miró primero.Parece mentira, pero cuando murió en España en el año 1994, todas las necrológicas que recaudó llevaban –por la mitad– un costurón que dividía en dos partes la vida del maestro. La primera, dedicada en esencia a su literatura (densa/opaca/sesgada); la segunda, dedicada al personaje extraordinario en que lo fueron convirtiendo el whisky, el exilio y la melancolía.Y es que Onetti, que se desempeñó durante 30 años como secretario de Redacción del diario Marcha, abandonó de prepo Montevideo en 1975 y acabó exiliado en una pensión de la capital de España. Desde entonces y hasta la hora de su pálido final, permaneció encerrado en el dormitorio, tumbado sobre la cama, empinando el codo y fumando dormido.Cada tanto, el cartero le acercaba una invitación para dictar una conferencia o recibir una distinción de la Academia, pero Onetti no quería saber nada. “A ver si dejan de patear al muerto”, comentaba.El finado era él, claro, que se fue atrincherando bajo llave con la sola compañía de su mujer, el diario de todas las mañanas y los libros que pudo reclutar de Conrad, Faulkner y Celine, tres autores que nunca lo soltaron de la mano.Onetti escribía acostado y se negaba a recibir visitas.–Andá a ver vos, le pedía a su mujer cada vez que sonaba el timbre. Yo no distingo la cara de la gente. Fue en Uruguay, antes del exilio, donde escribió sus mejores novelas: El pozo, El astillero, Juntacadáveres, La vida breve, Tierra de nadie y Dejemos hablar al viento.Ahora mismo, mientras escribo esta nota, abro Tierra de nadie y copio una frase cualquiera: “Ahí estaba él sentado en la piedra, con la última mancha de la gaviota en el aire y la mancha de aceite en el río sucio, endurecido”.Los milicos de ambas bandas tenían su nombre envuelto en un círculo de tinta colorada.Cuando en 1980 le concedieron el premio máximo –el Cervantes–, tuvo que reconsiderar su posición (horizontal), cepillarse el único diente que le quedaba y abandonar la baticueva para exponerse ante una concurrencia que lo ovacionó. Esas cosas lo ponían muy nervioso y, como era de sospechar, se portó como la mona. Con la prensa estuvo cáustico, insolente, criticó la grandilocuencia de los jóvenes narradores españoles y cuando le pidieron una definición de sí mismo, respondió de sobrepique:–Soy un sudaca. Tengo más vitae que currículum.No volvió nunca al paisito. Es muy probable que los fajos de pesetas que le entregaron en el acto aún permanezcan, planchados, debajo del colchón.Son su porción de pequeña eternidad. Etiquetas: DANIEL SALZANO | b |
DÍA DEL IDIOMA ESPAÑOL

Todo lo que usted quiera, si señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan... Me prosterno ante ellas... Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito... Amo tanto las palabras... Las inesperadas... Las que glotonamente se esperan, se escuchan, hasta que de pronto caen... Vocablos amados... Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío... Persigo algunas palabras... Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema... Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas... Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto... Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola... Todo está en la palabra... Una idea entera se cambia porque una palabra se transladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció... Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces... Son antiquísimas y recientísimas... Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada... Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos... Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo... Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas... Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra... Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes... el idioma. Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras.
Pablo Neruda, Confieso que he vivido : memorias.
La Armada Invencible había ido a parar al fondo del mar, y España estaba por fin más dispuesta a escuchar. Surge el humor que corrige los vicios para cauterizar la herida del orgullo nacional. Comenzaba a hundirse la fe romántica en el destino del majestuoso imperio.
Era hora de que el viejo caballero fantástico asomase cabalgando por el horizonte de La Mancha. Un escritor pobre de 58 años hace surgir de la sombra esa pareja inmortal: Don Quijote y Sancho Panza, en más de mil páginas y unos 600 personajes, ninguno ni bueno ni malo en forma absoluta. Miguel de Cervantes Saavedra, su autor, murió el 23 de abril de 1616, y se toma la fecha como Día del Idioma.
Porque con Carlos V, el símbolo de la unificación fue el castellano, idioma común de todos los españoles, que nació en Castilla, y que no sólo sirvió de instrumento a una gran literatura, sino que hasta hoy se ha modificado poco por las naciones que lo utilizan.
