Quiénes y cuándo
La página de los muertos. Miguel Rugilo. Todo lo que había que saber. Daniel Salzano.
La página de los muertos
De la misma manera que lo hacía mi papá / y el papá de mi papá / yo / como se despereza una rosa / abro el diario por la página de los muertos y paso la yema del pulgar por los retratos de la humanidad inmóvil: Fito / Diego / Eduardo / Julia / Turco / los conozco a todos / nos hemos cruzado en la Municipalidad / hemos jugado al ajedrez en la biblioteca Vélez Sársfield / nos gusta King Kong / nos gusta Casablanca / hicimos la primera comunión en barrio Pueyrredón / no me extrañaría haberles cedido el paso en la puerta giratoria del Correo.
Me demoro todo lo que puedo en su página / me fijo en sus edades / las comparo con la mía / después hago la resta / dentro de siete años /calculo / ya habré muerto / ojalá ilustren mi necrológica con la foto en la que estoy mirando a mi mujer / estábamos en la esquina del Jockey / esperando el guiño del semáforo / tendría que haberme muerto en ese instante / hubiera ido al cielo como tiro.
Y ahora me pregunto: / ¿aceptaría vivir 68 años como este Alipio Flores de barrio Los Naranjos? / ¿72 como esta Blanca María viuda de Basavilbaso? / ¿me avendría a vivir 45 años como César Vallejo a cambio de escribir como los dioses? / ¿ 33 como Cristo? / ¿39 como Newbery?
Pasan los muertos / lectores / queda la gente.
La de los muertos es la página más sosegada / más que las farmacias de turno / la cartelera de espectáculos / si las juntásemos a todas / una por una / ordenadamente /obtendríamos el libro de actas de la tribu de la Nueva Andalucía / somos lo que somos porque ellos fueron lo que fueron / joder.
Cuando paso la yema del pulgar como una rosa / por la cara de Fito y Diego y Julia / me asaltan varios pálpitos: / a) los muertos duermen todos en la misma cama / b) entran al cine sin pagar / c) desayunan en el Sheraton y antes de abandonar la mesa roban bolsitas de sacarina.
Hay veces / cuando escribo / que escucho su chamuyo a mis espaldas / ¡Ah! / mirá / acá está escribiendo Daniel / el hijo de Vicente /el ferroviario que trabajaba en el Belgrano / y se casó con una modista de Alta Córdoba.
En una novela de Tarzán / leí que en el corazón de la jungla de Sumatra existe una tribu de pigmeos / que / para que sigan viviendo / entierran a los muertos con nombres cambiados / entonces Ringo Bonavena estaría vivo todavía / y como te digo Ringo te digo la señorita Tomasa / la de tercero / un día resbaló en la tabla del ocho / y desapareció.
La página de los muertos / ese sí que es un buen tema para una composición / saquen una hoja / y ajústese los machos / lectores.
Miguel Rugilo
Al despuntar la década de 1950, en el barrio porteño de Liniers vivía un arquero al que veías fotografiado de frente y de perfil y no decías que era un arquero, sino más bien un asesino. Rugilo Miguel, titular en Vélez Sársfield, gastaba camisa de leñador, ojos de checo, melena de inmigrante y unos bigotes fulminantes que no cabían en una sola figurita.
Por los años de la debacle peronista, todo lo que se le exigía a los arqueros era que no se dejaran bajar la visera de la gorra y que fueran capaces de volar. Iba un pibe –por ejemplo– a probarse a las divisiones inferiores y en lugar de patearle un penal, para medirle los reflejos, le soltaban un gorrión seguido de una orden imposible: ¡Cacharlo!
Al arquero Miguel Rugilo, de profesión tornero, era muy raro que se le escapara un pajarito.
Cuando la Selección Argentina que dirigía Guillermo Stábile saltó a la cancha para enfrentar a los ingleses en el estadio de Wembley, Rugilo, de entrada, cosechó comentarios maliciosos. Estaba gordo, falto de entrenamiento, protegía sus rodillas con unas colchonetas del siglo XIX y sus bigotes de dos figuritas parecían un murciélago negro posado sobre la boca.
