domingo, 8 de abril de 2012

LA VOZ

Búscame donde haya hambre

Tenía una extraña manera de trabajar John, Juan Steinbeck, que consistía, antes de escribir, en aguantar la realidad tanto tiempo como podía. O lo dejaban. Veía pasar una caravana de fortachos atados con alambre y, después de encasquetarse una gorra de combate, se incorporaba a la expedición y no sólo recolectaba la uva sino que además negociaba el precio de la cosecha en compañía de los demás trabajadores.

Recién cuando los sonidos de la caravana dejaban de hechizarlo o cuando podía posar la mirada públicamente en el papel, se instalaba en una pensión con vistas a ninguna parte y en cuatro meses de trabajo torrencial –por ejemplo– escribía Viñas de ira .

La novela Viñas de ira la llevó al cine John Ford, en 1939; y cualquier cinéfilo entrenado en la biblioteca del Cineclub Municipal podría repetir de memoria la respuesta que le daba Henry Fonda a su mamá cuando, chicaneado por la policía, se despedía:

–Búscame donde haya hambre.

Fue escritor John Steinbeck, pero también maestro de obras, profesor de secundario, periodista y si le llevabas un velador que no encendía, él se ponía unos anteojos cuyo puente había reforzado con cinta aisladora y te lo arreglaba porque, decía, un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer.

Hemingway también decía ese tipo de cosas y también John Dos Passos y Henry Miller, pero él las decía y las hacía.

Tenía 60 años, acababa de ganar el Premio Nobel y hubiera podido vivir de rentas sobre un podio, pero prefirió salir a vagabundear una vez más acompañado de su perro Charley. Ambos dormían en el coche después de comer al aire libre. Steinbeck, huevos revueltos y Charley, el perro que le leía el pensamiento, se arreglaba con lo que sobraba.

Ahora que los libros editados fuera del país tienen que atravesar un laberinto envenenado para ingresar al puerto de Buenos Aires, habrá, nomás, que releer los libros viejos.

Voto por Viñas de ira.

Papá cumplió 100 años

Bueno, no serán 100, sino 85. Esos son los años que cumplió Gabriel García Márquez, con cáncer y todo, dirigiendo una revista mejicana y escribiendo lo que queda de sus memorias, un esperado y predecible acontecimiento editorial del cual ya se conoce el primer tomo.

A García Márquez lo vi en Madrid cuando hizo escala en el palacio de la Moncloa dos o tres días después de haber recibido el Premio Nobel, para despuntar el vicio socialista y los puros cubanos con Felipe González. Llevaba puesta una guayabera de cuatro bolsillos del mismo color de una Olivetti y, además de un buen par de cejas de petizo altanero, calzaba unos tamangos de esterilla bastante parecidos a los que se ponía el coronel cuando se sentaba a esperar la llegaba del cartero.

Gabriel García Márquez, a quien los más confianzudos llamaban “Gabo”, como si todo el mundo hubiera nacido en Aracataca, se arrimó a la prensa con pasitos de sudaca y, aunque nunca dejó de hablar, no le contestó en concreto nada a nadie.

La verdad es que daba gusto estar ahí y mirarlo bien mirado. Peludo el hombre, retacón, y todo esto sin olvidar los botines de esterilla. Porque, ya se sabe –lo dijo el escritor Gore Vidal–, “un par de zapatos bien analizados equivale a dos folios de declaraciones exclusivas”.

Firmó algunos autógrafos con una Montblanc de aspecto sospechoso y no firmó más, porque el escritor es de los que se va dos veces por minuto hasta totalizar un par de horas.

Todavía busco y busco y no puedo encontrar otras palabras que le calcen con mayor precisión que las que utilicé cuando envié la crónica a La Voz del Interior: “García Márquez tiene la pinta de un amigo”.

Santo Santo

Un día, de manera inesperada, los santos de la iglesia amanecían tapados con grandes paños de color morado, las clases se interrumpían, en los clubes se prohibía jugar al siete y medio y en los cines daban películas relacionadas con la vida de Sansón: había llegado el Jueves Santo.