Es el tercer idioma más hablado en el mundo. Se trata de una herramienta que usan 450 millones de habitantes, según el profesor José Luis Delgado, quien afirma que el español es una multinacional con capacidad de compra equivalente al nueve por ciento del producto interno bruto mundial. El 85 por ciento de los hispanohablantes se concentra en América, y el hecho de tener una lengua común multiplica por cuatro los intercambios. Es la segunda lengua en Estados Unidos y en Europa es la segunda lengua extranjera. Si evaluamos por país en el mundo, la Argentina ocupa el quinto lugar de los hispanohablantes después de México, España, Colombia y Estados Unidos.
Esta unidad de nuestra lengua se debe en parte a la Real Academia Española, que ostentaba el lema: “Limpia, fija y da esplendor”. Aunque ha sido criticada por algunas de sus disposiciones que parecieron arbitrarias, mantiene la pureza en el hablar del español. Ejemplos:
En 1934, un hombre culto debía escribir: “El sabotage sin ambages en el garage”. Era lo correcto. 20 años más tarde: “El sabotaje sin ambages en el garage”. Y a partir de la edición de 1980 del diccionario de dicha institución, corresponde: “El sabotaje sin ambages en el garaje”. O sea que la Academia “fija” que los términos procedentes del francés terminados en “age” pasen a escribirse con “j” para mantener una uniformidad en el sufijo (lo mismo que otros derivados que ya tenemos, como kilometraje o blindaje). Pero que el término que viene del latín “ambages” (rodeos de palabras o de caminos), femenino con sólo plural, pase al castellano tal cual está, sin singular, con todo su esplendor.
Decir “la calor” era correcto en español medieval y clásico. Pero luego, para la Academia, se consideró una expresión para los “gronchos”. Corresponderá, pues, “el calor”. Sin embargo, como parte del pueblo seguía con el femenino, en su diccionario de 2001, la institución autorizó parcialmente el uso, otra vez “la calor”. Pero en 2005, en el Diccionario de Dudas, se arrepintió, y se puso a limpiar diciendo en la página 112: “Su uso en femenino (...) se considera hoy vulgar y debe evitarse”.
En la página 161 de la Nueva Gramática Española , en los plurales de los compuestos nos sorprende la manera en que se alterna el número del primer término y del segundo. Debe decirse “películas porno” y no “pornos”; pero dispone que se diga “yanquis progres” y no “progre”. Es correcto “se robaron del altar dos Santas Marías y dos San Franciscos” y nada de “dos Santos Franciscos”. El plural de esos compuestos parece arbitrario y habría que verlos uno por uno en el libro.
Con todo, hace falta esa academia con su veintena de filiales para que se mantenga la pureza y la jerarquía de nuestra lengua.
sábado, 21 de abril de 2012
SENCILLAMENTE

Quito la cáscara de la calabaza
para hacerla al vapor
y retener todos sus nutrientes.
Así, entre el calor de la ternura
los vahos del amor y la paciencia
voy cocinando la rutina diaria
con el sabor sencillo de la vida.
Cobijo los afectos
las caricias
miradas verborrágicas
silencios tibios
un gesto
un beso sustancioso
un corazón de pájaro en retorno
voces de nomeolvides
la simpleza del agua
palabras entredichas
-entre dichas-.
Y celebro la vida
sin máscaras ni cáscaras
al vapor del hogar
que retiene todos sus nutrientes.
©Olga Liliana Reinoso
viernes, 20 de abril de 2012
más allá
Bébeme.
Que esta sangre es la madre
de todas tus vertientes.
Muérdeme hasta teñirme
con palidez de luna.
Extirpa mis entrañas

arroja al fuego eterno
mis venas y mis órganos.
Nunca voy a morir.
Hay un designio
un nutriente fatal que me eterniza.
Aunque quieras borrarme del planeta
con tu vara de plata
yo sobreviviré en tus aortas
en el degüello insomne de tu llanto.
No sé quién lanzó al viento
la primigenia dentellada
solo sé que mi sangre está en tu sangre
y no hay sol asesino que me creme.
Odias mis ojos ciegos
mis angustias letales
odias la magnitud
de mi agonía.
Porque sabes que es falsa
que la noche protege mis resurrecciones
y mientras yo esté vivo
tu vida será siempre secundaria.
