CONTRATAPA
Ver/ser visto/hacerse ver
Por Noé Jitrik
Séraphine, una delicada película del tipo biografías de artistas de un para mí desconocido Martin Provost, sigue una historia real tal cual, con nombres y apellidos y funciones que parecen extraídas de biografías canónicas. Wilhelm Uhde, un galerista y crítico de arte alemán que pasó a la historia como descubridor de talentos salvajes, a los que denomina “primitivos modernos”, intenta descansar en una casa alquilada cerca de París, hacia 1912. Está solo, escribe junto a ventana que da a un jardín, se levanta, toma una taza de té, parece melancólico, aunque sus movimientos son suavemente aristocráticos, su francés impecable. Con sorpresa, descubre que en la cocina una mujer con aspecto de campesina está haciendo algo, tan vago como lo suele pedir el cine; se sorprende, se sobresalta, la interroga con dureza, ella se explica torpemente y él termina por aceptar que esté allí, perturbando su silencio.
Antes, nos fue presentada caminando con cierta torpeza rumbo a una iglesia, o va descalza o usa unos zapatones rudimentarios y todo en ella rezuma elementalidad pero no resistencia al trabajo: de rodillas pule pisos, corre, mira con devoción a una Virgen en la iglesia y, sin que sepamos todavía por qué, roba un poco de cera de los cirios, en un frasco recoge sangre de una carne en la carnicería, junta flores que trae en una canasta, su figura, grotesca, es conocida en el pueblo. En soledad, pone todas esas cosas en un mortero o algo semejante, las macera y, luego, con todo eso, pinta.
Nadie da dos centavos por ella: es una sirvienta. Mientras sirve la mesa, la dueña de la casa que alquila Uhde le pregunta, porque le han dicho que lo hace, rudamente por sus pinturas y le ordena que le traiga alguna; lo hace y, cuando esa señora ve esas manzanas pintadas, le ordena que siga limpiando porque ésas no son manzanas, son deformes, parecen más bien ciruelas o lo que sea pero no pintura de verdad, tal como lo declara, tirando ese cuadro a un rincón, en una cena que parece extraída de un pasaje de Marcel Proust. Uhde, el inquilino, ha sido invitado, pero incómodo, molesto con lo que escucha, se levanta para irse, saluda, pero, al girar, ve el cuadro en el rincón; lo recoge, lo mira y le dice a quien lo tiró, “se lo compro”.
Esta escena es fundamental para la historia: Uhde “ve” lo que los demás no, incluso lo que la propia Séraphine no ve. Se diría que con su mirada la descubre, que descubre su valor, pero más que eso, en realidad le confiere existencia. A partir de ahí la ruda campesina no sólo va mostrando lo que es capaz de pinta, sino que va cobrando conciencia de que eso es arte y que vale mucho. Sin embargo, el colapso la espera, su no saber, que le permite ser insólitamente original, una “primitiva moderna”, termina por quebrarla y de arte paranoico pasa a la paranoia lisa y llana, ya, en esta instancia, nadie la ve, los efectos de la primera mirada desaparecen y con ello el arte mismo.
Este planteo no es ciertamente nuevo, hay mucha literatura sobre el particular referida a situaciones artísticas y literarias; relatos de padecimientos muy grandes en pintores que llegaron a ser famosos gracias a que alguien, pronto o tarde, los miró (Van Gogh es un ejemplo preclaro, pero hay muchos más), o en escritores a quienes sólo después de muertos se los miró y, siguiendo lo que hizo Uhde con Séraphine Louis, se les dio existencia. Pero, entre tanto, y porque muchos no tienen la paciencia suficiente como para esperar a que se los mire después de muertos, el no ser mirados suscita toda clase de sentimientos, la mayor parte de ellos depresivos, o rencorosos o, si actúa una filosofía algo oriental, indiferencia.
De lo cual se puede inferir que hay dos temas: ¿quiénes son aquellos cuyas miradas tienen ese efecto vivificante tan humanamente deseado?, es el primero: no se sabe ni hay nada predeterminado en ese particular, aunque me atrevería a decir que debe haber posiciones significativas; una de ellas es la de la madre, qué pasa si ella no mira. O la del anciano de la tribu, pero en materia literaria que un escritor consagrado, cuya mirada objetivamente tiene valor, mire a otro escritor que la busca no garantiza que lo haga existir. En suma, se diría que hay miradas necesarias, dueñas de un misterioso poder para conferir la anhelada y, casi siempre, justificada existencia. Y hay otras que carecen de tal poder.