Aquella tarde memorable, Rugilo Rugidor comenzó a precalentar a lo bestia, debajo de los palos, colgándose como un mono del travesaño y/o golpeándose el lomo contra los postes porque sufría de calambres. No había empezado el partido y ya se había metido a la gente en el bolsillo. Y es que no era un goalkeeper como todos los demás, sino que su aspecto, su técnica, su indumentaria, no eran los de un profesional sino más bien los de un barra contra barra, a quien el destino había puesto bajo los palos de Wembley.
Hay fotos de Rugilo despejando con los puños. Si te llegaba a tocar con los nudillos, te desnucaba. Y no usaba guantes. Ni gorra. Y él mismo se fabricaba el linimento con una buena base de aguarrás. En síntesis: el tipo de jugador que inmediatamente te enseñaba que el fútbol podía romperte el corazón.
Empezó el partido y la Virgen de Liniers se apiadó del bigotón, que comenzó a volar de palo a palo impidiendo una goleada que se veía venir pero no se concretaba. En la cancha había dos docenas de fotógrafos repartidos, mitad y mitad, en los dos arcos; aunque todos acabaron ametrallando al hombre de Cromañón de la Selección Argentina.
¡Oh!, es verdad que los ingleses le hicieron dos goles y Argentina terminó perdiendo dos a uno, pero Rugilo entró como un cuete al Libro Guinness de los Récords por haber atajado 52 pelotas en 90 minutos. O, lo que es lo mismo: voló una vez cada 86 segundos. Todos hemos visto alguna vez jugar a 11 contra 10 o a 11 contra nueve. Pero nunca vimos, como en aquel histórico match de 1951, jugar a 11 contra uno.
Fue una hazaña que se pareció a un milagro. Después de todo, Wembley no era sólo Wembley sino “la Catedral”. En el año 2000 la demolieron pero, en lugar de habilitar una playa de estacionamiento en su lugar, los ingleses la rehicieron.
Rugilo falleció en Buenos Aires en 1993, a los 75 años, atendiendo un mercadito entre él, su mujer y sus dos sus hijos, los leoncitos.
En la calle Charcas había una verdulería que se llamaba “El León de Wembley”. Detrás del mostrador, estampado en la portada de El Gráfico, volaba Miguel Rugilo.
–Andá a la verdulería y tráeme un kilo de
papas.
No íbamos porque fuésemos obedientes, claro: íbamos para ver una y otra vez el majestuoso vuelo suspendido de Miguel Ángel Rugilo.
Todo lo que había que saber
Todo lo que había que saber de esta ciudad / se aprendía por la parte de afuera de la escuela / por ejemplo: el Córdoba Sport Club / dos bailarines desnudos / sobre el ring / dispuestos a reventarlo todo / todo lo que conozco de la lengua de Shakespeare lo aprendí mirando las peleas: / ring / jab / cross / gong / knock out y “ápercat” / dale al “ápercat” / negro ciliado.
Posdata: en esta ciudad los rounds se terminan / pero las peleas nunca se acaban.
Todo lo que había que saber de esta ciudad se aprendía sentado en el cordón de la vereda / esperando que pasara “el Gringo” Tosco / el símbolo mayor de la resistencia cordobesa / llevaba el pelo caído sobre un ojo / un destornillador en el bolsillo de los cigarrillos / y caminaba como un loco oyendo voces / Epec quedaba en General Paz al 300 / el cine Sombras al 400 / al 500 las chicas de la noche fumaban entre árboles negros y desnudos / si seguías caminando en línea recta y con la cabeza gacha llegabas a Santiago del Estero.