En cierto tiempo te amé como un humano,
pero no lo entendiste.
Y hoy te sorprende verme vital, enceguecido, ígneo:
tu sombra entre las sombras
con la inservible cruz de tu recelo.
Algún día vendrás a mi regazo
con las venas abiertas
y una sonrisa triste de guerrero
que no sabe perder.
Ahora aúllan los lobos en el bosque.
Huye. No quiero que te maten
ni que te entregues virgen.
Eres mi presa favorita,
mi amada inmaterial,
mi vampiresa.
©Olga Liliana Reinoso
domingo, 15 de abril de 2012
LA VIDA

Un tango azul escribo para vos
tango inicial, de bienvenida y de presencia
tango recio, machísimo y profundo
que se enferma de sur, llamándote.
Compadrito, orillero, esquina y fueye
bailarín del arrabal del tiempo.
Hoy Dios se saca el funyi y te saluda
y te invita a bailar la eternidad.
(MI VECINA)

La casa de tejas rojas sin jacarandá en el patio
Cuando me mudé a ese barrio todo el mundo rumoreaba. Con la morbosidad propia de las mentes poco cultivadas que solo encuentran atractivo husmeando en la vida ajena, se juntaban en la vereda o en el mercado y con la liviandad de quien no piensa en las consecuencias, comentaban las novedades, sacaban conclusiones, agregaban detalles seguramente inventados y parecían entretenerse y hasta regodearse con los dolores ajnos, quizá para tapar sus propias miserias. Yo siempre he sido muy prudente y reservado, de manera que mientras pude me mantuve al margen. Pero era tanto el comentario que no pude menos que sentir cierto interés en comprobar si las habladurías tenían fundamento. Claro que a mí me movían otros intereses, casi científicos podría decir. Me interesaba la personalidad del hombre, porque yo había sido educado de otra manera. Mi padre, un descendiente de irlandeses, siempre me aconsejaba en ese aspecto y sentenciaba sabiamente que un hombre que se precie de tal jamás cometería esa cobardía.
Para entonces yo todavía no me había casado pero mantenía una relación de años con una compañera de facultad con la que teníamos planes de formar una familia. Ella, Dina, era una mujer independiente, llena de iniciativas, pero muy afectuosa y romántica. Un día saqué el tema y ella quedó muy afligida. Me dijo que no podía entender que pasaran esas cosas y que algo había que hacer, que no podíamos quedarnos con los brazos cruzados. Traté de calmarla haciéndole ver que no tenía pruebas y tal vez solo se tratara de chismes de barrio.
Hasta que un día yo también escuché el escándalo.
Gritos, llantos, ruidos. Y después un silencio ominoso, que dolía.
A la mañana siguiente el barrio era un hervidero.
-¿Escucharon el kilombo de anoche?
-Y, otra vez hubo biaba.
-Dios mío, pobre mina.
-¿Pobre? Pero no te das cuenta que es una masoca.
-Al día siguiente del terremoto no se asoma ni a la vereda y si alguna vez sale anda toda tapada y con anteojos.
-Pero por qué no se raja.
-Qué se va a rajar. Si le gusta, seguro que le gusta. Después deben terminar con una festichola y chau pinela.
-Pero quién se lo podía imaginar de un tipo como él, tan atildado, con tan buenos modales, amable con todo el mundo...
-Y, el tipo no tiene la culpa, seguro que la jermu lo saca de quicio. Esas mosquitas muertas son las peores.
-Che, ¿pero no tendríamos que avisar a la poli?
-Largá, ¿qué decís? En estas cosas no hay que meterse, son asuntos de familia.
-Sí, pero, si un día ocurre algo malo...
-Cortala, fatalista ¡qué va a pasar!
Desde ese día no digo que pasé a ingresar la larga fila de chismosos pero debo reconocer que la idea me rondaba muy seguido. Muchas noches me descubría conteniendo la respiración para escuchar mejor todos los ruidos que venían de afuera y así fue como en varias ocasiones los golpes sordos que sonaban en la casa de tejas rojas y grandes ventanales, no me dejaban conciliar el sueño. Yo sentía que Dina tenía razón cuando hablaba de hacer algo, de intervenir. Pero confieso que no me animaba a tomar una decisión. Creo que me daba un poco de vergüenza y tal vez en el fondo, muy en el fondo, esos preconceptos machistas de los que es tan difícil deshacerse, me impedían moverme.
