CONTRATAPA
Pintar la nieve
Por Juan Forn
El que ve por primera vez La Ola de Hokusai no se la olvida nunca más: el mar tendrá para siempre forma de garra en sus pesadillas. El que ve por primera vez El sueño de la mujer del pescador tampoco se lo olvida nunca más: sea varón o sea mujer, se va a pasar la vida añorando experimentar alguna vez en carne propia uno u otro de los roles de esa gloriosa escena (una joven echada de espaldas, con las piernas abiertas, y un pulpo realizándole el cunnilingus más impresionante de la historia del arte erótico). Ni ese mar ni ese cunnilingus fueron pintados con pincel: Hokusai era el rey indiscutido del grabado japonés. Dice la leyenda que Hokusai era capaz de tallar una golondrina en un grano de arroz. Dice también la leyenda que un día en que Hokusai pasaba borracho por el templo que estaban construyendo a la vera del río, en Asakusa, vio un enorme lienzo extendido entre dos columnas de piedra y se hizo traer una de esas tinas en que se preparaba el sake, la mandó llenar de tinta negra y, con una escoba como pincel, pintó un Buda enorme, retrocedió unos pasos para contemplar su obra y comentó, antes de irse a dormir la mona a su casa: “Un caballo podría pasar por su boca. Un hombre podría echarse a descansar en la cuenca de cada ojo”.
No se ha hablado lo suficiente, creo, de lo que era capaz de hacer Hokusai con las palabras. Tiempo después, cuando el templo ya estaba terminado, el Gran Shogun se detuvo allí a su regreso de un día de caza con su halcón y ordenó que el mejor artista del vecindario lo amenizara. Mandaron buscar a Hokusai, éste desenrolló un largo papel de arroz delante de su excelencia, pintó una larga línea ondulada en marrón oscuro con un grueso pincel, sacó un pollo de una canasta, le embebió las patas en pintura bermellón, lo puso a caminar por el rollo de papel, guardó el pollo, se inclinó ante el Shogun y anunció que estaba terminada su obra Hojas otoñales de arce flotando en las aguas del Sumida. El Sumida, vale aclarar, es el río que cruza Tokio. Los jardines del templo de Asakusa desembocan en él, tal como desembocaban en aquel entonces todas las aguas servidas del vecindario.
Hokusai no había nacido en cuna de oro pero casi: su padre era el Pulidor Oficial de Espejos en el palacio del Gran Shogun, en Edo (como se llamaba a Tokio en aquella época). El puesto era hereditario, pero Hokusai se lo cedió sin pensarlo dos veces al hermano que lo seguía y se sumergió de cabeza en el tóxico “mundo flotante” de Asakusa, el distrito rojo de la ciudad, mejor conocido como “la letrina de Edo”. Igual, algo había aprendido el joven Hokusai de su padre porque, cuando entró como aprendiz en uno de los infectos talleres de grabado que había en Asakusa, demostró que se le podía dar a la madera la textura de los espejos. Se calcula que Hokusai hizo más de treinta mil grabados en su vida, y vivió noventa años; lo que da un promedio de casi uno diario. Imagínense un tipo que, en un día cualquiera, hace La Ola, después se va de juerga y le queda tiempo para pintar un Buda gigante con una escoba como pincel antes de dar por finalizada su jornada. Imagínense ahora que son contemporáneos de ese tipo y que viven en la misma ciudad: por sólo 16 sen, lo que costaba un cuenco de sopa con fideos, habrían podido comprarse una lámina de Hokusai en alguno de los puestos callejeros de ukiyo-é en Asakusa.
El ukiyo-é daba para todo. Había quienes colgaban alguna de esas láminas en sus paredes a la manera de los almanaques de gomería (imagínense El sueño de la mujer del pescador en el living de sus casas) y había quienes lo hacían a la manera de un santuario: los pobres que no tenían ni dinero ni medios para ir en peregrinación a los lugares sagrados, como el Monte Fuji, colgaban una lámina del Monte Fuji en sus paredes. Y nadie plasmó el Fujiyama en un grabado ukiyo-é mejor que Hokusai: sus 36 vistas del Fuji son el punto más alto que alcanzó aquella disciplina antes de que comenzara su ocaso. Hokusai se fue a pintar el Fuji desde distintos puntos del Japón porque el shogunato había decidido reducir el libertinaje de la ciudad limitando drásticamente los temas que podían tratarse en los grabados ukiyo-é. Ya que no lo dejaban enfocar en la belleza femenina como él quería, Hokusai decidió hacer foco en todo lo demás. Las japoneses se jactan de que el Monte Fuji es visible desde todos los rincones del Japón. En sus 36 vistas del Fuji, Hokusai pone el Fuji al fondo la mayoría de las veces (como en La Ola) y lo que pone adelante es un retrato del Japón de su época: porteadores en caminos de montaña, campesinos sembrando arroz, geishas con sombrillas contemplando la vista desde un puente, un niño solitario remontando un barrilete en el atardecer, una comitiva real defendiéndose del viento (¿de qué color es el viento?, pregunta un famoso koan-zen).
