Viernes, 21 de enero de 2011
CONTRATAPA
Me faltó decirte
Por Juan Forn
El invierno de 1963 fue el peor del siglo en Inglaterra. El país estaba paralizado, el agua se congelaba en las cañerías, había cortes de energía y escasez de carbón. La desolación de ese invierno dejó muchas imágenes pero ninguna ha logrado resumirla más cabalmente que la madrugada del 11 de febrero, cuando Sylvia Plath entró en el cuarto de sus hijos, les dejó dos jarros de leche y dos panes con manteca, se encerró luego en la cocina, selló puerta y ventana con toallas mojadas, abrió la llave de gas y puso la cabeza dentro del horno.
La escena es tóxicamente célebre: los hijos de Plath tenían uno y dos años; ella acababa de cumplir los treinta y estaba escribiendo como nunca antes en su vida; a las nueve de la mañana debía llegar al departamento una niñera recomendada por el psiquiatra de Plath (que había intentado en vano convencerla para que se internara o, al menos, se dejara ayudar); los bomberos debieron echar abajo la puerta para salvar a los niños; el padre de las criaturas, el también poeta Ted Hughes, no aparecía por ningún lado. La escena pedía a gritos un culpable y Hughes daba el papel a la perfección: todo Londres sabía que la separación de la pareja se debía al borrascoso romance de Hughes con otra poeta llamada Assia Wevill.
El matrimonio de Hughes y Plath parecía bendecido por las musas: él era la gran promesa de la poesía inglesa, ella su equivalente norteamericano. El venía de clase baja rural de Yorkshire, ella de la intelectualidad judía de Boston. El hablaba de las fuerzas oscuras de la naturaleza; ella de los campos de concentración de la mente. Menos de dos horas después de conocerse en Cambridge, ya habían tenido sexo y se habían dedicado un poema uno al otro. Bajo el influjo de esa fiebre se casaron. Pero, como dijo el gran Seamus Heaney, “cuando dos poetas tan originales se unen, cada línea que escribe uno le da al otro la sensación de que le fue extraída de su cráneo. A cierto grado de intensidad creativa, que la musa le sea infiel a uno con su pareja debe de ser más insoportable que verla enredada con un ejército de amantes”. Plath logró encontrar su verdadera voz al separarse de Hughes, como quedó en evidencia cuando aquellos poemas finales se publicaron después de su muerte. Hughes fue el responsable de la edición. Lo acusaron de dejar afuera los poemas que más duros eran con él, aunque los que había dejado eran igualmente duros, y eran mejores poemas. Plath no era un novata en la ceremonia del suicidio. De hecho, creía que la seriedad de sus intentos (uno en EE.UU., dos en Inglaterra) la autorizaba a hablar como lo hace en su célebre poema “Lady Lazarus” (“Morir es un arte / yo lo hago excepcionalmente bien / se diría que tengo el don”). Robert Lowell, que prologó aquel libro póstumo y que también habría de suicidarse, dijo que esos poemas “juegan a la ruleta rusa con seis balas en el cargador”. Pero entonces Assia Wevill hizo ella también La Gran Plath (hornallas, gas, todo) con el pequeño adicional de que se llevó al otro mundo a la hijita de dos años que había tenido con Hughes, y el veredicto quedó sellado para siempre.
Hughes se fue a vivir al campo con los dos hijos que le dio Plath. Dijo que su vida estaba terminada; que sólo sobrevivía póstumamente (volvió a casarse, es cierto, pero con una enfermera, signifique lo que signifique). En sus escasas apariciones públicas le gritaban asesino. Una feminista le dedicó una famosa diatriba que empezaba “Yo te acuso, Ted Hughes...”. La tumba de Plath era sistemáticamente vandalizada para borrarle el Hughes del “Sylvia Plath-Hughes” que figuraba en la lápida (y, cuando Hughes mandó adecentar la lápida, lo acusaron de querer anonimizar la tumba de Plath). Así fueron pasando los años hasta que, en 1998, poco antes de sucumbir al cáncer, Hughes dejó listo un libro titulado Cartas de cumpleaños. Como el Ariel de Plath, también se publicó póstumo. Es, en opinión unánime, el mejor libro de Hughes. Consiste enteramente de poemas dirigidos a Plath. Desde mediados de los ’60, Hughes había empezado a escribirle cartas a su mujer muerta el día del cumpleaños. Eran poemas que bajaban solos, que no podía ni corregir y que le parecían tan privados que dejó que se fueran acumulando en el fondo de un cajón. Nadie supo de ellos hasta que salió Cartas de cumpleaños. Después de décadas de obstinado silencio, aquel puñado de poemas ofrecía todo lo que Hughes tenía para revelar sobre Plath y él y Assia Wevill (“¿cuánto de tu muerte se debió a mis insanas decisiones? / ¿y cuánto de la muerte de ella a mis insanas indecisiones?”).
