sábado, 4 de febrero de 2012

SALZANO

“Pepe”, cuidado con las víboras

A  mí, lo que más me gusta de la vida, palabra y obra de José Francisco de San Martín, prócer mayor de la Argentina, es el primer lustro de su existencia, transcurrida en Yapeyú.

A mí, lo que más me gusta es que los padres, Juan de San Martín y Gregoria Matorras, lo llamaban “Pepe”. “Pepe” es un nombre corto y eficaz para impedir que los niños se alejen demasiado:

–A ver por dónde caminas, “Pepe”, que esto está lleno de víboras. ¿Me entiendes?

Si te perdías en la espesura, en Yapeyú, era muy probable que te picara una yarará; pero eso, por habitual, más que peligroso al chico le resultaba decepcionante. A “Pepito”, lo que le hubiera gustado de verdad era encontrarse con leones. Por eso, entre las ropas, llevaba escondido un palito de combate.

Era un chico vivo, listo, como decía su padre, el capitán. Sabía, por ejemplo, bajar mariposas del aire atontándolas con una rama, tomar mate cocido a través de una bombilla fabricada con una caña que él mismo perforaba. Y distinguir todas las variedades de loritos fosforescentes.

José de San Martín abandonó el país cuando tenía 5 años y regresó cuando había cumplido 34. Lo cual quiere decir que bastaría con hacer una suma y una resta para advertir que a la República Argentina, más que vivirla la soñó. En Argentina vivió los cinco de Yapeyú y los 12 de la epopeya militar. O sea, 17. Y eso que vivió 72.

Sin embargo, le alcanzaron para liberar un territorio estimado en cinco millones de kilómetros cuadrados.

En cualquier lugar del mundo le hubieran concedido una jubilación extraordinaria, una bombilla de plata y un casal de loritos fosforescentes.

Aquí no. Aquí, cuando regresó en 1829, las víboras de turno directamente le impidieron desembarcar. Y es que la Argentina es así, “Pepe”.

Nuestros sueños han sido adulterados. No pertenecemos a ninguna parte. Nuestras penas nunca serán excesivamente tristes. Nuestras alegrías nunca serán suficientemente alegres. Y nuestros sueños, nunca demasiado grandes.

La otra parte de la vida de San Martín que me atrae es la de su triste y solitario final en Boulogne Sur Mer, Francia, donde antes de perder la vista y entrar a la posteridad intuyendo el mar apoyado en una roca, se dedicaba a la carpintería. Encolaba sillas y cepillaba puertas, don José. Los nietos le llevaban un palo de escoba y él se los devolvía convertido en caballito.

El famoso caballito blanco del general San Martín.

Tricky Dicky

Richard Milhouse Nixon, alias Tricky Dicky, presidente de los Estados Unidos (de 1968 a 1974), fue una víctima: a) de sus propios errores y b) de la apasionante investigación efectuada por dos periodistas del Washington Post, Bob Wood­ward y Carl Bernstein, quienes, buscando y buscando, demostraron fehacientemente que el presidente estaba implicado de pensamiento, palabra y obra en el intento de robo de una de las sedes que tenía el Partido Demócrata en Washington, en el edificio Watergate.

Dicky el mentiroso. Dos años más tarde, Nixon, flamante renunciante, se veía obligado a abandonar la Casa Blanca por la puerta de servicio. Tenía 61 años, sombra de barba y dependía a todos los efectos del Dilantin, un fármaco para caballos con el que combatía su pánico, su irritabilidad, su melancolía, sus desórdenes musculares, su alcoholismo, su anorexia, su depresión, su sen­timiento de culpa, su insomnio y su arritmia car­díaca.

Ah, y además prácticamente no escuchaba nada de un oído.

Pero a Dicky no le decían tramposo porque sí. Y si en 1974 abandonó la presidencia con los zapatos en la mano, en 1977 ya había escrito un best-seller en el que hablaba maravillas de sí mismo; en 1979, el segundo, y en 1980 era número puesto cada vez que los esposos Reagan organizaban sus selectos tecitos republicanos. En 1981, ya era habitual encontrárselo en la tele, moviendo el pico como un ruiseñor, en 1985 viajó por Europa recibiendo honores de estadista y en 1994 se murió cuatro horas antes de que el presidente Bill Clinton ordenara enaltecer su despedida con una salva de 21 cañonazos.

