sábado, 7 de enero de 2012

DANIEL SALZANO





“La Luna no tiene ojos, pero la Luna se cubre con sus lágrimas”

Visto en perspectiva desde el Arco de Triunfo en dirección a la Place de la Concorde, Alejandro Dumas no se parecía a un escritor sino, en todo caso, a una ballena.

Así coinciden en describirlo todas sus biografías: no sólo era el más alto, el más fortachón y el más macho del tout París editorial, sino que cuando la gente lo veía no cabía en la imaginación. Dumas, como la crema de los merengues de El Pan de Azúcar, directamente rebalsaba.

Ah, y un dato más, el decisivo: Dumas era el padre de los tres mosqueteros.

Aquel gigantón con chaleco de fantasía y bastón de marqués de la elegancia, a cuyo paso los viandantes del siglo 19 se apartaban como gallinas atemorizadas, comenzó sus toqueteos con la fama a los 27 años, con un dramón histórico –Enrique III y su corte de aprovechados– y desde entonces llevaba las llaves de París, junto al reloj, en el bolsillo de su chaleco bordado. El reloj de Alejandro Dumas, se murmuraba entre los noctámbulos más empedernidos, no tenía 12 números sino 13, porque sólo contando con días de 26 horas se podía liquidar un novelón de 400 páginas cada 30 días.

¿La verdad? Acosado por el éxito, el escritor había industrializado su producción creando una verdadera usina literaria donde trabajaban a destajo amanuenses y aprendices anónimos. El maestro, imperial, se limitaba a supervisar las obras como un capataz por encima del hombro de los jóvenes escribientes y corregía:

–Este personaje está mal muerto, sentenciaba. Y el pichón de redactor se estremecía.

De ser verdadero el chimento, habría que poner mucho cuidado al seleccionar los libros de Dumas porque, en una de esas, todo su trabajo consistió en diseminar media docena de comas.

Tenía sastre particular. Quiero decir que el mejor sastre de París lo vestía –por contrato– comprometiéndose a no hacerlo con ninguna otra persona. Y una vez a la semana organizaba farras muy bien servidas y tan bien atendidas que Dumas, con sospechosa frecuencia, debía solicitar préstamos, hipotecar propiedades y –en más de un caso– poner pies en polvorosa.

Desaparecía seis meses y volvía con seis novelas. Todavía no se han terminado de contar los hijos con los que fue alimentando el Registro Nacional de las Personas. Eso por no hablar de sus romances, a los que dedicaba versos como el que titula esta nota.
Dios, casi me olvido, Dumas peleó codo a codo con Giusseppe Garibaldi. ¡Dumas con un chumbo de asesino, cubierto por una casaca roja y discutiendo en italiano!

En una ocasión permaneció 30 días en el subsuelo de una goleta, pero consiguió salvar el pellejo. Cuando se sosegaron los ánimos, cedió los derechos de sus próximas tres novelas como parte de pago de la goleta. Para festejarlo, le pidió al sastre de su corazón que lo vistiera como si se tratara de un almirante. Hay fotos suyas rodeado de amigotes a la hora de los brindis. Antoine Lumière, padre de Luis y Augusto, padres a su vez del cinematographe, era número puesto a la hora de los brindis.

Algún día hablaré con Dumas, el gran oso de la literatura romántica francesa.
Pero volvamos a donde abandonamos la narración: Los tres mosqueteros, un novelón de capa y espada, de la que se contabilizan cinco versiones cinematográficas que no figuran en el libro Guinness de los récords, pero que cuando se proyectan –o televisan–sus voces inundan el mundo y sus héroes se convierten en el cielo y en la tierra: D´Artagnan, Athos, Portos y Aramis.

Hace mucho tiempo que los chicos han dejado de escribirles cartas a los Reyes Magos. Y los que escriben, no piden libros de Dumas.
Me gustaría tocar el acordeón mientras la lluvia funde la nieve.

Credo nuestro

Creo en los gatos que se cubren las orejas con las patas / que más vale provocar envidia que dar lástima y que quien no tiene nada que esconder tampoco tiene nada que enseñar.

Creo en la sirena de la isla Crisol / en los mostradores de madera / y en el hombre que vi recostado / esta mañana / sosteniendo el Palacio de Justicia.

