sábado, 18 de febrero de 2012

SALZANO 18/2/12

Quiénes y cuándo
El circo de los hermanos Filippi. Imperial Hotel Tramontano. Mujeres de 90x30x90. Eran muy amigos. Una silla por ministro. Daniel Salzano.
18/02/2012 00:01 , por Daniel Salzano



Hubo un cómplice muy especial en la vida del niño Federico Fellini y ese cómplice era Ricardo, su hermano. Era menos talentoso, pero –según Angela, la hermana– notablemente bondadoso.
¿Qué pasa? ¿Acaso es que Federico no era bueno? Al menos, tal como lo recordaría Angela, no. Federico, el bambino , era un chico que en el colegio tenía dificultades para multiplicar y dividir, un alumno que nunca pudo aprender a resolver la raíz cuadrada y que lo único que sabía hacer con cierta facilidad era dibujar.
Hay muchas fotos suyas de la época. Federico es ese chico con ojos de bicho que siempre está ubicado en un extremo de la fila, a punto de escaparse. Ricardo, en cambio, era de los que nunca abandonaban el centro del universo.
En cierta ocasión, los dos se fajaron después de una trabajada partida de billar. Federico quedó tumbado sobre el paño verde y Ricardo, en lugar de abollarle la nariz, se la sopló. Pfffttt. Se trataba de un guiño que habían establecido tiempo atrás, cuando pactaron las reglas del juego de la vida. Ricardo lo soltó y lo quiso abrazar en son de paz, pero Federico no se dejó. Tardaría más de un año en hacerlo.
Ricardo fue el único integrante de la barra brava de Rimini (el pago chico) que, tras una noche de aburrimiento, se negó a colaborar en el robo del reloj del Ayuntamiento. Federico, en cambio, pasó un día encerrado en el calabozo. Ricardo, por su parte, pasó el día dando vueltas alrededor de la comisaría. O, lo que es lo mismo, alrededor de su hermano.
Con los bichitos de luz, pasan cosas parecidas. Si se alejan demasiado del calor, el frío los congela. En cambio, si se acercan, pfffttt, se carbonizan.
El circo de los hermanos Filippi. De todas las historias vividas por Fellini, la más querida por él y por todos los demás era la de la cebra. Convendría aclarar que siempre la contó de manera diferente.
Una vez pasó por Rimini el circo de los hermanos Filippi, y Federico, un mocoso todavía, se mandó a mudar siguiendo la caravana. Nadie le preguntó quién era ni de dónde venía sino que, con toda naturalidad, lo pusieron a baldear. Él, hechizado, aceptaba todo lo que le sugerían los demás. En especial lo que le sugería el payaso Pepino, que le dio de comer macarrones de su propio plato y le dio de beber de su propio vino.
A las 7, antes de la primera función, la cebra del circo se enfermó y Pepino, el sabio, dijo que era porque estaba empachaba con chocolate. A Federico, le encargaron traer un tacho cargado con agua jabonosa. El payaso tenía razón. La cebra estaba empachada con chocolate.
Si la escena hubiera sido filmada en ese momento, se hubiese visto llegar a un policía preguntando por el paradero de un niño extraviado. El niño era él, claro. El policía lo devolvió a casa subido al caño de su bicicleta. Antes de despedirse, Pepino le estrechó la mano. Pepino llevaba puestos unos fabulosos guantes amarillos.
Ya en su casa, primero lo fajaron, después lo desnudaron y lo bañaron y por fin tuvo que contar todo lo que le había sucedido. Era un mentiroso precoz. Las cebras, explicó, no son iguales que los caballos porque son africanas. Por eso les gusta tanto el chocolate.
Imperial Hotel Tramontano. Tenía 18 años Fellini, il giovanetto , cuando desertó de la barra de la esquina y, despedido por Ricardo al pie del andén, abandonó Rimini a bordo de un tren que lo depositó en la alcancía de Roma como si fuera una lira de juguete.
Ahí comenzó exactamente la segunda edad de Fefé, un cabecita negra que llevaba el dinero envuelto en un pañuelo y el pañuelo oculto debajo del sombrero.
Llegó un momento de su aprendizaje en el que se sentía tan solo que decidió separar el colchón del elástico y dormir sobre el piso. Eso le evitaría, dedujo, caer más bajo de lo que había caído.
Por esos días, probó fortuna como caricaturista imitando el look , los trazos, el funghi y el foulard de Amedeo Modigliani. En la calle, cada vez que se cruzaba con un policía, se cubría el rostro con las solapas.
Y es que Federico, el artista, había zafado de prepo de sus obligaciones con la patria y daba por descontado que para el fascismo hubiera sido más útil con un lanzallamas que chupando el cabo de un lápiz Faber.
Durante dos años, se transformó en Federico el tuberculoso y se ganó el puchero escribiendo historias para los artistas de variedades. Cuando dirigió por primera vez, el nombre de la película se puso solo: Luces de varieté . Angela, entretanto, le enviaba botes de duraznos en almíbar.