Los plathianos acusaron al finado de “falsear la verdad de los hechos desde la tumba” mientras se apresuraban a agregar a sus biografías y estudios sobre Plath hasta el más mínimo insight sobre la pareja que ofrecían los poemas. Hughes sólo se abstenía de hablar de aquella madrugada fatal de febrero de 1963. Recién el mes pasado se supo (y armó flor de revuelo) que dejó fuera de la versión final de Cartas de cumpleaños un poema que iba a titular “Ultima Carta”, que comienza diciendo “Qué pasó aquella noche, tu última noche” y termina cuando una voz en el teléfono deposita en el oído de Hughes esas cuatro palabras como cuchillos: “Su esposa está muerta”. En el poema, Plath quema en presencia de Hughes una nota suicida que le había enviado por correo dos días antes de matarse (el correo inglés era tan eficaz que no le dio tiempo de cumplir su cometido: Hughes irrumpió antes en su departamento). En el poema, Hughes pasa la noche en el piso de una mujer (que no era Assia Wevill, como siempre se supuso), mientras Plath baja una y otra vez al teléfono público de la esquina (en su departamento no tenía) intentando infructuosamente localizarlo. En el poema, Hughes entra ya de mañana en su casa de soltero, se acomoda frente a sus papeles, cuando el teléfono “despertó electrizado y una voz como un arma elegida especialmente soltó en mi oído esas cuatro heladas palabras: Su esposa está muerta”. En el poema, como en el resto del libro, Hughes se dirige evidentemente a Plath, como un hombre que está por morir le habla a su esposa muerta. Pero los plathianos siguen convencidos de que Hughes se dirigía a ellos: es tan necio su morbo que siguen creyendo hasta hoy que alguien les debe explicación por lo sucedido aquella madrugada de 1963.
Uno de los hijos de Plath y Hughes, el varón, Nicholas, se ahorcó en su casa de Alaska hace un año. Vivía allí solo, aislado del mundo. La hija mujer, Frieda, es la única que sigue viva. Cuando se estrenó hace poco una infame biopic con Gwyneth Paltrow haciendo de Plath, publicó un breve poema que dice: “Ahora hay una película / para aquellos incapaces de imaginar solos / su cadáver, su cabeza en el horno / Y dicen que yo les debo sus últimas palabras / Porque algo hay que poner en boca / de ese monstruo que han creado / Ya saben quién: Sylvia, La Muñeca Suicida”.
ÚLTIMA CARTA
¿Qué ocurrió esa noche, tu última noche?
Doble, triple exposición de todo.
Viernes en la noche, la última imagen tuya viva, quemando en el cenicero la carta que me enviaste, con esa sonrisa tan extraña.
¿Qué fue lo que dijiste sobre los restos humeantes de esa carta, aniquilada tan cuidadosamente, con tanta calma?
Eso me permitió dejarte ir, y soplar las cenizas de tu plan cerca del cenicero, donde me dejaste ver el teléfono del doctor.
Mi huida se había convertido en una presa de caza, insomne, desdesperanzada, con los sueños exhaustos.
¿Qué pasó esa noche con tus horas? Nadie sabe, es como si nunca hubiese pasado.
Qué acumulación de tu vida, como un esfuezo inconsciente, como un nacimiento que empuja una membrana cada lento segundo. Sólo pasó, como si no pudiese ocurrir, como si no estuviera ocurriendo.
Había empezado a escribir cuando sonó el teléfono.
Una voz, como un arma perfecta o una inyección a medida, fríamente disparó cuatro palabras a lo más profundo de mi oído: “Su esposa ha muerto”.
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