Todo lo que había que saber sobre literatura argentina se aprendía en el bar Buvette / en el pasaje Muñoz / ahí escribía Ernesto Sabato el
primer borrador de Sobre héroes y tumbas / el maestro trabajaba de cara a la pared / con la boca entreabierta / se estaba quedando pelado / hay escritores que no tienen edad / y que viven con el espíritu desgarrado / un día se enojó por culpa de un café recalentado / rompió el ticket / y se mandó a mudar / me hizo acordar a Faulkner / cuando para escribir se encerraba / y para asegurarse / arrancaba el pomo de la puerta.
Posdata: el bar Buvette estaba emplazado frente a los pescaditos / los pescaditos / nadaban en peceras diferentes / y se pasaban la vida despidiéndose / los unos a los otros.
Todo lo que había que saber sobre alta precisión se aprendía subido a la balanza de la farmacia Minuzzi / en serio / cada vez que bajábamos al centro de paseo / íbamos a la farmacia a comprar Hepatalgina / algodón Estrella / Cirulaxia / y nos pesábamos / para pesarse mi mamá se descalzaba y se sostenía del hombro de papá / la primera vez que compré preservativos / lo hice / a manera de homenaje / en la Minuzzi / la farmacia que me enseñó a dividir el kilo en gramos y los gramos en palitos.
Todo lo que había que saber del comunismo / de las gloriosas multitudes avanzando con una flor entre los labios / todo lo que había que saber de Pepe Stalin / y del agudo y oscilante murmullo del proletariado/ se aprendía / sentado sobre un cajón de manzanas / con la luz apagada / mirando El acorazado Potemkin / en un garaje propiedad del cineclub de barrio Empalme / yo todo lo que sé es que cuando fui a Rusia / lo único que saqué en limpio es que si uno no puede morir entonces tiene que soñar / eso / y las ladillas / unas 850 mil por cada asiento de paja de un trencito de acero que escupía hielo y cuyas ventanillas nunca se cerraban.
Todo lo que había que saber sobre las chicas / se aprendía mirando a la mujer de bronce que ilustraba el anverso de los billetes de un peso / una mujer en camisón con una antorcha / una mujer de verdad / un poco vieja / un poco cansada / más allá del tiempo / más allá de la muerte / creo que era la República Argentina / cómo será que mi corazón aún la sigue viendo hermosa.
Todo lo que había que saber de los mosqueteros de Luis XVIII / el rey nabo / se aprendía sobre una silla bien lustrada en la muy divina biblioteca Vélez Sársfield / os diré una cosa / lectores / podéis leer todos los libros de la biblioteca y / nunca llegaréis a saber qué es la literatura / a cambio del mismo esfuerzo / sin embargo / podréis obtener una ajustada definición de vosotros mismos.
Todo lo que había que saber sobre los misterios de la Nueva Andalucía / se aprendía caminando como un puma por Jerónimo Luis de Cabrera / Alta Córdoba / yo fui criado / educado / matrizado / y entrenado / jugando al rango / a la chiri / a la pelota envenenada / he visto a muchos curas pasear en bicicleta / he escuchado a las locomotoras del Belgrano hacer el mismo ruido que los búfalos de John Ford en aquella película que daba Cinerama / he saltado la tapia del Hindú Club para bailar con la orquesta de Hugo Forestieri / entonces / ¿cómo no voy a escribir con dos dedos?
Todo lo que había que saber del río Tiber / de Lorenzo el Magnífico / de Paolo Uccello / de Cosme el Viejo / y de los Museos Capitolinos / se aprendía mirando los números romanos del reloj de la joyería Escasany.
Cuando se acababa el aprendizaje / es que ya estabas listo para largarte / ¿qué?/ ¿largarme? / ¡oh, no! / ¡qué sería de nosotros sin nosotros!
La página de los muertos. Miguel Rugilo. Todo lo que había que saber. Daniel Salzano.