Hokusai tenía más de setenta años cuando empezó sus 36 vistas del Fuji. Es célebre la declaración que incluyó al fin de la serie: “Desde la edad de seis años tuve la manía de dibujar la forma de los objetos. A los cincuenta años había publicado infinidad de dibujos, pero todo lo que produje antes de los setenta no vale nada. A los setenta y tres aprendí un poco acerca de la verdadera estructura de la naturaleza. Cuando tenga ochenta habré progresado aún más, a los noventa penetraré en el misterio de las cosas y, cuando tenga ciento diez, todo lo que haga, ya sea un punto o una línea, estará vivo. Escrito a la edad de 75 años por Hokusai, el anciano loco por dibujar”. Peor que morir sin llegar a los noventa fue, para Hokusai, que su máximo triunfo quedara opacado en cuestión de meses por la obra de un descarado advenedizo (tenía cuarenta años menos que Hokusai) llamado Hiroshige, que desplazó del gusto popular las 36 vistas del Fuji con sus atrevidas 53 vistas de la Ruta Tokaido, el camino que iba de Kioto y las demás provincias a Edo, el camino de la pureza a la perdición.
El viejo maestro no pudo soportarlo y redobló la apuesta: ofreció al público sus Cien vistas del Fuji, una proeza realizada enteramente en blanco y negro, con preponderancia cada vez mayor del blanco, un trabajo que fruncía el corazón. Pero el veredicto popular ya se había manifestado, y lo que había manifestado era que quería más y más de la colorida y descarada vulgaridad de Hiroshige. Las Cien vistas del Fuji fueron tal fracaso que llevaron a la quiebra no sólo a Hokusai sino también a su impresor. En cambio, las Cien vistas de Edo de Hiroshige recorrerían el mundo (hasta Van Gogh y Monet llegaron a admirarlas). Hiroshige reinó desde entonces en el mundo crepuscular del ukiyo-é, hasta que el almirante Perry llegó con sus “naves del mal” y obligó a Japón a abrir sus fronteras al mundo. Hokusai ya llevaba diez años muerto y olvidado. Hiroshige tomó la tonsura de los monjes budistas y se retiró del mundo. Pero antes de morir rindió homenaje a su admirado rival y maestro: en su última serie antes del retiro, titulada Ruta de montaña de Kisokaido, retrató el país de nieve en un tríptico perfecto, donde todo es blanco, con mínimos trazos de negro, tal como lo habría pintado Hokusai de haber logrado llegar a los 110 años.
Pintar la nieve
Por Juan Forn
El que ve por primera vez La Ola de Hokusai no se la olvida nunca más: el mar tendrá para siempre forma de garra en sus pesadillas. El que ve por primera vez El sueño de la mujer del pescador tampoco se lo olvida nunca más: sea varón o sea mujer, se va a pasar la vida añorando experimentar alguna vez en carne propia uno u otro de los roles de esa gloriosa escena (una joven echada de espaldas, con las piernas abiertas, y un pulpo realizándole el cunnilingus más impresionante de la historia del arte erótico). Ni ese mar ni ese cunnilingus fueron pintados con pincel: Hokusai era el rey indiscutido del grabado japonés. Dice la leyenda que Hokusai era capaz de tallar una golondrina en un grano de arroz. Dice también la leyenda que un día en que Hokusai pasaba borracho por el templo que estaban construyendo a la vera del río, en Asakusa, vio un enorme lienzo extendido entre dos columnas de piedra y se hizo traer una de esas tinas en que se preparaba el sake, la mandó llenar de tinta negra y, con una escoba como pincel, pintó un Buda enorme, retrocedió unos pasos para contemplar su obra y comentó, antes de irse a dormir la mona a su casa: “Un caballo podría pasar por su boca. Un hombre podría echarse a descansar en la cuenca de cada ojo”.
No se ha hablado lo suficiente, creo, de lo que era capaz de hacer Hokusai con las palabras. Tiempo después, cuando el templo ya estaba terminado, el Gran Shogun se detuvo allí a su regreso de un día de caza con su halcón y ordenó que el mejor artista del vecindario lo amenizara. Mandaron buscar a Hokusai, éste desenrolló un largo papel de arroz delante de su excelencia, pintó una larga línea ondulada en marrón oscuro con un grueso pincel, sacó un pollo de una canasta, le embebió las patas en pintura bermellón, lo puso a caminar por el rollo de papel, guardó el pollo, se inclinó ante el Shogun y anunció que estaba terminada su obra Hojas otoñales de arce flotando en las aguas del Sumida. El Sumida, vale aclarar, es el río que cruza Tokio. Los jardines del templo de Asakusa desembocan en él, tal como desembocaban en aquel entonces todas las aguas servidas del vecindario.
