sábado, 15 de diciembre de 2012

M a r í a



María me llegó al atardecer cuando ya no pude verla. Sin embargo, la sé mejor que nadie.
Conozco su sonrisa crepuscular, su perfume a canela, el rumor cansado de sus ojos memorizando mis diversas pieles, su falda presurosa y ese aleteo palpitándole por dentro.
Yo he desenmascarado sus pudores y compartí su aullido de hembra en celo moldeándose como fértil arcilla entre mis brazos.
Pero todo ese soplo de vida que tenía no alcanzó y tuve que desmentirla. Entonces preferí correr hacia la noche para perderme en la irrealidad cierta de las sombras.
Yo sé que el subjetivo mundo del nosotros fue como un juego absurdo de desencuentros y utopías, y tengo que matarla porque los imposibles no pueden sobrevivir, además, nadie sobrelleva por mucho tiempo la carga sobrehumana de la perfección.
Y María era perfecta. Translúcida como el rocío amanecido de la primavera, etérea como un sueño reposando en mi almohada. Y me pertenecía sin misterios. Juntos anidábamos dentro del globo azul donde nos guarecimos de la lluvia y sin querer fuimos la lluvia trasnochada. Creábamos la luz cada mañana, inventábamos soles, gestábamos las flores una por una como artesanos omnipotentes, como niños naciendo del asombro.
Ella estaba instalada en el epicentro del mediodía y yo, en cambio, vagaba ebrio de noches. Sin embargo, sus manos de palomas se internaron en la jungla de mis dedos fríos para enhebrar el puente que fusionó sus rojos y mis grises.
Los otros, esos oscuros personajes que habitaban la envidia, me alertaron. Pero fui aniquilándolos a fuego lento hasta que emprendieron la ausencia. Mis amigos -lo digo con vergüenza- iniciaron un éxodo sin adiós ni retorno.
-María es un argumento falso, una película inconsistente -me gritaban.
Y yo levanté muros, excavé fosas para resguardarme de sus voces. Y lentamente fui opacando los espejos para salvarme de su quieta verdad que me tomaba por asalto como un desconocido que nos enfrenta en cualquier callejón sin salida.
Mientras tanto, María seguía enraizándose en mi sangre, crecía de nieve y era como una diosa mitológica en el altar de mis alucinaciones, porque yo no quería comprender, me negaba a ver la realidad, aún cuando ella misma, desde la frágil torre de su llanto, luchaba por desmitificarse.
Yo me reía y la columpiaba sobre la hamaca de mis fantasías diseñándola con los colores de una canción hasta que se ovillaba en mi pecho y yo la rescataba del silencio.
Pero un día se fue.
Así de absurdamente simple, como en las historias vulgares. Y descendí a la tierra para perseguirla. No había rastros de ella, se había volatilizado.
María era sólo una invención, era el resultado de mi locura irreversible. Por eso tengo que matarla para que sea libre y esta muñeca de cartón y sedas que intuyo tras la nebulosa de mi tiempo agonizante, es una realidad que niego.
Mi María, la verdadera, se muere con mi muerte.
Pero también se va conmigo.

Olga Liliana Reinoso










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