Creo en los brazos de la gente subiendo y bajando-o-o-o-o en la tribuna / creo que podría ganarme la vida contando la historia del marido de Rita Hayworth que / una vez al año / salía a dar la vuelta al mundo con un cuaderno de 100 hojas donde anotaba nombres para sus potrillos pura sangre / creo en un caballo que se llame “Rutanueve” / creo en una yegua que se llame “Villapáez” / me hubiera encantado ser el marido de Rita Hayworth.

Creo en las palabras que aún no han sido dichas / en las sábanas tendidas al sol / y creo en la gente que tira una moneda / caiga como caiga.

Creo en los grandes inventos: la carretilla, el ascensor, los fósforos Ranchera, la yilé, el Córdoba Sport / y me pregunto ahora / con toda seriedad / dónde habrá ido a parar la puerta giratoria del Correo.

Creo en los argentinos de mi barrio y en la belleza cotidiana / oh Dios / ¡cómo creo!

Creo en la profesión de escribir / creo en no escribir / en escribir de nuevo/ en no escribir nunca más.

Creo en las vacas de madera que pastaban en la estepa de La Gran Muñeca / las vacas de cuando yo tenía cuatro años.

Creo en los fumadores compulsivos / en la gente que tose / que se come las uñas / que roba sobrecitos de sacarina / creo en los grandes poemares / y en los niños que no logran saber en qué momento del día chocarán entre sí los tres que arrancan a la misma hora y por la misma vía de los pueblos A y B / señor ministro: / ese problema es repugnante.

Creo en los pasajeros que miran codiciosamente el asiento de la ventanilla / creo en el collar que ceñía levemente los pechos de Elizabeth Taylor en Un lugar al sol / creo en el maullido de la puerta del Cineclub Municipal cada vez que se abre y que se cierra / y en la muerte del mono King Kong.

Creo en las pastillas Renomé, Volpi y Billiken / pastillas para salir a bailar / chicas con olor a anisette / varones con olor a peppermint / creo en la apasionada lucha de Chammás lidiando frente al horno donde brotaban los primeros alfajores / creo en ese cuento de Chéjov en el que él baila descalzo porque el vestido de ella no tiene dobladillo / creo en la leña cortada y apilada / creo en las alpargatas blancas que exige el reglamento para practicar la chanta cuatro.

Creo en el gigante que se dispone a lanzar la jabalina desde la puerta principal de la cancha de Talleres / creo que el instante más bravo de mi vida no ha llegado todavía / y creo en la carta de vinos del hotel Crillón donde se alojó Duke Ellington & his orchestra / en 1968.

Creo en los libros que se leen entre sí cuando no estoy.

Creo que el talento se da o no se da / y que / a veces/ los poemas tienen poco y nada que ver con quien los escribe / creo en las mujeres que se arrodillan para levantar al hijo que corre hacia sus brazos / oh Dios /¡cómo creo!

¿Y Córdoba?

Erco / core / reco/ cero / roce/ creo / creo / creo / creo.

Lewis

Y ahora un poco de atención, señoras y señores, porque voy a hablar de Jerry Lewis, cómico de 85 años y 114 kilos de peso de quien acabo de ver publicada en una revista que no sé cómo se llama una foto que podría ser la última de todas.

Ahí está Jerry con la cara más gruesa, la nariz hinchada como una coliflor y los ojos entornados, sentado sobre una silla de ruedas porque, explica la revista con insolente brevedad, sus pulmones son víctimas de una fibrosis muscular que no los deja respirar como quisieran.
O sea.

Lo que quiero decir, señoras y señores, es que hace medio siglo yo era tan fanático de Lewis que era capaz de ir a Pajas Blancas a esperar el avión que traía sus películas. Jerry, espero que no lo hayan olvidado, era el botones del hotel que comenzaba paseando a una docena de perros y terminaba subido al Empire State, como King Kong, rodeado por los bomberos, el ejército y la policía de Manhattan.

Oh, Dios, cómo comprendía su desesperación, cómo participaba de su inoperancia, cómo lo quería. Dos, tres, cuatro chistes y empezaba a reírme, a reírme de verdad, a más no poder, con lágrimas y todo, como cuando era un bebé requetefeliz y mi papá o mi tío o mi padrino me hacía tantas y tan buenas cosquillas en la panza que me orinaba.

Tendría que haberle escrito mucho antes.

Ahora ya no vale. Jerry no puede leer, porque la fibrosis le deja los ojos enlagunados.

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