Lo demás funcionaba dentro de los límites de una historia apasionante que todos los años se repetía: el beso del traidor, la negación del apóstol preferido, los judíos perversos, los romanos que se lavaban las manos y la crucifixión de un carpintero de 33 años, desnudo y abandonado.

Los penitentes se golpeaban el pecho suplicando por el perdón de los pecados, el coro de la Escuela Américo Aguilera cantaba en latín un Padrenuestro y en la iglesia de la Sagrada Familia, arriba, a la derecha, había un Cristo alto como un pivot, el que, si lograbas mirarlo sin pestañear, subía y bajaba sus cejas doloridas.

Si se lo contabas al cura, te mandaba premiado a la cocina para que te dieran una croqueta de bacalao.

El Viernes Santo tu mamá te vestía como un maniquí de Baby King y te llevaba a dar una vuelta a la manzana detrás de una cruz de madera que se bamboleaba de un modo misterioso. Tu mamá rezaba para que fueras monaguillo y vos rezabas para que en el huevo de Pascua te tocara un soldadito.

Jesús moría en el momento en que la procesión atravesaba las vías del tranvía. Ya está, decía tu mamá, ya se murió, se terminó.

Pero no se había terminado, sino que faltaba lo mejor: apoyar el oído contra el palo de la luz y escuchar desde las napas más profundas del planeta el rumor de la piedra del Sepulcro en el momento en que Jesús la hacía al lado. Ya está, decíamos; como el Conde de Montecristo, se ha escapado.

Al día siguiente, ya no era necesario seguir comiendo pescado. Jesús había recuperado las riendas del poder y, con un martillo de verdad, se celebraba la gloria golpeando contra la base de un fuentón. No valía la pena convertirte en monaguillo; mejor gran jefe tribu amiga de Tarzán golpeando tambor con palo de hierro, santo, santo, bwana, bwana.

Peñarol

Por aquellos días, notamos que la mamá de Ernestito Rivarola engordaba exageradamente y, como en aquel tiempo si preguntabas una cosa equivocada podías recibir como recompensa una precisa bofetada, decidimos preguntarle a Raúl, el hermano mayor de Ernestito Rivarola.

Raúl Rivarola, observándonos piadosamente por encima de un plato de fideos, nos dijo que era porque estaba Peñarol.
Ernestito Rivarola era tu amigo del alma. Hablo de una época en la que a los hijos no los parían las madres sino que los traía la cigüeña o se compraban en la Casa Beige.

De todas maneras, comenzamos a investigar el asunto con mayor detenimiento y si, por ejemplo, ella pasaba por el zaguán mientras estábamos jugando a la payana, dejábamos las piedras suspendidas en el aire para espiarla con mayor comodidad.

Mi mamá se parece cada vez más al Pato Donald, comentó Ernestito Rivarola, que había movilizado sus influencias con un tío para que le buscara en el diccionario la palabra “Peñarol”. “Peñascal” estaba. “Peñón” estaba. “Peñarol” no.

Al finalizar aquel verano, la casa de Ernestito Rivarola se llenó de parientes que se besaban y abrazaban. Encima de la mesa del comedor habían dejado una botella de oporto y dos platos con caramelos. La mamá de Ernestito Rivarola acababa de comprar un bebé en la Casa Beige y Raúl Rivarola fue a buscarnos al zaguán para decirnos que ya podíamos verlo.

La mamá de Ernestito Rivarola estaba sentada entre almohadones y tenía una criatura entre los brazos. Le contamos los deditos y eran 10, como los nuestros. Después lo besamos en la frente y desaparecimos. Tal vez no se tratara de un bebé de verdad sino del famoso Peñarol.

Al pasar junto a la mesa del comedor alcanzamos a manotear los caramelos. Eran verdes, de menta. Escuchamos llorar al bebé al mismo tiempo que volvíamos a jugar a la payana. A través del cristal esmerilado de la puerta cancel se filtraba el sol. Los reflejos subían y bajaban. Era la primera vez que jugábamos a la payana no con piedras sino con caramelos.

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