Me gustan las librerías. Me
encantan. Me quitan el aire.
Me gusta recorrerlas despacio,
como acariciando un cuerpo amado y deseado.
Nunca vi tan refinada mixtura entre lo sagrado
y lo profano, un poco de templo y otro poco de albergue transitorio, como en
las librerías.
Entro con adoración y expectativa de placer.
Las librerías tienen un olor
irrepetible, un silencio elocuente, un colorido entrañable y el misterio, sobre
todo, el misterio.
No importa si los libros son
nuevos, artesanales, usados, incunables.
La magia está en el aire, desde
el foquito de luz macilenta o los tubos enceguecedores hasta el piso, el
machimbre que se queja como un fueye, acompañando el tango abolerado de los
pasos.
Si espío los ojos y las manos de
los paseantes descubro gula, misticismo,
avidez, ternura, religiosidad.
Porque esos rincones son una
invitación al viaje, al vuelo, a la imaginación intrépida.
Ando por los pasillos, inclinada
sobre las mesas o empinándome frente a los anaqueles, leyendo títulos, nombres
que producen un cosquilleo y un temblor,
devorando las contratapas en busca de la clave, de la cifra.
Y de pronto, elijo un nombre
desconocido porque algo me llama, me convoca y porque cuando me sumerja entre
esas páginas va a comenzar una aventura.
O busco ese nombre venerado que
viene con garantía de éxtasis o voladura de sesos.
Nunca salgo con las manos vacías.
Siempre salgo con el corazón en vilo.
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