Además, bien puede ocurrir también que se produzcan efectivamente miradas, pero que porque sólo están dotadas de un poder relativo terminen por ser superficiales o convencionales. Así, en el campo literario puede haber crítica o comentarios a una obra, pero eso no garantiza esa fugitiva transformación, la acción se disipa, lo que esa mirada vio se pierde y lo que deja es un estado de decepción o bien de reafirmación, muchas veces justificada, otras grotesca y puramente arrogante: son incesantes los relatos de escritores que van de editorial en editorial con su escrito bajo el brazo y ¡nada!, hasta que alguien con poder visual hace que logre existencia. Gide no miró la obra de Proust, pero Proust no se desalentó; el último que la miró la hizo existir parece que para siempre; J. K. Rowling peregrinó con su Harry Potter y ya se ve lo que pasó. Rulfo tuvo suerte de entrada y lo seguimos mirando. Como a Séraphine Louis.
Desde luego que fuera de esas privilegiadas situaciones el asunto, en la vida corriente, es el mismo, las expresiones sobre esa situación han de ser infinitas, tantas como los deseos de reconocimiento existencial que persiguen como fantasmas insomnes a los seres humanos.
El segundo tema, para nada insignificante, tiene que ver con los modos en que se reciben las miradas, y su variante, el comportamiento de quienes no las reciben. Séraphine Louis vivía sin que la miraran y eso no le parecía anómalo; cuando la miran tarda en advertir las consecuencias que se desencadenan; otros, en cambio, viven la mirada de la que son objeto como algo natural, propio, algo que no puede ser de otro modo, pero ese aspecto, con tener a veces ribetes dramáticos o grotescos, es menos inquietante que el de quienes la desean pero no la obtienen cuando más la necesitan. Intentan, angustiosamente, “hacerse ver”, de diverso modo: despliegan tácticas de acecho, asedian a editores y a críticos periodísticos, no faltan a ningún acontecimiento en el que se supone que hay quienes pueden mirar y ver, multiplican las solicitudes, piden la palabra en las reuniones públicas, a veces lanzan petardos de diferente tipo, el hacerse ver deviene en muchos casos una pasión de mayor intensidad que la obra por la que quieren que se los vea o el talento que desean que se reconozca. A veces resulta, y en ese caso la duración de la existencia así lograda dependerá de la validez o la importancia de aquello por lo que han bregado: sé de escritores que fatigan las redacciones para pedir reseñas, entrevistas o lo que sea y terminan por obtenerlas; sé de escritores que exigen viajes y premios y los consiguen; sé de pintores que arrastran a curadores y galeristas para que vean sus obras y lo obtienen. Pero la mayor parte de las veces no; es muy posible que muy pocos admitan que después de intentar semejante prueba de existencia nada han obtenido, no es fácil reconocer que queda un resto amargo de tan arduas tentativas.
En otros campos, el hacerse ver tiene por supuesto otro sentido: un guerrillero, o un aspirante a político, no pueden no intentarlo, los métodos varían, el objetivo es el mismo. Un sector postergado de la población, del que nadie habla y al que nadie mira en su drama, de pronto imagina que ocupando un terreno, haciendo un piquete, cerrando una calle se hará ver y, como consecuencia, será mirado y su existencia comenzará a concretarse, habiendo estado previamente en una situación irreal, los villeros ahí, pero nadie se ocupa, nadie acude, nadie arregla nada. Un impulso semejante, pero de un signo aberrante, puede reconocerse en un psicótico; su clamor previo no era escuchado, basta que tome un arma, tome algunos rehenes, llame a la televisión y/o mate a unos cuantos o a sí mismo, para que se caiga en la cuenta de que había ahí un problema.
Entre la mirada que descubre y otorga existencia y las miradas que no se producen y dejan en la inexistencia a los que las necesitarían se tiende un arco de figuras posibles; lo que las une a todas es la categoría superior de “reconocimiento”, sin el cual, en términos absolutos, la vida pierde el escaso sentido que tiene. No es extraño, por lo tanto, que se la estime cuando se produce, y con ella una exaltación del yo, y que se sufra cuando no, y con esa falta una negación del yo. Tampoco es una hipótesis demasiado arriesgada pensar que la vida social entera, en sus diferentes estratos, se mueve en virtud de esa dialéctica cuyos términos, en el fondo, son la verificación de la existencia y la dificultad para obtenerla.
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