El 27 de junio de 1810, apenas un mes después de la instalación de la Primera Junta, su secretario, Mariano Moreno , publicó en La Gazeta de Buenos Ayres esta clara advertencia a los enemigos de la Revolución de Mayo: “La Junta cuenta con recursos efectivos para hacer entrar en sus deberes a los díscolos que pretenden la división de estos pueblos, que es hoy día tan peligrosa: los perseguirá y hará castigo ejemplar que escarmiente y aterré a los malvados”.
Comenzaba así, con una declaración política, una etapa de violencia física que nos perseguiría hasta décadas recientes. Esa advertencia luce hoy comprensible quizá en la intención de las flamantes autoridades de sostener el poder ante la presión de invasores y potencias extranjeras, pero no puede ser tolerada de acuerdo a los modernos principios de convivencia y desarrollo en paz.
Aquellas palabras inauguraron décadas de violencia, que impregnaron a la vida institucional, a los partidos políticos y a las Fuerzas Armadas. Por caso, es notorio que Domingo Faustino Sarmiento escribió aquella infamia de “no ahorrar sangre de gauchos; es un abono útil para la tierra”, que recuerda a cobardes intelectuales porteños que instigaron por escrito a Juan Lavalle el inicuo fusilamiento de Manuel Dorrego .
A su turno, Bartolomé Mitre envió al interior del país las expediciones criminales de Paunero, Flores, Arredondo y Sandes (el más sádico de todos ellos), que ensangrentaron el territorio nacional con horrendas matanzas. La historia de horrores y errores tiene cientos de páginas.
Es cierto que no hay pueblo sin capítulos trágicos. El nuestro, que se precia de ser pacífico y fraternal, también los tiene. Pero se obstina en olvidarlos y en olvidar que todas las violencias políticas comenzaron con agresiones orales, censuras y silenciamientos. Cuando advierta que en su horizonte comienzan a arder las hogueras de la crueldad, ya será demasiado tarde.
Por ello, se impone que la razón, la convivencia civilizada, el respeto a las opiniones y actitudes de los demás, la tolerancia, el apego a las leyes, se coronen por encima de toda otra barbarie o justificación verbal, que se usa por estos días para destruir al adversario político.
Pero no son sólo las actitudes de los hombres públicos las que preocupan. En el ámbito de los negocios, de la cultura, el deporte y el espectáculo, se ha instalado la insana costumbre de destruir al oponente, de desprestigiarlo con acusaciones falsas o argumentaciones rebuscadas, de condenarlo en forma veloz y furiosa. Todo sirve para “ejecutar” al que piensa distinto o simplemente compite para ganar una elección, lograr un triunfo deportivo o presentar un buen espectáculo.
Un simple repaso por los años recientes o por los hechos más tristes de nuestra historia debería obligarnos a corregir la catarata de palabras y actitudes violentas que empleamos para descalificar y poner a un lado a otros argentinos.
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