Ella salía muy poco. No trabajaba afuera ya que el marido era un empresario al que no le iban nada mal las cosas. Alguien me dijo que pintaba. Ella, mi vecina, pintaba cuadros.
Un día leí en la agenda cultural del diario que había una exposición de Ema Quirós. Era ella. Fui hasta la galería, no porque me interese demasiado el arte sino para verla. Pero las pinturas me conmovieron. Eran figuras desgarradoras, tan desvalidas que uno se asfixiaba al verlas y necesitaba correr hacia la calle para tomar aire. La muestra fue un éxito, todo el mundo comentaba la aparición de un nuevo pincel talentoso. Cuando me presenté diciéndole que era su vecino un ínfimo temblor la perturbó, pero fue sólo un instante, la breve duración de un parpadeo y un suspiro levemente prolongado. De inmediato se recompuso y charlamos nimiedades.
Al regresar a casa mil interrogantes me acuciaban. Se la veía entera, segura de sí misma. Para nada mostraba la imagen de una mujer débil, maltratada. Entonces comencé a reflexionar acerca de los seres humanos, de cuánto mentimos, del personaje que representamos para los demás. Y al llegar me miré en el espejo tratando de desentreñar quién era yo en realidad y si los otros verían al que yo suponía ser o me miraban con otros ojos.
No logré responderme con certeza y en medio de esas cavilaciones me quedé dormido.
De cuando en cuando me cruzaba con Ema pero ella simulaba no conocerme, miraba para otro lado, apuraba el paso y desaparecía.
Una noche sus gritos me despertaron pero en lugar de llamar a la policía, encendí el equipo para no escuchar.
A la mañana siguiente pasé por sus ventanales y vi la imagen de uno de sus cuadros. Pero era ella misma, tan desgarradora y desvalida como sus pinturas. Sus ojos color caramelo clamaban ayuda. Yo sentí que me ahogaba, como aquel día en la exposición.
Esa noche los ruidos se repitieron, pero eran otros ruidos, más sordos, más trágicos. Y no hubo un solo grito. Desperté con una terrible jaqueca que me duró varios días. La casa de tejas rojas con jacarandá en el patio estaba completamente cerrada. Pocos días después apareció la policía haciendo preguntas. El marido había denunciado la desaparición de Ema. Nadie sabía nada. Los rumores siguieron corriendo pero eran solo eso, rumores. Nadie tenía pruebas.
Al llegar el invierno vimos con zozobra que habían talado el jacarandá, para ampliar la casa, según parece. El marido de Ema instaló su oficina en ese lugar. Todo el antiguo patio quedó cubierto de mampostería. Algunas madres anticuadas asustaban a sus hijos con el viejo de la casa de tejas rojas.
Han pasado los años, he cambiado de barrio y nunca más oí hablar de esa mujer pero no pude olvidarla. Algo parecido a la culpa me corroe el alma. Y sobre todo recuerdo sus ojos. Sus ojos color caramelo chorreando sobre un vidrio que nunca nadie se atrevió a limpiarsábado, 14 de abril de 2012
EL BAILARÍN

Lo había visto jugar en el potrero desde que era una pulga.
Vivía a unas cuadras de mi casa, en un barrio incipiente, hecho a fuerza de pulmón, con los retazos que juntaban los viejos en los atardeceres cómplices.
Parecía un carbón encendido cuando los ojos pícaros se iluminaban al patear la pelota.
Yo nunca entendí nada de fútbol. Ni me importaba. Pero verlo era una fiesta.
Parecía danzar una coreografía de Julio Bocca cuando se deslizaba por el baldío lleno de rosetas.
Tiempo después, me mudé más cerca del centro de General Pico. Y me olvidé del bailarín futbolero. Para colmo, ni sabía su nombre.
Dos días antes de la muerte de mi viejo, fanático de River, me dieron la titularidad en la Escuela Nº 111, esa que tanto me recordaba a la primaria en mi pequeño pueblo.
Aunque reconozco que la docencia no fue mi verdadera vocación, siempre le puse garra y pasión. Como el bailarín en la cancha, como mi viejo gritándole a Francéscoli o a Fillol.