Hokusai no había nacido en cuna de oro pero casi: su padre era el Pulidor Oficial de Espejos en el palacio del Gran Shogun, en Edo (como se llamaba a Tokio en aquella época). El puesto era hereditario, pero Hokusai se lo cedió sin pensarlo dos veces al hermano que lo seguía y se sumergió de cabeza en el tóxico “mundo flotante” de Asakusa, el distrito rojo de la ciudad, mejor conocido como “la letrina de Edo”. Igual, algo había aprendido el joven Hokusai de su padre porque, cuando entró como aprendiz en uno de los infectos talleres de grabado que había en Asakusa, demostró que se le podía dar a la madera la textura de los espejos. Se calcula que Hokusai hizo más de treinta mil grabados en su vida, y vivió noventa años; lo que da un promedio de casi uno diario. Imagínense un tipo que, en un día cualquiera, hace La Ola, después se va de juerga y le queda tiempo para pintar un Buda gigante con una escoba como pincel antes de dar por finalizada su jornada. Imagínense ahora que son contemporáneos de ese tipo y que viven en la misma ciudad: por sólo 16 sen, lo que costaba un cuenco de sopa con fideos, habrían podido comprarse una lámina de Hokusai en alguno de los puestos callejeros de ukiyo-é en Asakusa.
El ukiyo-é daba para todo. Había quienes colgaban alguna de esas láminas en sus paredes a la manera de los almanaques de gomería (imagínense El sueño de la mujer del pescador en el living de sus casas) y había quienes lo hacían a la manera de un santuario: los pobres que no tenían ni dinero ni medios para ir en peregrinación a los lugares sagrados, como el Monte Fuji, colgaban una lámina del Monte Fuji en sus paredes. Y nadie plasmó el Fujiyama en un grabado ukiyo-é mejor que Hokusai: sus 36 vistas del Fuji son el punto más alto que alcanzó aquella disciplina antes de que comenzara su ocaso. Hokusai se fue a pintar el Fuji desde distintos puntos del Japón porque el shogunato había decidido reducir el libertinaje de la ciudad limitando drásticamente los temas que podían tratarse en los grabados ukiyo-é. Ya que no lo dejaban enfocar en la belleza femenina como él quería, Hokusai decidió hacer foco en todo lo demás. Las japoneses se jactan de que el Monte Fuji es visible desde todos los rincones del Japón. En sus 36 vistas del Fuji, Hokusai pone el Fuji al fondo la mayoría de las veces (como en La Ola) y lo que pone adelante es un retrato del Japón de su época: porteadores en caminos de montaña, campesinos sembrando arroz, geishas con sombrillas contemplando la vista desde un puente, un niño solitario remontando un barrilete en el atardecer, una comitiva real defendiéndose del viento (¿de qué color es el viento?, pregunta un famoso koan-zen).
Hokusai tenía más de setenta años cuando empezó sus 36 vistas del Fuji. Es célebre la declaración que incluyó al fin de la serie: “Desde la edad de seis años tuve la manía de dibujar la forma de los objetos. A los cincuenta años había publicado infinidad de dibujos, pero todo lo que produje antes de los setenta no vale nada. A los setenta y tres aprendí un poco acerca de la verdadera estructura de la naturaleza. Cuando tenga ochenta habré progresado aún más, a los noventa penetraré en el misterio de las cosas y, cuando tenga ciento diez, todo lo que haga, ya sea un punto o una línea, estará vivo. Escrito a la edad de 75 años por Hokusai, el anciano loco por dibujar”. Peor que morir sin llegar a los noventa fue, para Hokusai, que su máximo triunfo quedara opacado en cuestión de meses por la obra de un descarado advenedizo (tenía cuarenta años menos que Hokusai) llamado Hiroshige, que desplazó del gusto popular las 36 vistas del Fuji con sus atrevidas 53 vistas de la Ruta Tokaido, el camino que iba de Kioto y las demás provincias a Edo, el camino de la pureza a la perdición.
El viejo maestro no pudo soportarlo y redobló la apuesta: ofreció al público sus Cien vistas del Fuji, una proeza realizada enteramente en blanco y negro, con preponderancia cada vez mayor del blanco, un trabajo que fruncía el corazón. Pero el veredicto popular ya se había manifestado, y lo que había manifestado era que quería más y más de la colorida y descarada vulgaridad de Hiroshige. Las Cien vistas del Fuji fueron tal fracaso que llevaron a la quiebra no sólo a Hokusai sino también a su impresor. En cambio, las Cien vistas de Edo de Hiroshige recorrerían el mundo (hasta Van Gogh y Monet llegaron a admirarlas). Hiroshige reinó desde entonces en el mundo crepuscular del ukiyo-é, hasta que el almirante Perry llegó con sus “naves del mal” y obligó a Japón a abrir sus fronteras al mundo. Hokusai ya llevaba diez años muerto y olvidado. Hiroshige tomó la tonsura de los monjes budistas y se retiró del mundo. Pero antes de morir rindió homenaje a su admirado rival y maestro: en su última serie antes del retiro, titulada Ruta de montaña de Kisokaido, retrató el país de nieve en un tríptico perfecto, donde todo es blanco, con mínimos trazos de negro, tal como lo habría pintado Hokusai de haber logrado llegar a los 110 años.
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