viernes, 10 de febrero de 2012

Por la llanura pampeana...




ODISEA EN COLECTIVO

©Olga Liliana Reinoso

Recuerdo muchas películas ambientadas en países caribeños en donde las personas viajan en antiguos colectivos destartalados, las guagas, como los llaman en Cuba, enormes bañaderas andantes atestadas de gente que se traslada de un lugar a otro en condiciones infrahumanas. Y desde la butaca he pensado que ahí estaba el realismo social de García Márquez que otros confunden con realismo mágico, sobre todo los habitantes del viejo mundo que ahora es primer mundo (venido a menos) porque no alcanzan a comprender que estas cosas suceden verdaderamente y que en América Latina la realidad supera ampliamente a la ficción. Lo cierto es que, fieles a una tradición europeizante ya caduca o desmoronada a cachetazos económicos y socio políticos, los argentinos todavía alucinamos -cada vez menos- con que eso pasa en el resto de Latinoamérica. A esos ilusos les informo que pueden sentirse protagonistas de una de aquellas películas, con solo viajar un sábado por la tarde desde un pueblo cercano hasta nuestra ciudad.
Uno puede llegar a la terminal con media hora de anticipación, sacar el pasaje y pararse en el andén a esperar la llegada del mamotreto con ruedas que, cuando éste se divisa, una multitud que crece como hongos, se apelotona en la puerta del colectivo sin respetar ningún orden y, a fuerza de empujones, codazos y otros gestos de simpatía, logra encaramarse al "bólido" para conseguir uno de los remisos asientos ya que, por supuesto, los boletos no tienen numeración.
El tema es que, cuando uno logra subir los escaloncitos, no le queda más remedio que caminar una cuadra por el pasillo estrechísimo hasta el fondo en busca del asiento perdido. Si tiene la fortuna de sentarse puede ser que le toque una ventanilla cuya cortina brilla por la ausencia y coercitivamente se verá beneficiado con una sesión de cama solar. También puede suceder que el dulce infante sentado detrás en la falda de algún progenitor o, en su defecto, tía, abuela o amigovio de la madre, le patee impiadosamente los riñones, haciendo -si eso fuera posible- más placentero este crucero por la llanura pampeana.
También es justo mencionar la elevada temperatura reinante en el interior del vehículo, que lo convierte en un sauna ambulante con el servicio extra de eliminar toxinas, totalmente gratuito o por la módica suma del pasaje que -en un gesto inusitado de coherencia- vale menos de cuatro pesos.
Entre vapores y olores varios lo más probable es que el instinto de supervivencia induzca al sueño, como una forma de aligerar el trago amargo de la travesía, produciendo el efecto de achicamiento de los minutos. El reloj biológico que cada uno porta hace que abramos los ojos cuando se avisora General Pico y tras una increíble y caracolada vuelta por las calles cercanas a la terminal, arribemos, finalmente, sanos y salvos.
Si bien yo nunca me llevé muy bien con las matemáticas, estoy convencida de que ni el más experto podría calcular cuál es la operación para establecer cómo pueden viajar tantas personas en un colectivo con un número determinado de asientos.
Y es ahí cuando se produce la metamorfosis, cuando comienzan a caerse las escamas y recuperamos la forma humana que habíamos mutado por sardinas para viajar en esa lata: hacinados, encimados, superpuestos, ajustados, acalorados.
Entonces enfilamos hacia la parada de taxis con la ilusión de llegar pronto al hogar y, tal vez, dormir una siestita reparadora. Pero para nuestro asombro que nunca cesa descubrimos que el único taxi siestero fue tomado por el señor o señora que se nos adelantó unos pasos. Y entonces debemos soportar la amansadora de la espera en lugar y momento tan inadecuado. Fue una coproducción de la legendaria Argentina Sono Film y Pampas chatas celuloide S.A.

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