Es que el hecho de trabajar con pibes era un milagro cotidiano.
Yo era el maestro de Lengua, ratón de biblioteca, típico patadura que sólo podía hablar de fútbol leyendo cuentos de grandes autores como Soriano, Fontanarrosa o Galeano.
Eso sí, esos cuentos eran infalibles. Emocionaban por igual a los varones y a las chicas.
Así que yo acudía seguido a su maravillosa herramienta para acallar las hordas. Y meterlas de a poco en la literatura, tras la ilusión de perseguir una pelota.
Una mañana soleada de principios de octubre, mientras disfrutaba de una hora libre tomándome unos mates, se me dio por observar a mis alumnos que jugaban al fútbol con el profesor de Educación Física.
De pronto, algo me resultó familiar. Esas gambetas, ese malabarismo de piernas y pelota, la escabullida entre los adversarios, el tiro mortal al arco contrario, no podían ser imitaciones.
Eran una pieza única de orfebrería canchera.
Había crecido mucho, pero al acercarme, reconocí las brasas en sus ojos.
De puro porfiado, le pregunté dónde vivía. Y él, riéndose, me dijo:
- A seis cuadras de su casa de antes, profe.
Era él, nomás. Así que Jonathan Flores era el contorsionista del baldío. Me alegró reencontrarlo entre mis alumnos. A los pocos días descubrí que lo llamaban el “Mara”.
- ¿Mara? –dije- ¿La liebre patagónica? ¿Por el departamento Maracó?
- Profe, usted lee mucho, pero de fútbol no sabe nada. Le decimos Mara por el Diego. ¿No vio cómo juega?
Sí, claro que lo había visto y también me había conmovido.
Pero una cosa eran la cancha, los penales, la pelota. En el aula, el asunto se complicaba. No sólo porque los números y las letras se enredaban en su cabecita, sino por las zapatillas sin marca, el pantalón emparchado y, muchas veces, la ausencia de jabón.
Justo había caído en un curso de “niños bien” a los que les gustaban más el rugby o el básquet, porque el fútbol era villero.
Yo sentía que tenía que hacer algo, pero no le encontraba la vuelta. Hasta que tuve una idea y sin dar demasiados detalles, los organicé en grupos.
Nicolás, un fanático de Mozart, se plantó con sus catorce años y me dijo:
- Profe, yo no voy a hacer grupo con el Mara Flores.
- ¿Por qué?
- Porque es un negro que ni se baña, es un burro…
- ¡Nicolás! No podés ser tan prejuicioso y discriminatorio. A la gente, primero hay que conocerla. Todos tenemos algo bueno para brindar. Tenés todo el fin de semana para reflexionar, porque el lunes comienza el trabajo.
El padre de Nicolás era un colega, así que le sugerí que hablara con él.
El lunes, Nicolás llegó con trompa y, sin mediar palabra, se sentó con el Mara.
Les expliqué el trabajo. Era un pequeño certamen urdido “ad hoc”: tenían que escribir un poema sobre fútbol que luego, en un acto público, en el centro cultural, cada grupo expondría a elección: podrían recitarlo, ilustrarlo, musicalizarlo o dramatizarlo.
Para mi sorpresa, el día de la muestra, Nicolás leyó el poema mientras el Mara hipnotizaba a los presentes con sus proezas.
Ganaron por ovación. Y como premio, hicieron un viaje a las Sierras de Lihuel Calel, en el suroeste pampeano. La sierra de la vida. Allí, entre fantasmas mapuches y flores silvestres con perfume a leyenda, ocurrió un milagro.
Ya de regreso, Nicolás me paró en la galería para decirme:
- Tenía razón, profe. A la gente hay que conocerla. El Mara es lo más.
En diciembre de ese año les entregué el diploma de la terminación de la EGB. Al Mara lo seguí viendo hasta que logró aprobar el tendal de materias que no lo dejaban gambetear libremente.
Después supe que vinieron de un club de la Capital a probarlo y se lo llevaron enseguida.
Al principio jugó en tercera, pero no tardó mucho en pasar a la primera división. Y yo, contra todas mis costumbres, comencé a mirar partidos por televisión, solamente por el gusto que me daba ver al Mara.