La página de los muertos
De la misma manera que lo hacía mi papá / y el papá de mi papá / yo / como se despereza una rosa / abro el diario por la página de los muertos y paso la yema del pulgar por los retratos de la humanidad inmóvil: Fito / Diego / Eduardo / Julia / Turco / los conozco a todos / nos hemos cruzado en la Municipalidad / hemos jugado al ajedrez en la biblioteca Vélez Sársfield / nos gusta King Kong / nos gusta Casablanca / hicimos la primera comunión en barrio Pueyrredón / no me extrañaría haberles cedido el paso en la puerta giratoria del Correo.
Me demoro todo lo que puedo en su página / me fijo en sus edades / las comparo con la mía / después hago la resta / dentro de siete años /calculo / ya habré muerto / ojalá ilustren mi necrológica con la foto en la que estoy mirando a mi mujer / estábamos en la esquina del Jockey / esperando el guiño del semáforo / tendría que haberme muerto en ese instante / hubiera ido al cielo como tiro.
Y ahora me pregunto: / ¿aceptaría vivir 68 años como este Alipio Flores de barrio Los Naranjos? / ¿72 como esta Blanca María viuda de Basavilbaso? / ¿me avendría a vivir 45 años como César Vallejo a cambio de escribir como los dioses? / ¿ 33 como Cristo? / ¿39 como Newbery?
Pasan los muertos / lectores / queda la gente.
La de los muertos es la página más sosegada / más que las farmacias de turno / la cartelera de espectáculos / si las juntásemos a todas / una por una / ordenadamente /obtendríamos el libro de actas de la tribu de la Nueva Andalucía / somos lo que somos porque ellos fueron lo que fueron / joder.
Cuando paso la yema del pulgar como una rosa / por la cara de Fito y Diego y Julia / me asaltan varios pálpitos: / a) los muertos duermen todos en la misma cama / b) entran al cine sin pagar / c) desayunan en el Sheraton y antes de abandonar la mesa roban bolsitas de sacarina.
Hay veces / cuando escribo / que escucho su chamuyo a mis espaldas / ¡Ah! / mirá / acá está escribiendo Daniel / el hijo de Vicente /el ferroviario que trabajaba en el Belgrano / y se casó con una modista de Alta Córdoba.
En una novela de Tarzán / leí que en el corazón de la jungla de Sumatra existe una tribu de pigmeos / que / para que sigan viviendo / entierran a los muertos con nombres cambiados / entonces Ringo Bonavena estaría vivo todavía / y como te digo Ringo te digo la señorita Tomasa / la de tercero / un día resbaló en la tabla del ocho / y desapareció.
La página de los muertos / ese sí que es un buen tema para una composición / saquen una hoja / y ajústese los machos / lectores.
Miguel Rugilo
Al despuntar la década de 1950, en el barrio porteño de Liniers vivía un arquero al que veías fotografiado de frente y de perfil y no decías que era un arquero, sino más bien un asesino. Rugilo Miguel, titular en Vélez Sársfield, gastaba camisa de leñador, ojos de checo, melena de inmigrante y unos bigotes fulminantes que no cabían en una sola figurita.
Por los años de la debacle peronista, todo lo que se le exigía a los arqueros era que no se dejaran bajar la visera de la gorra y que fueran capaces de volar. Iba un pibe –por ejemplo– a probarse a las divisiones inferiores y en lugar de patearle un penal, para medirle los reflejos, le soltaban un gorrión seguido de una orden imposible: ¡Cacharlo!
Al arquero Miguel Rugilo, de profesión tornero, era muy raro que se le escapara un pajarito.
Cuando la Selección Argentina que dirigía Guillermo Stábile saltó a la cancha para enfrentar a los ingleses en el estadio de Wembley, Rugilo, de entrada, cosechó comentarios maliciosos. Estaba gordo, falto de entrenamiento, protegía sus rodillas con unas colchonetas del siglo XIX y sus bigotes de dos figuritas parecían un murciélago negro posado sobre la boca.
