miércoles, 6 de mayo de 2009

CECILIA GRIERSON

Cecilia Grierson descansa.
Por la ventana del cuarto se van desdibujando las líneas diurnas del paisaje de Los Cocos. Abril es un ramillete otoñal de flores gualdas.
Cecilia intenta dormir.
Su cabeza de copos de nieve reposa sobre el almohadón de plumas. En la duermevela febril de la agonía su mente se sube al tiovivo incesante de la memoria y a lomo de un caballo de recuerdos galopa entre el pasado y el presente. Por momentos se sobresalta y abre los ojos, azorada. Le hace una seña al ama y ella, solícita, le moja los labios. Pero Cecilia indica, con su mano higuerosa, el libro que yace sobre la mesita de noche. Lee por enésima vez la dedicatoria de su tío abuelo, John Parish Robertson.
“Dear Cecil:
Envuelta en la mágica dicción del escritor, encontrarás aquí todo lo que la imaginación conciba de descollante, lo que la razón requiera de profundidad y justeza, lo que el humor pueda exigir de cortesía, vigor y sencillez.
Atraviesa tú misma este lugar de las pampas de cuyo nombre sí quiero acordarme y luego de beberte todos los buenos aires, enfrenta a los gigantes intolerantes de la Facultad de Medicina. Aunque no puedas verme, yo seguiré siendo tu fiel escudero.
I love you, Grandfather John

Sonríe levemente y vuelve a cerrar los ojos. Se ve a sí misma ungida caballero frente a las ominosas autoridades de la Universidad de Buenos Aires cuando, después de la muerte de su entrañable amiga Amelia Köenig, decidió matricularse en la Facultad de Medicina y tuvo que hacer su propia defensa para obtener un permiso especial por el simple hecho de ser mujer. Pese a los comentarios malévolos y las burlas de sus compañeros, siguió adelante con excelentes resultados. Pero recién en 1886, durante la epidemia de cólera, cosechó los primeros reconocimientos sinceros al atender a los enfermos de la Casa de Aislamiento.
De pronto, la rodean. Alicia, Elvira y Julieta se sientan a los bordes de la cama y hablan con fervor genuino acerca del Partido, de la completa igualdad jurídica de las mujeres, del divorcio, del mejoramiento de la maternidad.
Cecilia presiona su ajado vientre huérfano y revive el momento en que estuvo habitado por un niño que nunca creció.
Entonces, alguien entra. A pesar de los años transcurridos reconoce de inmediato su sonrisa tímida y su rostro aniñado. Es Emilio, Emilio Coni, el único compañero que la respeta y admira. Ha venido a buscarla. No lo duda un instante y de inmediato trasponen el umbral tomados de la mano.
El ama dormita en la mecedora, ajena a la celebración que estalla en el corazón de Cecilia. Ella es otra vez la joven médica llena de ilusiones que corretea por la campiña escocesa de sus ancestros.
Nunca sabrá que, con los años, una calle de Puerto Madero recordará sus caminatas en los días de crisis, cuando buscaba la soledad dolorosa y ordenadora con el mismo deseo y rechazo que a un hombre impresentable.
Nunca sabrá, o tal vez sí, que todas las enfermeras argentinas festejarán su cumpleaños.

Olga Liliana Reinoso

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