Pasaron los años y llegó mi jubilación, pero para no perder los hábitos, me uní a la Comisión de Apoyo de la Biblioteca Popular, tanto como para insistir en las bondades de la lectura.
Una tarde, cuando me retiraba, alguien me llamó al cruzar la avenida.
- Profe, Profe Julián.
Me di vuelta y el resplandor de esa mirada me encandiló. Pasado el sobresalto, divisé, aferrada a la mano morena del Mara, a una joven mujer hermosa.
- Profe, le presento a Lucía, mi novia. Vine a invitarlo para el casorio.
Reímos de alegría mientras me daba la participación y los detalles.
Al despedirnos, como por casualidad, me regaló este premio:
- ¡Ah! ¿Sabe quién me sale de padrino? El Nicolás. Se acuerda ¿no?
Cómo no me iba a acordar. Giré rápidamente para no hacer un papelón.
Porque yo, Julián Aguirre, el profesor adusto, me iba a largar a llorar.
Y lloré. De alegría lloré.
©Olga Liliana Reinoso
miércoles, 11 de abril de 2012
COSMOVISIÓN

Vientos de luna llena reptan los ojos de la arena virgen
y hay una incertidumbre de magnolias sobre el pubis agreste de la noche.
¿Dónde sucede el gris?
¿Entre qué voces apergaminadas alza su vuelo la penúltima gota de este vino?
Los fuegos del apocalipsis desfallecen
en la agridulce aldea que dormita
su intemporal asfixia sin gorriones
porque aletean los gritos sobornados
y acaso llueve o es mentira el verbo.
Alguna de las bocas homicidas abortará la inédita palabra
mientras tanto, los dioses minerales relucirán en la paciencia de los días.
Tal vez si recordamos aquella estoica nieve
crepitando en el torso de la espera
un deshojado sol nos resucite.
Y entonces, cuando las manos lloren de pie las letanías
gestaremos adverbios por las plazas descalzas.
Pero hoy, aún amanece sobre la piel ignota de la piedra
que espera otra respuesta
y dormita balbuceante sobre el techo,
ése que aún mantiene la certeza.
©Olga Liliana Reinoso
domingo, 8 de abril de 2012
SE NOS FUE OTRO POETA ARGENTINO

La llama
Quién mejor que la llama puede respirar el tamaño del fuego
quién la destrucción la vorágine lo dulce
cómo se puede separar lo tierno de lo helado
qué devora la llama en el desprecio lo terco lo inaudito
quién puede decir si la tibieza puede consumir
o congelar
o acaso
hay una regla
para todo.
LA VOZ
Tenía una extraña manera de trabajar John, Juan Steinbeck, que consistía, antes de escribir, en aguantar la realidad tanto tiempo como podía. O lo dejaban. Veía pasar una caravana de fortachos atados con alambre y, después de encasquetarse una gorra de combate, se incorporaba a la expedición y no sólo recolectaba la uva sino que además negociaba el precio de la cosecha en compañía de los demás trabajadores.
Recién cuando los sonidos de la caravana dejaban de hechizarlo o cuando podía posar la mirada públicamente en el papel, se instalaba en una pensión con vistas a ninguna parte y en cuatro meses de trabajo torrencial –por ejemplo– escribía Viñas de ira .
La novela Viñas de ira la llevó al cine John Ford, en 1939; y cualquier cinéfilo entrenado en la biblioteca del Cineclub Municipal podría repetir de memoria la respuesta que le daba Henry Fonda a su mamá cuando, chicaneado por la policía, se despedía:
–Búscame donde haya hambre.
Fue escritor John Steinbeck, pero también maestro de obras, profesor de secundario, periodista y si le llevabas un velador que no encendía, él se ponía unos anteojos cuyo puente había reforzado con cinta aisladora y te lo arreglaba porque, decía, un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer.
Hemingway también decía ese tipo de cosas y también John Dos Passos y Henry Miller, pero él las decía y las hacía.
Tenía 60 años, acababa de ganar el Premio Nobel y hubiera podido vivir de rentas sobre un podio, pero prefirió salir a vagabundear una vez más acompañado de su perro Charley. Ambos dormían en el coche después de comer al aire libre. Steinbeck, huevos revueltos y Charley, el perro que le leía el pensamiento, se arreglaba con lo que sobraba.
