sábado, 30 de mayo de 2009

FINALISTA EN EL CERTAMEN FONTANARROSA







FANDHITA



- Demasiado bella, demasiado mágica, demasiado mujer.
Así se había expresado Leonardo apurando el licor que le sirvieran sus amigos. Ellos intercambiaban miradas en las que podía leerse el descreimiento.
Cada vez que Leonardo recordaba a Abdulia, un rumor de caracolas le aquejaba los sentidos y el oleaje repetía su nombre con sabor a corales. Les contaba cómo la había conocido en el amanecer malvidense de la isla de Olhugiri, en el extremo sur del Atolón Baa. Con ademanes ampulosos la describía mientras sus amigos meneaban la cabeza.
-Si hubieran visto su cabellera roja esparcida sobre la arena… era otro movimiento de una inagotable sinfonía, meciéndose con las olas. Translúcida, con la piel de alabastro, parecía una diosa marina, y el azul turquesa del océano Índico yaciendo a sus pies, adorándola –hizo un silencio-. La adoré desde ese instante –suspiró como si fuera a entregar el alma-. Cada día organizaba ceremonias para agasajarla. Solíamos desayunar navegando en un dhorni de madera, admirando la fauna béntica, los extensos manglares. Abdulia parecía conocer el idioma de las aves fragata y las tortugas de carey.
Sus amigos ignoraban cuánto temía Leonardo que esa mujer nunca fuera a pertenecerle del todo. Él creía, en realidad, que ella no era de este mundo:
- Demasiado bella, demasiado mágica, demasiado mujer –repitió ensimismado.
Al decir esto su voz se había quebrado. Sus amigos, en silencio, llenaban una y otra vez la copa con licor.
En aquellas latitudes el sol no se ponía: caía sobre las miles de islas que nacieran del sánscrito. Y, al son del bodu bere, Abdulia le contaba que era tataranieta de un colonizador portugués que había matado a su esposa el primer día del Shav val. Ella, en cada nuevo año, practicaba ritos de fandhita para alejar a los jinns o espíritus malvados.
Leonardo miró a sus dos amigos a los ojos y exclamó:
- ¡Jamás podré olvidar esa maldita noche! –y se puso a llorar como un niño perdido. Continuó-: Navegábamos. Estábamos borrachos, bebiendo ron en cocos. Ella se paró sobre el espolón del barco y lanzó su túnica al mar. Quise abrazarla y trastabillé. Cayó al agua que, lenta, se tiñó de rojo; en tanto, de las profundidades, emergía un arrecife de coral.
Los amigos lo miraron compasivos, suponiendo que la muerte de aquella mujer lo había enloquecido. Hasta pensaron que ella nunca había existido, salvo en la alucinada imaginación de Leonardo, y a causa de tantos años de soledad en aquellas islas deshabitadas.
Leonardo era hombre manso, de escasas luces y siempre se había comportado como un ermitaño. Ellos dudaban de la veracidad de sus palabras. Él lo percibía, pero no le importaba. En verdad, ya nada le importaba.
Había regresado a Londres presa de un desgarro sobrenatural, persiguiendo el espejismo de una caracola que traducía la voz de las olas y lo nutría de Abdulia permitiéndole sobrevivir. Sin embargo, la ciudad hostil resquebrajaba a cada segundo su espíritu frágil. Necesitaba el mar, necesitaba el perfume de las olas salpicándole el nombre de su diosa.
Y partió una madrugada de nieblas, sin despedirse de nadie. Sabía que no lo extrañarían. Llegó a la playa cuando el sol lloviznaba sobre los atolones. Desnudo, cayó de bruces en la arena y reprodujo uno de los rituales mágico-religiosos que había aprendido de Abdulia.Un coral con forma de mujer llegó a la orilla y extendió sus brazos. Leonardo se puso de pie y tomó la mano roja que lo sumergió en el agua. Primero una ola como una caricia; después, un dominó que lo montó en su grupa hasta mimetizarlo con la piel frígida y coralina que lo avorazó en un beso final

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