Él, alojado en el Imperial Hotel Tramontano (vía Veneto 1), le envió a su vez una foto gatillada ante la Fontana de Trevi con el sombrero caído sobre la frente y el sobretodo echado sobre los hombros.
No bien lo recibió, Angela intentó deslumbrada, silbar admirativamente ante la imagen de la foto. Pfffttt. Pero no le salió. En Rimini, las mujeres estaban para comulgar los domingos y fiestas de guardar. Para silbar, estaban los muchachos.
Mujeres de 90x30x90. Por las librerías de la calle Deán Funes, circula ahora mismo una biografía de Fellini escrita por John Baxter. La infancia le insume dos capítulos, la vejez otros dos y el sexo los nueve restantes. Baxter dice, sin decir, que Federico el sexópata tenía serios problemas de bragueta.
Fellini se casó con una campeona del teatro de variedades, Giulietta Masina, que le dio un hijo varón que al final no fue hijo ni varón, porque vivió menos de 24 horas.
A partir de ese momento, ella dejó de ser su esposa para convertirse en su madre. Baxter se pregunta si el berretín del director por vivir en los ‘60 y los ‘70 como un faraón –rodeado por el tout Paris de la noche romana– no habrá encubierto a un Fellini maricoide y ambidiestro.
Del bulo, por lo menos una cosa es cierta: il braguetone vivió buena parte de su existencia con el corazón marchito. Es sabido que cada tanto llamaba a Marcello Mastroianni para exigirle que le detallara minuciosamente sus conquistas amorosas. Marcelo se enrollaba y fabulaba historias en las que entraban y salían mujeres de 90 por 30 por 90. Federico lo escuchaba con los labios apretados y entonces se le enderezaba el calzoncillo.
Eran muy amigos. Una vez, en Nápoles, el maestro puso un aviso en el que solicitaba extras para su nueva película Ensayo de orquesta . Toc toc. Adelante. Entró un tipo que lo único que sabía hacer era soplar y mantener una pelotita de ping pong suspendida en el aire cerca de los labios. Pfffttt. Pfffttt. Fellini lo contrató en el acto. Se puede imaginar la causa.
Fellini, convertido en hombre hecho y derecho, gastaba un imponente esqueleto de caballo de lona, sus manos eran de un bebé campesino y, aunque decía que usaba sombrero por amor al western , la verdad es que lo hacía para ocultar su cráneo temprana e inmisericordiosamente despoblado. De ser el joven de melena más largamente alabada del Adriático, se había convertido en un genio cabezón cuyo pelo había huido en busca de otros mares de locura.
Y ahora, atención, que viene la leyenda. Una vez en su casa romana de la vía Ada, Fellini, il testone , recibió a través del correo de Bell Ville (Córdoba) un frasco de vidrio que contenía un líquido contra la caída del cabello. Se lo había enviado un admirador. Pocos días más tarde, el maestro lo llamó desde Italia para agradecerle. En serio. El hombre que me contó la historia recordaba que en ese momento diluviaba sobre Bell Ville y que hablaron muy poquito a causa de las interferencias. ¿ Pronto ? ¿ Pronto ? ¿ Capello ? ¿ Capigliatura ? ¿ Pronto ? ¿ Capice ? ¿ Capice ? Y se cortó.
Entre Bell Ville y Roma, como una soga de colgar la ropa, quedó tendido un único sonido. Pfffttt.
Una silla por ministro. Ya de viejo se volvió demasiado pendenciero y lo que ganaba haciendo películas lo perdía en Tribunales. Ganaba el Oscar cada vez que se le daba la gana y mantuvo un vibrante combate con la tele: el maestro no soportaba las interrupciones comerciales.
Antes de exhibir sus películas con cortes, prefería conservarlas en el depósito.
Tenía 73 años y parecía que estaba más allá de las obligaciones de la muerte. Seis años antes de morir ya se había quedado sin lugares adonde ir, porque su fama lo precedía a todas partes: en Italia ya no quedaban productores y él, visto de espaldas, se parecía a Kid Fellini, ex campeón mundial de los pesados.
Tres años antes de morir, dirigió La voz de la luna , una película de tristeza tan profunda que terminabas de verla, salías a la calle y comenzaba a llover. Fellini ya estaba jugado, opinaba que los lunes eran más odiosos que los domingos y los domingos más odiosos que los sábados. Cualquier viejo lo sabe.
Veinte días antes de morir lo internaron en un hospital romano. El médico que firmaba los partes se llamaba Carmelo Manni y era un experto telegrafista: el maestro ha dormido la siesta. El maestro está de buen humor. El maestro ha muerto. 31/10/93.
Tendrían que haberlo velado como al Niño Dios, acostado al lado de una cebra. Pero, con torpeza, decidieron despedirlo al mejor estilo felliniano: lo envolvieron en la bandera tricolor, instalaron una silla para cada ministro y el presidente de la república ordenó una salva de 21 cañonazos.
La voz de la luna , aprendimos entonces, no incluía vocales; sólo consonantes. Pfffttt.

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