Ahora que los libros editados fuera del país tienen que atravesar un laberinto envenenado para ingresar al puerto de Buenos Aires, habrá, nomás, que releer los libros viejos.
Voto por Viñas de ira.
Papá cumplió 100 años
Bueno, no serán 100, sino 85. Esos son los años que cumplió Gabriel García Márquez, con cáncer y todo, dirigiendo una revista mejicana y escribiendo lo que queda de sus memorias, un esperado y predecible acontecimiento editorial del cual ya se conoce el primer tomo.
A García Márquez lo vi en Madrid cuando hizo escala en el palacio de la Moncloa dos o tres días después de haber recibido el Premio Nobel, para despuntar el vicio socialista y los puros cubanos con Felipe González. Llevaba puesta una guayabera de cuatro bolsillos del mismo color de una Olivetti y, además de un buen par de cejas de petizo altanero, calzaba unos tamangos de esterilla bastante parecidos a los que se ponía el coronel cuando se sentaba a esperar la llegaba del cartero.
Gabriel García Márquez, a quien los más confianzudos llamaban “Gabo”, como si todo el mundo hubiera nacido en Aracataca, se arrimó a la prensa con pasitos de sudaca y, aunque nunca dejó de hablar, no le contestó en concreto nada a nadie.
La verdad es que daba gusto estar ahí y mirarlo bien mirado. Peludo el hombre, retacón, y todo esto sin olvidar los botines de esterilla. Porque, ya se sabe –lo dijo el escritor Gore Vidal–, “un par de zapatos bien analizados equivale a dos folios de declaraciones exclusivas”.
Firmó algunos autógrafos con una Montblanc de aspecto sospechoso y no firmó más, porque el escritor es de los que se va dos veces por minuto hasta totalizar un par de horas.
Todavía busco y busco y no puedo encontrar otras palabras que le calcen con mayor precisión que las que utilicé cuando envié la crónica a La Voz del Interior: “García Márquez tiene la pinta de un amigo”.
Santo Santo
Un día, de manera inesperada, los santos de la iglesia amanecían tapados con grandes paños de color morado, las clases se interrumpían, en los clubes se prohibía jugar al siete y medio y en los cines daban películas relacionadas con la vida de Sansón: había llegado el Jueves Santo.
Lo demás funcionaba dentro de los límites de una historia apasionante que todos los años se repetía: el beso del traidor, la negación del apóstol preferido, los judíos perversos, los romanos que se lavaban las manos y la crucifixión de un carpintero de 33 años, desnudo y abandonado.
Los penitentes se golpeaban el pecho suplicando por el perdón de los pecados, el coro de la Escuela Américo Aguilera cantaba en latín un Padrenuestro y en la iglesia de la Sagrada Familia, arriba, a la derecha, había un Cristo alto como un pivot, el que, si lograbas mirarlo sin pestañear, subía y bajaba sus cejas doloridas.
Si se lo contabas al cura, te mandaba premiado a la cocina para que te dieran una croqueta de bacalao.
El Viernes Santo tu mamá te vestía como un maniquí de Baby King y te llevaba a dar una vuelta a la manzana detrás de una cruz de madera que se bamboleaba de un modo misterioso. Tu mamá rezaba para que fueras monaguillo y vos rezabas para que en el huevo de Pascua te tocara un soldadito.
Jesús moría en el momento en que la procesión atravesaba las vías del tranvía. Ya está, decía tu mamá, ya se murió, se terminó.
Pero no se había terminado, sino que faltaba lo mejor: apoyar el oído contra el palo de la luz y escuchar desde las napas más profundas del planeta el rumor de la piedra del Sepulcro en el momento en que Jesús la hacía al lado. Ya está, decíamos; como el Conde de Montecristo, se ha escapado.
Al día siguiente, ya no era necesario seguir comiendo pescado. Jesús había recuperado las riendas del poder y, con un martillo de verdad, se celebraba la gloria golpeando contra la base de un fuentón. No valía la pena convertirte en monaguillo; mejor gran jefe tribu amiga de Tarzán golpeando tambor con palo de hierro, santo, santo, bwana, bwana.