Aquella tarde memorable, Rugilo Rugidor comenzó a precalentar a lo bestia, debajo de los palos, colgándose como un mono del travesaño y/o golpeándose el lomo contra los postes porque sufría de calambres. No había empezado el partido y ya se había metido a la gente en el bolsillo. Y es que no era un goalkeeper como todos los demás, sino que su aspecto, su técnica, su indumentaria, no eran los de un profesional sino más bien los de un barra contra barra, a quien el destino había puesto bajo los palos de Wembley.
Hay fotos de Rugilo despejando con los puños. Si te llegaba a tocar con los nudillos, te desnucaba. Y no usaba guantes. Ni gorra. Y él mismo se fabricaba el linimento con una buena base de aguarrás. En síntesis: el tipo de jugador que inmediatamente te enseñaba que el fútbol podía romperte el corazón.
Empezó el partido y la Virgen de Liniers se apiadó del bigotón, que comenzó a volar de palo a palo impidiendo una goleada que se veía venir pero no se concretaba. En la cancha había dos docenas de fotógrafos repartidos, mitad y mitad, en los dos arcos; aunque todos acabaron ametrallando al hombre de Cromañón de la Selección Argentina.
¡Oh!, es verdad que los ingleses le hicieron dos goles y Argentina terminó perdiendo dos a uno, pero Rugilo entró como un cuete al Libro Guinness de los Récords por haber atajado 52 pelotas en 90 minutos. O, lo que es lo mismo: voló una vez cada 86 segundos. Todos hemos visto alguna vez jugar a 11 contra 10 o a 11 contra nueve. Pero nunca vimos, como en aquel histórico match de 1951, jugar a 11 contra uno.
Fue una hazaña que se pareció a un milagro. Después de todo, Wembley no era sólo Wembley sino “la Catedral”. En el año 2000 la demolieron pero, en lugar de habilitar una playa de estacionamiento en su lugar, los ingleses la rehicieron.
Rugilo falleció en Buenos Aires en 1993, a los 75 años, atendiendo un mercadito entre él, su mujer y sus dos sus hijos, los leoncitos.
En la calle Charcas había una verdulería que se llamaba “El León de Wembley”. Detrás del mostrador, estampado en la portada de El Gráfico, volaba Miguel Rugilo.
–Andá a la verdulería y tráeme un kilo de
papas.
No íbamos porque fuésemos obedientes, claro: íbamos para ver una y otra vez el majestuoso vuelo suspendido de Miguel Ángel Rugilo.
Todo lo que había que saber
Todo lo que había que saber de esta ciudad / se aprendía por la parte de afuera de la escuela / por ejemplo: el Córdoba Sport Club / dos bailarines desnudos / sobre el ring / dispuestos a reventarlo todo / todo lo que conozco de la lengua de Shakespeare lo aprendí mirando las peleas: / ring / jab / cross / gong / knock out y “ápercat” / dale al “ápercat” / negro ciliado.
Posdata: en esta ciudad los rounds se terminan / pero las peleas nunca se acaban.
Todo lo que había que saber de esta ciudad se aprendía sentado en el cordón de la vereda / esperando que pasara “el Gringo” Tosco / el símbolo mayor de la resistencia cordobesa / llevaba el pelo caído sobre un ojo / un destornillador en el bolsillo de los cigarrillos / y caminaba como un loco oyendo voces / Epec quedaba en General Paz al 300 / el cine Sombras al 400 / al 500 las chicas de la noche fumaban entre árboles negros y desnudos / si seguías caminando en línea recta y con la cabeza gacha llegabas a Santiago del Estero.
Todo lo que había que saber sobre literatura argentina se aprendía en el bar Buvette / en el pasaje Muñoz / ahí escribía Ernesto Sabato el
primer borrador de Sobre héroes y tumbas / el maestro trabajaba de cara a la pared / con la boca entreabierta / se estaba quedando pelado / hay escritores que no tienen edad / y que viven con el espíritu desgarrado / un día se enojó por culpa de un café recalentado / rompió el ticket / y se mandó a mudar / me hizo acordar a Faulkner / cuando para escribir se encerraba / y para asegurarse / arrancaba el pomo de la puerta.