Pero Nixon, como la cosecha de mujeres, nunca se acaba. Acaba de aparecer en las librerías norteamericanas un libro del periodista Don Fulsom que no sólo reverdece los picantes laureles de Tricky sino que les agrega otro inesperado: además de dipsómano, atroz, mentiroso compulsivo y descarado sotreta ejecutivo, el ex presidente utilizaba un traje cuyos pantalones se abrían en el ombligo, daban la vuelta al mundo y se cerraban en la última vértebra. Figura confusa que esconde una verdad categórica: mantuvo un largo romance con un mafioso de origen cubano –Charles “Bebe” Rebozo­–. Fulsom termina de lapidarlo con un chisme de cinco tenedores. Rebozo tenía como trabajo secreto “enseñar al presidente cómo besar a su esposa para que se viera convincente”.

Moraleja: ojalá los malos gobernantes no abandonaran nunca el poder, así tendrían siempre a la libertad pisándole los talones.

“Toscanito” Marimón

Un fanático de clavícula puntuda se acercó a Gandhi con un revólver de calibre infantil, apretó el gatillo, lo mató y de­cretó el final de la primera mitad del siglo 20.

Ejerciendo su sonrisa preternatural, Juan Perón presionó el start de una locomotora que brillaba como el oro, la sirena quebró el aire de Retiro y a partir de ese momento los ferrocarriles comenzaron a ser argentinos.

Estamos hablando de 1948, el año en el que, sobre un terreno impreciso y contando con un capital humano de 750 mil habitantes, se proclamó el Estado de Israel y del año en que, al mando de un Chevrolet con forma de palangana, Domingo Marimón, “Toscanito”, ganó el Gran Premio de la América del Sur, una competencia inspirada en Julio Verne que comenzó el 20 de octubre en Buenos Aires y terminó el 8 de noviembre en Caracas. La Voz del Interior ilustraba el recorrido de la competencia trazando sobre un mapa escolar la misma línea de puntos que años más tarde emplearía Steven Spielberg para señalar el camino de Indiana Jones en pos del arca perdida.

Marimón había nacido en Cosquín y fumaba toscanos, miraba derecho hacia delante y su pasión por la mecánica era tan marcada que a veces, metido debajo del capó, charlaba con los rulemanes. Le pedías un autógrafo y te miraba como si fueras un marciano. Le pedías un bidón de nafta en mitad de la carrera y era capaz de ir a buscártelo a Guayaquil. Era gordo, era cordial y de Caracas pasó como por un tubo a la caja fuerte donde se esconden las claves secretísimas de la peculiar mitología cordobesa.

A veces circulaba por General Paz y Colón manejando con el codo asomado por la ventanilla. Todavía no había semáforos. Lo más grande que te podía pasar era que Marimón te saludara tocando la corneta.

Aguafuerte

Hasta que se escuchó un golpe­cito en la ventana, como si alguien hubiera arrojado una cosa muy leve, una palabra, y después los golpes se multiplicaron y ya no fueron leves como palabras sino como arena lanzada desde arriba y el ruido de la lluvia, por fin, se expandió con un poder irresistible. Una hora más tarde, tal vez dos, y la correntada ya había cubierto la calle y la vereda. Planteada de esa manera, la lluvia tenía algo de brutal y de horroroso. Una sensación que crecía en intensidad cuando el agua no dejaba abrir la puerta de calle y se colaba a través de las cañerías al resumidero del baño.

Era el momento de escuchar la vieja sentencia de papá: se deben haber tapado los desagües. Dicho lo cual se ponía dos pares de medias de lana, un impermeable con botones de almirante y las mismas botas de goma que los martes y los viernes utilizaba tu mamá para baldear la vereda con agua y lavandina. Vestido como un fantasma de Julio Verne y equipado con una vara del tamaño de un arpón, colocaba una silla al pie de la ventana, se subía y se dejaba caer al otro lado como lo hubiera hecho un buzo de historieta. Yo, con la nariz estampada contra el vidrio, lo veía moverse debajo del diluvio.

Ese tipo no le tenía miedo a nada. Sabiendo que me tenía hechizado desde lejos con su corpachón vapuleado por la lluvia, mi papá levantaba el arpón como si estuviera en mitad de una novela y, asestando magníficos golpes de luz, se ponía a perforar el barro. El agua, en el acto, desaparecía del piso del baño. Tenía razón: se habían tapado las cañerías.

Después, cuando volvía, mi mamá le calentaba un vaso de leche y yo le alcanzaba una toalla para que se secara el cuello y la cabeza. Como nadie me veía, aprovechaba para olerla. Así debía oler la guerra. Cinco minutos más y dejaría de llover. 10 y me pondrían un pulóver. 15 y, trazando líneas caprichosas sobre las líneas del agua, comenzarían a pasar las primeras bicicletas...


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1 comentario:

  1. Gracias, Literamo Blog. Convidarnos a Salzano es siempre un lujoso detalle.
    http://oscardoliveira.blogspot.com

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Bienvenida. Te deseo mucha suerte.