Peñarol
Por aquellos días, notamos que la mamá de Ernestito Rivarola engordaba exageradamente y, como en aquel tiempo si preguntabas una cosa equivocada podías recibir como recompensa una precisa bofetada, decidimos preguntarle a Raúl, el hermano mayor de Ernestito Rivarola.
Raúl Rivarola, observándonos piadosamente por encima de un plato de fideos, nos dijo que era porque estaba Peñarol.
Ernestito Rivarola era tu amigo del alma. Hablo de una época en la que a los hijos no los parían las madres sino que los traía la cigüeña o se compraban en la Casa Beige.
De todas maneras, comenzamos a investigar el asunto con mayor detenimiento y si, por ejemplo, ella pasaba por el zaguán mientras estábamos jugando a la payana, dejábamos las piedras suspendidas en el aire para espiarla con mayor comodidad.
Mi mamá se parece cada vez más al Pato Donald, comentó Ernestito Rivarola, que había movilizado sus influencias con un tío para que le buscara en el diccionario la palabra “Peñarol”. “Peñascal” estaba. “Peñón” estaba. “Peñarol” no.
Al finalizar aquel verano, la casa de Ernestito Rivarola se llenó de parientes que se besaban y abrazaban. Encima de la mesa del comedor habían dejado una botella de oporto y dos platos con caramelos. La mamá de Ernestito Rivarola acababa de comprar un bebé en la Casa Beige y Raúl Rivarola fue a buscarnos al zaguán para decirnos que ya podíamos verlo.
La mamá de Ernestito Rivarola estaba sentada entre almohadones y tenía una criatura entre los brazos. Le contamos los deditos y eran 10, como los nuestros. Después lo besamos en la frente y desaparecimos. Tal vez no se tratara de un bebé de verdad sino del famoso Peñarol.
Al pasar junto a la mesa del comedor alcanzamos a manotear los caramelos. Eran verdes, de menta. Escuchamos llorar al bebé al mismo tiempo que volvíamos a jugar a la payana. A través del cristal esmerilado de la puerta cancel se filtraba el sol. Los reflejos subían y bajaban. Era la primera vez que jugábamos a la payana no con piedras sino con caramelos.
JUDAS
Soy Judas, el traidor,
y te di más que todos,
yo te di más que amor.
Para ellos la merced del heroísmo
y la docilidad de serte fieles,
porque ellos no afrontaron tu mirada
allá en Getsemaní.
Ojalá me hubieras dicho: “te comprendo,
lo estás haciendo bien. Animo, Judas”.
Ellos navegaban en barcas
que el prodigio salvaba de mareas tenaces,
yo me hundí hasta tocar fondo en los abismos
de este mar de ser hombre y acordarse.
Todos vieron los clavos y lloraron,
yo te inmolé para que amanecieras.
Convocaron a tantos para el drama,
Caifás, Anás, Herodes y Pilatos,
por qué también a mí. Yo te quería.
Por qué habrán acuñado las monedas.
por qué las profecías.
por qué el árbol aciago
como un ojo hechicero reclamándome
desde la sangre intacta de la Biblia
Soy Judas, el traidor,
el que mejor cumplió con su destino.
El que entregó al que amaba. Por amarlo.
Si Dios fuera mujer
pregunta Juan sin inmutarse,
vaya, vaya si Dios fuera mujer
es posible que agnósticos y ateos
no dijéramos no con la cabeza
y dijéramos sí con las entrañas.
Tal vez nos acercáramos a su divina desnudez
para besar sus pies no de bronce,
su pubis no de piedra,
sus pechos no de mármol,
sus labios no de yeso.
Si Dios fuera mujer la abrazaríamos
para arrancarla de su lontananza
y no habría que jurar
hasta que la muerte nos separe
ya que sería inmortal por antonomasia
y en vez de transmitirnos SIDA o pánico
nos contagiaría su inmortalidad.
Si Dios fuera mujer no se instalaría
lejana en el reino de los cielos,
sino que nos aguardaría en el zaguán del infierno,
con sus brazos no cerrados,
su rosa no de plástico
y su amor no de ángeles.
Ay Dios mío, Dios mío
si hasta siempre y desde siempre
fueras una mujer
qué lindo escándalo sería,
qué venturosa, espléndida, imposible,
prodigiosa blasfemia.
MARIO BENEDETTI