Posdata: el bar Buvette estaba emplazado frente a los pescaditos / los pescaditos / nadaban en peceras diferentes / y se pasaban la vida despidiéndose / los unos a los otros.
Todo lo que había que saber sobre alta precisión se aprendía subido a la balanza de la farmacia Minuzzi / en serio / cada vez que bajábamos al centro de paseo / íbamos a la farmacia a comprar Hepatalgina / algodón Estrella / Cirulaxia / y nos pesábamos / para pesarse mi mamá se descalzaba y se sostenía del hombro de papá / la primera vez que compré preservativos / lo hice / a manera de homenaje / en la Minuzzi / la farmacia que me enseñó a dividir el kilo en gramos y los gramos en palitos.
Todo lo que había que saber del comunismo / de las gloriosas multitudes avanzando con una flor entre los labios / todo lo que había que saber de Pepe Stalin / y del agudo y oscilante murmullo del proletariado/ se aprendía / sentado sobre un cajón de manzanas / con la luz apagada / mirando El acorazado Potemkin / en un garaje propiedad del cineclub de barrio Empalme / yo todo lo que sé es que cuando fui a Rusia / lo único que saqué en limpio es que si uno no puede morir entonces tiene que soñar / eso / y las ladillas / unas 850 mil por cada asiento de paja de un trencito de acero que escupía hielo y cuyas ventanillas nunca se cerraban.
Todo lo que había que saber sobre las chicas / se aprendía mirando a la mujer de bronce que ilustraba el anverso de los billetes de un peso / una mujer en camisón con una antorcha / una mujer de verdad / un poco vieja / un poco cansada / más allá del tiempo / más allá de la muerte / creo que era la República Argentina / cómo será que mi corazón aún la sigue viendo hermosa.
Todo lo que había que saber de los mosqueteros de Luis XVIII / el rey nabo / se aprendía sobre una silla bien lustrada en la muy divina biblioteca Vélez Sársfield / os diré una cosa / lectores / podéis leer todos los libros de la biblioteca y / nunca llegaréis a saber qué es la literatura / a cambio del mismo esfuerzo / sin embargo / podréis obtener una ajustada definición de vosotros mismos.
Todo lo que había que saber sobre los misterios de la Nueva Andalucía / se aprendía caminando como un puma por Jerónimo Luis de Cabrera / Alta Córdoba / yo fui criado / educado / matrizado / y entrenado / jugando al rango / a la chiri / a la pelota envenenada / he visto a muchos curas pasear en bicicleta / he escuchado a las locomotoras del Belgrano hacer el mismo ruido que los búfalos de John Ford en aquella película que daba Cinerama / he saltado la tapia del Hindú Club para bailar con la orquesta de Hugo Forestieri / entonces / ¿cómo no voy a escribir con dos dedos?
Todo lo que había que saber del río Tiber / de Lorenzo el Magnífico / de Paolo Uccello / de Cosme el Viejo / y de los Museos Capitolinos / se aprendía mirando los números romanos del reloj de la joyería Escasany.
Cuando se acababa el aprendizaje / es que ya estabas listo para largarte / ¿qué?/ ¿largarme? / ¡oh, no! / ¡qué sería de nosotros sin nosotros!
Qué buena La página de los muertos, me pareció que ahonda en un tema que todos ignoran, lo cotidiano de los que se fueran. Este texto nos acerca a todos los que partieron en un tono totalmente familiar, evocativo que al reiterar y nombrar a los que partieron nos acerca entrañablemente a ellos y también a nuestra propia partida. Excelente Irene Marks
ResponderEliminarA mi también me encanta Daniel Salzano. Es un crudo narrador de la nostalgia, del poderoso sabor de los recuerdos y un luchador incansable de la eterna recuperación de los valores.
ResponderEliminarLa felicito por su blog. Héctor Magnone, escritor
hcmagnone@gmail.com
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